Cierta mañana, hace ya varios años, llegué a la casa de mis padres escoltado por una patrulla de tránsito cuyos tripulantes insistían en responsabilizarme por una falta al reglamento que en mi opinión jamás había cometido. Alertado por los gritos de los tres, salió mi padre a intentar defenderme, justamente cuando los forcejeos hacían florecer los primeros insultos.
—¿Qué le pasa a su hijo, señor? —intentó deslindarse el que cumplía el papel de “policía bueno” y empatizar de paso con mi padre-abogado, llevándose el dedo índice a la sien. —¿Algún problema con sus facultades ment…?
—S-s-sí —susurró por lo bajo el interpelado, haciendo una fugaz mueca de pesadumbre, al tiempo que asentía a ojos cerrados y se tapaba la trompita con un dedo. —¡Shhh!
Como era de esperarse, enfurecí cual hiena parturienta por lo que en ese instante creí vil fuego amigo, sólo que antes de reclamarle a mi progenitor por la forma en que me desautorizaba, puse la mira en los uniformados y les dije todo lo que siempre había soñado descerrajarle a un policía abusivo, al tiempo que probaba una exquisita sensación de frescura. Estaba loco, ¿cierto? Luego entonces era un pobre enfermo y no se me podía responsabilizar por todas las burradas que dijera. Podía ser injusto y canallesco, calumniar inclusive, si me daba la gana, pues para eso servía el salvoconducto que mi ascendiente había tramitado. Una vez en la casa, estallamos juntos en carcajadas porque él había sido mi policía bueno, mientras yo hacía uso de mis fueros de orate. “Machetazo a caballo de espadas”, dice uno cada vez que ve a Goliat recién descalabrado.
No son pocos los días en los que me pregunto qué tanto debería haber ido creciendo la cobertura de mi salvoconducto en las últimas ocho semanas. ¿Quién te asegura, agudo Cuarentenario, que mi salud mental no se ha deteriorado, y en tal caso quizá sea conveniente ir tomando estas líneas con reservas? ¿Y qué habría de raro en que me comportara con extravagancia, y hasta actuara como mi propio antípoda, si hace tiempo que llamo a mis amigos y los encuentro raros, por decir lo menos? En una de éstas, la gran ventaja de enloquecer todo el mundo al unísono será que no podamos darnos cuenta. Otra vez, en efecto. Como si nunca hubiera sucedido.
Casi todos tenemos muy poco que contar, y sin embargo las llamadas se extienden igual que despedidas frente a un tren varado. Nadie quiere cortar, porque seguir hablando en torno a cualquier cosa es un modo eficaz de percibirte y comprobar que existes allá afuera, que aún queda un allá afuera repleto de acá adentros donde a veces la gente dice lo que piensa sin pensar lo que dice. Tenemos la coartada de estar rotos, todo lo que digamos podrá ser atribuido a un estado de descontrol mental que nos faculta para al fin soltar todo aquello que siempre temimos o quisimos, y al cabo habremos dicho “sin querer”. Por eso últimamente me tomo poco en serio. Como que no termino de estar al tanto de la clase de perturbado con quien trato delante del espejo, y eso me deja un ancho margen de libertad. Nunca te prometí, Cuarentenario, que conservaría intacta la cordura. Vamos, ni estando cuerdo. Viéndolo fríamente, confórmate con que no me cambie de nombre.
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