En el año 2009 vi Revolutionary Road, una película de Sam Mendes basada en la novela homónima de Richard Yates (que aún no he leído). Contaba la historia de un joven matrimonio estadounidense que languidece en un típico suburbio de clase media, pues sueña con cambiar de vida, sin conseguirlo jamás. Las postergaciones eleáticas y las demoras kafkianas, que armonizan tan bien con el gusto por los números infinitesimales de aquellos que no se atreven a dar el salto (“uno, dos, dos y medio, dos y tres cuartos…”), acababan transformando aquella casa en una auténtica línea Maginot arrasada por la frustración y el auto-odio. No recuerdo mucho más. Sólo que salí jurándome no volver a verla. ¿Por qué? Porque aquel día comprendí que padecía de claustrofobia ontológica. Al menos así es como llamo a la angustia que me despierta la mera idea de que lo que es coincida exactamente con lo que puede ser, en tanto que supone resignarse a que no exista ninguna alternativa individual o colectiva.
Es cierto que, desde que Francis Fukuyama arriesgó, en 1991, que el fin de la historia había llegado para quedarse, no han dejado de suceder cosas. Pero no se trata de eso, se trata de que los telepredicadores del fin de las ideologías, la muerte de la posibilidad y la crisis de la alternativa lograron erigir una especie de muralla china ontológica que aseguraba protegernos de todo peligro. ¿Cómo? Degradando toda propuesta a mero sueño infantil, cuando no a una utopía totalitaria. Por eso, aparte del apocalipsis, poca gente cree que existan alternativas “reales”, no sólo a esa democracia liberal que el bloque capitalista secuestró, y luego desposó a la fuerza, sino incluso a las formas de vida hegemónica que heredadas: matrimonio, amor, comunidad, familia, identidad… Por eso muchos vivimos agitadamente apagados, como la vela que consume el poco oxígeno que queda dentro del vaso. Pues, cuando no hay más leña que la que arde, no falta mucho para que todo se quede a oscuras, y empiece el frío. Por todas estas razones, y por alguna otra que prefiero callar, me había prometido no volver a ver Revolutionary Road. Pero…
Hace unas semanas, tuve la ocasión de leer El matrimonio anarquista, de Begoña Méndez y Nadal Suau, y me sentí como aquel anciano centenario que creía haberlo escuchado todo en música, y que tras escuchar, desde último banco de la iglesia nueva de Arnstadt, cómo improvisaba al órgano a un joven músico llamado Johann Sebastian Bach, exclamó: “Una vez más, la música ha sobrevivido.” Pues yo, que no soy centenario, pero que he vivido, como casi todos, unas décadas que valen por siglos, no pude evitar exclamar, tras leer El matrimonio anarquista: “Una vez más, la posibilidad ha sobrevivido.”
Porque, frente a aquel matrimonio de neuróticos soñadores que no lograba escapar de irónica “Calle de la revolución”, Begoña Méndez y Nadal Suau son capaces de construir una alternativa real. Esto es, una alternativa posible, no una mera fantasía compensatoria, tan maravillosa como irrealizable, cuyo único efecto es aumentar la claustrofobia de “lo real”. Su “matrimonio anarquista” no necesita las luces de París para generar su propia clorofila. Está arraigado en el aquí y ahora, y dispara sus tallos y hojas, de forma inmanente, en todas las direcciones. Porque su tropismo es el reino de este mundo, lo cual no quiere decir que no haya otros mundos, sino que, como decía Paul Éluard, todos los mundos otros se hallan en este. También a redropelo. Por eso este libro no es el álbum de fotos de una luna de miel en el Caribe, sino una serie de cartas entregadas en mano, dejadas quizá en la mesa de la cocina, con las que se reinventa la vida mediante una valerosa mezcla de amor, amistad, familia, escritura, docencia y gatos.
El primer epígrafe de la obra nos remite al referente anarquista Colin Ward, según el cual las cuatro características de toda organización libertaria serían la voluntariedad, la funcionalidad, la temporalidad y la limitación. Esto valdría tanto para una comuna como para una familia. El problema, quizá, es que la izquierda, en general, y el pensamiento libertario, en particular, no se han detenido en pensar cómo reinventar los lazos sociales básicos, como el matrimonio o la familia, dejando que sea la derecha, tradicionalista o neoliberal, quien gestione dicho imaginario. En este sentido, me parece que Begoña Méndez y Nadal Suau han abierto, y transitado, un camino importante: el de la reinvención de las relaciones humanas desde una perspectiva emancipadora.
Pero me parece que me estoy deteniendo demasiado, como dirían mis alumnos, en el marco teórico del libro, cuando toda buena obra pasa por encima de su teoría y por debajo de su interpretación. Y además, a diferencia de Francisco Umbral, yo he venido a hablar de su libro. Para empezar, me encanta la intentio auctoris: “Lo hicimos por necesidad ritual, espíritu de contradicción, hedonismo, y porque nos dio la gana.” Y me encanta que esa declaración de intenciones valga tanto para este libro como para el matrimonio de sus autores, pues creo, con los humanistas, los surrealistas y Rimbaud, que la escritura está para cambiar la vida. Como decía Montaigne: “No he escrito yo mi libro más de lo que él me ha escrito a mí.” Más o menos. También El matrimonio anarquista es un círculo virtuoso: un libro que sólo podía haber sido escrito por un matrimonio anarquista que sólo podía haber existido si hubiese escrito ese libro.
Me gusta también la concepción del matrimonio como un espacio en el que chocan, sin llegar a fusionarse, dos singularidades. El amor constituiría, según los autores, un espacio de vinculación con lo extraño. Un lugar en el que los antagonismos tratan de pasar entre la Escila de la identificación y la Caribdis de la hostilidad. Como diría Hannah Arendt, el matrimonio es una mesa que une tanto como separa. De ahí la acertada elección del género epistolar, que permite que cada uno conserve su voz, y a la vez converse con el otro. Unas veces es melodía; otras, armonía; otras, fuga. Como si fuese un poco una suite.
Me gusta también la voluntad de cumplir con el precepto socrático de someter la propia vida a examen (que no a control): “aquí estamos, viviendo y pensando en cómo vivimos.” Y también el valor de hacerlo con toda la parresía del mundo. Lo cual no sólo implica hablar de todos los temas —monogamia, poliamor, abstención de tener hijos, prejuicios de clase, definición del género, inseguridades con la escritura…—, sino también de una forma abierta, que incluye la disensión y la broma, y evita los ojos en blanco y el golpe en la mesa.
Aunque me he detenido demasiado en las ideas el aspecto literario es fundamental. Lo cual es tanto una obviedad como un ángulo muerto. El estilo, las imágenes, las citas, el ritmo y, sobre todo, la voz que de todo ello resulta. Una voz de voces, dialogante, humorística, escéptica, valiente, libre y a la vez muy real. Una voz que crea, como diría Borges, un clima de amistad con sus lectores.
Siempre he celebrado que, frente al amor neoplatónico y petrarquista, vertical, idealizador, fusional y sacrificial, que sirvió como sistema metafórico básico para el cristianismo y el feudalismo medievales, los humanistas optasen por recuperar la amistad clásica, horizontal, realista, parresiasta (no “pederasta”, como me sugiere el corrector ortográfico de mi ordenador) y libre, que veía como el lazo político básico de toda democracia. El acierto de Begoña Méndez y Nadal Suau es que no oponen la amistad al amor, sino que los combinan libremente, como si no hubiese un ayer, que es la mejor forma de vivir, como si no hubiese un mañana. Como dirían los nominalistas, ¿qué importan los nombres si nos ponemos de acuerdo acerca de la cosa?
Se trata, en fin, de un libro alegre, en el sentido spinoziano, porque señala un nuevo mundo de posibilidades. Una larga Revolutionary road por la que escapar del suburbio de la impotencia, la derrota y la depresión. Así que fuck you, Fukuyama.
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Autores: Begoña Méndez y Nadal Suau. Título: El matrimonio anarquista. Editorial: Hurtado & Ortega Editores. Venta: Todostuslibros.
Pocas veces queda alguien mundialmente en ridículo como Fukuyama. Lección para los que pretenden describir el futuro con los pocos mimbres del presente. Y respecto al anarquismo y las causas de su siempre revolución fracasada, no hay nada como considerar su idiosincrasia antinatural. El ser humano es un ser social, pero a la vez es familiar y es individualista. El anarquismo y las comunas intentan convertir a la gente en masas informes e indiferenciadas. Eso si, siempre con una élite dirigente fuera del ámbito comunal.