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Fuego, fuego en todas partes

Fuego, fuego en todas partes

James Rhodes (Londres, 1975), un virtuoso y controvertido concertista de piano a quien, según sus palabras, le “[…] entran ganas de pedir disculpas” (p. 9) cada vez que escribe, se estrenaba en la profesión de escritor con Instrumental (Blackie Books, 2015), una personalísima, desgarradora autobiografía, conducida siempre a través del fino hilo de la música clásica. En sus líneas denunciaba con valentía los repetidos y horribles abusos sexuales que, de pequeño, sufrió en época escolar, además de dar cuenta de las diversas secuelas somáticas y psíquicas que, en consecuencia, lo marcaron durante el posterior devenir de su caótica vida. Luego llegó, sin embargo, una obra de carácter más divulgativo, Toca el piano (Blackie Books, 2016), un sencillo pero, al parecer, efectivo manual con el que lograr, con ganas —muchas— y con constancia —cuarenta y cinco minutos al día durante seis semanas, para ser más exactos—, ejecutar con solvencia el Preludio n.º 1 en do mayor de Johann Sebastian Bach.

De tal guisa, con este recorrido a sus espaldas, a finales del 2017 nos sorprendía Rhodes con el que es ya su tercer libro hasta la fecha: Fugas (Blackie Books). Si se me permite una pequeña reflexión digresiva en lo tocante al elemento paratextual, he de apuntar que el título se ha traducido, por cierto, muy libremente al español, pues, en el original, era Fire On All Sides, nominación que también bautizaba su gira musical paralela y hacía, al mismo tiempo, honores a un verso infernal de la ópera Don Giovanni. Si bien fuga sigue teniendo una doble reminiscencia, social —en el sentido, claro, de «huida» de la multitud— y musical —la «repetición de un tema y su contrapunto»—, el susodicho homenaje a la tradición se pierde en el proceso; por ello, he decidido insertarlo en el incipit de esta reseña, dado que:

… este libro habla de fantasía, de rabia, de follar y de fuego. De un fuego omnipresente. En mi cabeza, detrás de mis ojos, en mi pecho (p. 4). 

Bien, traducciones y rótulos aparte —ya habrá otro lance más propicio para discutir con los expertos—, esta vez no nos encontramos ni ante una autobiografía —“Este libro no es una autobiografía. Porque ya he escrito una” (p. 3)— ni ante un manual de instrucciones, sino ante un auténtico diario íntimo en el que el músico inglés descarga, a borbotones, todo el abanico de emociones que la fama abrumadora y la soledad, y la montaña rusa que son su mente y su corazón, le suponen en su día a día; véase, por ejemplo, este angustioso, y habitual, instante matutino:

Me doy unas cuantas bofetadas para despertarme, para tratar de acallar las voces de inseguridad. Pero no sirve de nada. Hay demasiado ruido, miedo, movimiento, emoción, decepción. Apenas son las siete de la mañana y mi día ya se ha ido al carajo (p. 92).

Aunque, en verdad, se ha convertido, por fin, en un hombre que posee prácticamente cuanto había soñado y deseado —no entro en detalles vanos—, sus fantasmas no dejan de hostigarlo de forma continuada, y él no deja de someterse a sí mismo, en sus tártaros interiores, a una presión y a una tortura enfermizas. No obstante, en ocasiones —y esto es importante señalarlo—, sobreviene un haz de luz, un atisbo de alegría o esperanza que, a menudo, emana inesperado para levantar las tóxicas tinieblas de su casi cotidianidad:

He tomado la determinación de no dejar que las voces que murmuran se salgan con la suya. Entonces, como por arte de magia, cuando más lo necesito, aparece John Cleese […], una de las personas que mejoró radicalmente mi vida cuando yo era más joven, que me hizo reír como un loco cuando me hacía falta desesperadamente (p. 135).

Nuevamente —quizá para él es inercia inevitable— la música sirve de faro, de guía, en la particular experiencia de lectura que nos proporciona James Rhodes. Así, cada capítulo se abre fiel con una pieza clásica —a la que el lector puede acceder, si quiere, con bastante facilidad en plataformas como YouTube, Spotify o iTunes, apostando con ello por el uso de las nuevas tecnologías en favor de confeccionar una propuesta literaria más atractiva, más inmersiva—, la cual se suele acompañar por algún comentario sobre la vida y la obra del autor en cuestión al que, con frecuencia, se acerca con un tono narrativo a medio camino entre la admiración profunda y la burla inocente, regalándonos, por ende, a mi juicio, tintes variopintos de sátira o incluso de parodia:

Chopin era un mamarracho. Es así y punto. Un genio, pero también imbécil. Sin embargo, a pesar de que tengo en un pedestal a un montón de compositores, la mayor afinidad la siento con él. Vaya usted a saber por qué. […] Lleno de carencias emocionales, hipersensible, petulante; tenía un ego gigantesco (p. 55).

Es curioso añadir, por otro lado, que en Fugas, como novedad, los capítulos pasan a llamarse «máximas» —sí, esas, las típicas de los libros de autoayuda que se venden a precio de saldo—, con la única intención de mostrar sin pudor su total desprecio hacia ellas y de mofarse de su estulticia absoluta al traducirlas él “[…] a un lenguaje normal” (p. 11); y pongo, cómo no, un buen ejemplo de su corrosiva e irreverente labor frente a estos consejos tan iluminados:

Nutrir mi ser constituye una experiencia dichosa. La abundancia y el amor fluyen libremente a través de mí (p. 187),

Lo cual, en realidad, pretende decirnos, a su entender:

A ver, pedazo de gilipollas. Justo cuando la cosa prometía, estás a punto de cagarla (ibidem).

No acomete Rhodes solo contra la volátil parafernalia relacionada con la autoayuda, o contra los pobres y muertos compositores, sino también contra el mundo en general de la música clásica actual y su insoportable elitismo nauseabundo:

[…] la música es sumamente extraordinaria, pero todo lo que la rodea, desde los intérpretes hasta los promotores, pasando por el código de vestimenta, las reglas y esa actitud de “somos muchísimo más refinados que tú”“es infame y debe cambiar (pp. 114-115).

Y no se contenta únicamente con predicarlo en sus escritos literarios y periodísticos —muy comunes hoy por hoy en la prensa española desde que se mudó a Madrid para revelarnos cuáles son las bondades maravillosas de nuestra tierra, por si nosotros, torpes, no nos habíamos percatado de ninguna—, la figura reivindicativa actúa y toca consecuentemente —y, de paso, atrae la atención de los medios, por qué no destacarlo—, consiguiendo, ataviado con una particular sudadera y demás ropa cómoda, deleitar sobremanera al público en sus conciertos gracias a su música y a sus historias.

Viajes, drogas farmacéuticas, cenas de lujo o cenas basura, salas abarrotadas, programas de televisión, traumas del pasado difíciles de encajar, intensas grabaciones de estudio, chicas hermosas y fugaces, críticas deslenguadas, pesadillas, trastornos múltiples; todo ello tiene cabida y todo ello sucede en Fugas pero, a la postre, lo que encierra el libro en sus páginas, lo esencial, es sencillamente el sincero testimonio de cómo la música todavía rescata, en su función salvífica, el alma de un hombre perdido, y lo redime; de un hombre que, después de varios intentos de suicidio, se aferra con más y más fuerza a la vida, y sabe ya que, y nos grita que, a fin de cuentas, “todo gira en torno al amor” (p. 189), único ente capaz de calmar las llamas furibundas de ese fuego que arde en todas partes.

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Autor: James Rhodes. Título: Fugas. Editorial: Blackie Books. Venta: Amazon

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