Nunca está del todo claro de qué hablamos cuando hablamos de cantautores. A simple vista, y atendiendo al puro léxico, puede inferirse que nos referimos a aquellos artistas que interpretan sus propias canciones. Sería una definición impecable si no fuera porque la práctica la ha venido desmintiendo casi desde los mismos inicios del fenómeno. Nadie mete en el saco de los cantautores a Alejandro Sanz, Juan Pardo o Melendi, por citar tres ejemplos de otras tantas generaciones, y en cambio sí se suele incorporar a la nómina a Paco Ibáñez, Amancio Prada y Rosa León, que han cimentado sus carreras sobre textos ajenos. La Real Academia, de hecho, es bastante ambigua a la hora de aportar un significado al término. Dice su diccionario que se trata de un «cantante, por lo común solista, que suele ser autor de sus propias composiciones, en las que prevalece sobre la música un mensaje de intención crítica o poética». Cabe deducir, pues, que la intencionalidad está por encima de la autoría. De ese dilema proviene una de las controversias que siempre surgen al discutir este ámbito de la creación musical: hay quienes siempre han intentado reivindicar su condición de cantautores basándose en el hecho indiscutible de que son ellos mismos quienes componen aquello que interpretan; otros, en cambio, disfrutan del etiquetado desde sus orígenes, pero al menos en un principio intentaron desprenderse de él al entender que les quitaba mucho más de lo que podía aportarles.
Este último caso se explica por la convicción, generalizada durante la década de los setenta y los primeros compases de los ochenta, de que los cantautores eran la encarnación máxima del aburrimiento. Luis Eduardo Aute, uno de los más egregios representantes del colectivo, bromeaba al respecto en el «Autotango del cantautor» con el que cerraba su álbum Rito, publicado en 1974, y cuyos primeros versos no podían ser más explícitos: «¿Qué me dices, cantautor de las narices, / que me cantas con ese aire funeral?». Con ilustres referentes en la órbita anglosajona del otro lado del charco (Woody Guthrie, Pete Seeger, Bob Dylan) y lúcidos contemporáneos en la América de resonancias latinas (Violeta Parra, Atahualpa Yupanqui), la canción de autor española nació asociada a la lucha contra el franquismo, y eso condicionó inevitablemente la percepción que de ella tuvieron los oyentes, posicionados a favor o en contra merced a un juicio de valor que tenía más en cuenta la orientación ideológica que los criterios puramente artísticos.
¿Qué fue de los cantautores? Se lo pregunta Luis Pastor —otro de los que dejaron huella: ahí queda su monumental Vallecas, que en 1976 dio luz y presencia a las marginalidades del extrarradio madrileño— en un libro delicioso que acaba de publicar Capitán Swing y que resume en verso sus propios avatares y los del colectivo en el que se inscribió con total conocimiento de causa. Finiquitado el franquismo y consumada la gloriosa Transición, parecía que los cantautores eran cosa del pasado. Unos desaparecieron del mapa por completo y otros se vieron relegados a un discreto segundo plano, aunque también hubo excepciones. Serrat continuó con su progresión ascendente casi a la par que eclosionaba un Joaquín Sabina hasta entonces desconocido que apareció para revolucionar el género electrificando, del mismo modo que había hecho Dylan con la música folk años atrás, las pautas acostumbradas.
Hubo que esperar a los noventa para que, sin previo aviso, la apoteosis cantautoril regresara por sus fueros. Aparecieron hacia la mitad de la década una serie de jóvenes valores que en unos casos tuvieron una andadura breve, cuando no efímera (Tontxu, Ella baila sola), pero que en otros supieron afianzar una carrera que, con altibajos, viene manteniéndose. De aquel momento vienen Pedro Guerra, Javier Álvarez o Ismael Serrano, cuyas trayectorias se iniciaron casi a la par aunque luego adoptaran rumbos bastante divergentes, y también comenzaron en esos años las andaduras de Rosana y Albert Pla, situado este último en los márgenes de todas las correcciones. Desde entonces, el goteo no ha parado, aunque tampoco haya sido abundante. El movimiento indie aportó granitos de arena a la causa, ahí están Xoel López o Nacho Vegas, y desde zonas más convencionales han llegado descubrimientos tan gozosos como el de Rozalén. Si los cantautores siguen estando presentes, aunque su historia venga siendo guadianesca, no tienen por qué no tener futuro. Al fin y al cabo, lo que ellos hacen —intentar buscarle un sentido a la realidad a través de las palabras y la música— no deja de ser la respuesta a un afán tan viejo como el mundo. Lo dice Luis Pastor en las últimas estrofas de su particular biblia en verso:
¿Qué fue de los cantautores?
De los muchos que empezamos,
de los pocos que quedamos,
de los que aún resistimos,
de los que no claudicamos,
aquí seguimos.Cada uno en su trinchera
haciendo de la poesía
nuestro pan de cada día.Siete vidas tiene el gato
aunque no cace ratones.
Hay cantautor para rato.
Cantautor, a tus canciones.
Zapatero, a tus zapatos.
Algunos libros:
Fernando González Lucini. Y la palabra se hizo música. La canción de autor en España (Fundación Autor, 2006)
Manuel Vázquez Montalbán. Serrat. La cultura del barrio (Júcar, 1973)
Francisco López Barrios. La nueva canción en castellano (Júcar, 1976)
Víctor Claudín. Canción de autor en España (Júcar, 1981)
Carlos Prieto. Cajas de música difíciles de parar o el desencanto de Nacho Vegas (Lengua de Trapo, 2012)
Víctor Manuel. Antes de que sea tarde. Memorias descosidas (Aguilar, 2015)
Julio Valdeón. Sabina. Sol y sombra (Efe Eme, 2017)
Luis Pastor. ¿Qué fue de los cantautores? Memorias en verso (Capitán Swing, 2017)
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