Antonio Pérez Henares, autor de La Española —una novela en la que recrea el regreso del almirante Colón a esta isla, «el principio de todo en América»— relata en este artículo la desconocida historia y el trágico final del que fue el primer asentamiento español en el Nuevo Mundo, el Fuerte Navidad.
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Siempre me ha resultado sorprendente el olvido y desinterés que en la historia y la literatura se ha tenido por uno de los primeros y más dramáticos acontecimientos del Descubrimiento y Conquista de América: la trágica historia y fatal destino del Fuerte de Navidad, primer asentamiento español en aquellas tierras y de los 39 españoles que allí habían quedado en el primer viaje de Colón en 1492 y de los cuales, a su regreso diez meses más tarde, no encontró ninguno vivo. Solo algunos cadáveres y restos de la empalizada quemada es lo que pudieron hallar de ellos.
El almirante había descrito a su regreso de su trascendental descubrimiento a las tierras halladas, que él creía de la India, como un paraíso, un feraz vergel poblado por pacíficos habitantes, ingenuos como niños y apenas armados con cañas con puntas de dientes de pescado, los taínos que habitaban la actual isla que actualmente componen Haití y la República Dominicana, y que nosotros llamamos La Española entonces. Nada quiso decir de que al regresar y en alguna isla si habían topado con indígenas más belicosos y mejor armados con lanzas, arcos y flechas.
El asentamiento del Fuerte Navidad no estaba previsto, sino que fue fruto de la necesidad. La Nochebuena del año 1492, la nao Santa María, anclada cerca de la costa se fue contra la escollera y se destrozó contra ella. Era la capitana y en ella viajaban el propio Colón y el gran piloto Juan de la Cosa, el barco era de su propiedad, al que el almirante echó la culpa del desastre, por haber dejado como toda vigilancia nocturna a un grumete. Las relaciones entre ambos se deteriorarían desde entonces para siempre.
Parecía todo en calma cuando de repente se levantó un mal aire y peor mar que la estampó contra las rocas, mientras los demás dormían sin que hubiera forma de socorrerla a pesar de los esfuerzos. Se intentó rescatar todo lo posible y a ello contribuyeron los nativos que “vinieron con innumerables canoas para ayudar a salvar todo cuanto había en la nao y se afanaron desde la noche a la mañana hasta que todo se recogió y se llevó a tierra, y ellos lo custodiaron con gran celo, más que si de ellos fuera. Vino su propio rey muy apenado de nuestra desgracia, e hizo todo lo que pudo por mitigarla trayendo a sus hombres más fuertes”
Esto daba buena prueba del entregado y caluroso recibimiento que a su llegada habían dispensado a los españoles, a quienes creían enviados de los cielos y en todo querían agradarles. Según cuento en La española, extraído del propio relato de Colón, el cacique mayor de la zona, Guacanangarí, que era uno de los cinco reyes de aquella gran isla, envió mensajeros con obsequios varios, entre ellos papagayos de aquellos de tan hermosos colores y un hermoso cinto que tenía como pieza principal una carátula cuyas orejas, boca y nariz estaban hechas de oro, y los invitaron a bajar. Fueron primero a su poblado seis por delante, con Juan Niño en cabeza, y volvieron cargados de comida y regalos y seguidos por innumerables indios que les traían a cuestas todo lo que les habían trocado o regalado, y hasta los pasaron a ellos de esta guisa también por un lugar lodoso para que no se mancharan.
Se produjo después el encuentro con el almirante y el agasajo fue aún mayor y ya tras ello bajaron a tierra y fueron todos a su poblado, que resultó ser el más grande que hubieran visto, con muchos cientos de hermosas casas, algunas muy amplias, y todas muy barridas y limpias, y en la plaza para recibirles no había menos de dos mil indios. Que todo se lo ofrecían y se lo daban, y que se iban gozosos con cualquier cosa que se les diera a ellos. Que cuando acabó la visita y Colón dio la orden de regresar todos, al igual que su rey, les porfiaban que no se marcharan y que volvieran cuanto antes y les acompañaron hasta el mar. Oro apenas si les dieron, pues no lo tenían, pero con lo poco que ya sabían traducir los indios que llevaban con ellos alcanzaron a saber que en un lugar de aquella isla, que nombraron Cibao, lo había en gran cantidad, pero su cacique era muy fiero.
La pérdida de la Santa María les complicó mucho el regreso, pues resultaba que, llegados a aquellas costas también habían perdido de vista a la Pinta, mandada por el patriarca de los Pinzón, Martín Alonso, y no tenían noticia alguna de ella.
En la Niña no podían regresar todos, y Colón comenzó a preparar la vuelta a España dejando a los que no cupieran esperando su vuelta en el lugar que le pareció el más propicio y seguro, en las tierras de aquel cacique amigable, y se inició entonces un continuo intercambio de visitas y un trasiego continuo con el gran poblado. Había que llevar algo a España para mostrar a los reyes y especias, que era lo que se había venido a buscar, no había. Así que se entró en un frenesí de trueques y rescates obteniendo los españoles mucho por casi nada, aunque muy poco de lo que más buscaban, el oro. Lo que más apreciaban conseguir los indios eran cascabeles, y un indio y sus amigos, viendo lo que ansiaban los otros, trajeron envuelta en unas hojas una cantidad de oro que superaba los veinticinco castellanos y lo ofrecieron a cambio de un cascabel. Nada más dárselo, salieron todos corriendo con él, no se fuera a arrepentir del trueque el castellano.
Prueba del aprecio que les tenían y de que no se albergara sospecha alguna sobre sus intenciones es que recibieron con mucha alegría la noticia de que, aunque el almirante partía para informar a sus reyes, allí se quedarían bastantes españoles y luego Colón regresaría con muchas más gentes para establecerse allí con ellos. Al decirles que para poder quedarse habría de levantarse una empalizada y construir casa donde pudieran aposentarse, se pusieron todos a ayudarle a hacerlo, con tal entusiasmo que en diez días estaba todo ya bien compuesto y aderezado.
En ese clima se había celebrado la recepción y banquete de despedida, todo fueron agasajos y deseos de que volvieran, aunque Guacanagarí volvió a hablarle de Cibao y su oro, que el almirante quiso entender que no podía ser sino Cipango, lo que le congratuló aún más, aunque el cacique taíno siguió previniéndolo de su poderoso y feroz jefe que tanto lo asustaba. En cualquier caso, el almirante quiso mostrar su poder con un alarde militar que eliminara cualquier tentación de ataque a quienes allí quedaban. Los taínos eran en tan extremo pacíficos que no tenían, más allá de aquellas varas, con puntas de hueso o dientes de pez, arma alguna con que pudiera ofender a los castellanos. Colón hizo disparar lombardas y espingardas, haciendo que muchos indios se tiraran asustados a tierra, y culminó con un desfile de todo el contingente español con sus corazas, espadas, picas, ballestas y arcos que causó tanta admiración como temor. En el Fuerte de Navidad quedaron tanto las lombardas como todo el armamento que iba en la Santa María.
Cuando ya habían emprendido el viaje de regreso en la Niña toparon de nuevo con la Pinta y, aunque disgustado el almirante con ellos, emprendieron juntos la vuelta, pero a la llegada una tempestad los separó, arribando antes esta primero a Bayona que Colón a Sevilla y enviando carta a los Reyes, lo que significó la definitiva ruptura suya con los pinzones.
En el Fuerte de Navidad se quedaron 39 hombres, bien fortificados, pertrechados y armados. Al mando, como su capitán, Diego de Arana, cordobés y alguacil mayor en la armada, que le era alguien muy cercano a Colón, otro dato que de continuo se ha ocultado o no dado ninguna importancia. De hecho, ni el propio Colón ni luego su hijo menor mencionan en sus escritos el cercano parentesco existente. Este Diego de Arana era primo hermano de Beatriz Henríquez de Arana, que huérfana de niña, se había criado con él y su familia, quien fue largo tiempo la amante del almirante, aunque no casara con ella, y madre de su hijo pequeño Hernando, reconocido como tal y como tal criado. Prueba de la estrecha relación es que Colón lo llevara con él en la Santa María y que le había dado el mando como primer capitán en las nuevas tierras. Queriendo prevenir cualquier contingencia, había designado como sustitutos, si él moría, primero a Pedro Gutiérrez, repostero del rey, y si a este le acaeciera también una desgracia, a Rodrigo de Escobedo, segoviano, sobrino del confesor de la reina Isabel.
A quienes iban a acompañarlos en el fuerte los había elegido Colón, entre los muchos voluntarios que se presentaron alegres para quedarse, a los que vio de mejor disposición y fuerzas. Incluyó entre ellos un cirujano, el maestre Juan, para cuidar sus achaques y heridas, además de un carpintero de ribera y un calafate, un tonelero y un sastre para cubrir oficios necesarios, y por demás un lombardero para que tuviese aprestada la artillería por lo que pudiese acaecer. El resto fueron marineros, de los mejores, en su mayoría de la naufragada nao capitana. Quedaron bien surtidos de comida para un año, amén de la que los nativos les aportaran, de bizcocho y de vino y de semillas para sembrar. Se les habían dejado también todas las mercaderías y rescates para trocarlas por oro y hacer buen acopio de él, y se quedaron también con la barca de la nave naufragada para que pudieran pescar o alcanzar algún lugar a que les conviniera por el mar.
No habían quedado entre enemigos, ni entre indios belicosos, pues estaban rodeados por las tierras y las gentes de un cacique amigo y deseoso de complacerles en todo, que incluso había enviado a un mancebo allegado suyo a España. A la llegada les habían recibido con júbilo, agasajado con todo lo que tenían y estaban alegres de que se quedaran con ellos. Pero si algo preocupaba a Colón eran los propios hombres que allí dejaba. Por ello los reunió a todos y les dio unas instrucciones muy severas. Ocho mandamientos, de obligado cumplimiento primero, que tuvieran siempre presente a Dios y las mercedes concedidas por Él. Segundo, que obedeciesen al capitán que les dejaba como si fuera él. Tercero, que reverenciaran mucho al rey Guacanagarí y que huyesen como de la muerte de darle molestia alguna. Cuarto, que ni a indio ni india alguna hicieran agravio, que no les tomasen cosas contra su voluntad y sobre todo que huyesen de hacer violencia o injuria alguna a las mujeres. Quinto, que no se separasen ni se marchasen tierra adentro, sino que esperaran todos juntos a que él volviese. Sexto, que supieran aguantar su soledad y destierro, que ellos mismo voluntariamente habían elegido. Séptimo, que cuando pudieran y con indios en canoas se llegaran al lugar donde les decían haber minas de oro y buscasen por la costa un buen lugar donde fundar una villa, pues no le parecía bueno para ello aquel lugar donde estaban, y que mientras rescataran todo aquel oro que pudieran con los trueques. Octavo, que él les diría a los reyes de su sacrifico y labores y obtendría para ellos por tanto mercedes y galardones de sus majestades. Ellos lo juraron hacer y al siguiente día marcharon el resto a bordo todos de la Niña. No cumplieron ni uno solo, especialmente el cuarto y el quinto.
Sin embargo y para nada ni Colón ni quienes con el volvieron a Castilla podían imaginar lo que iban a encontrar cuando, con ya 17 naves y más de 1.500 españoles regresaron a las Indias, lo primero que vieron al acercarse al lugar fueran primero dos cadáveres atados a maderos en forma de cruz, uno con un trozo de soga al cuello, flotando descompuestos e irreconocibles en el mar. Al poco hallaron a dos más cerca de las escolleras, que ya identificaron sin duda como españoles, pues, aunque desfigurados, tenían barba, de la que los indios carecían.
Aquello fue la señal de que alguna tragedia había acaecido, pero aún mantuvieron alguna esperanza de que pudieran hallar supervivientes. Se resistían a pensar que con sus armas y defensas no se mantuvieran algunos y el propio fuerte, aunque ya antes de llegar a la Española y en otras islas a las que arribaron habían comprobado que no solo las poblaban pacíficos taínos.
En varias bajadas a tierra y en algunos encuentros violentos habían topado con otros indígenas, estos mucho más agresivos, belicosos y mejor armados. Les llamaron caribes y asaltaban a las poblaciones taínas, a las que tomaban mujeres y jóvenes, matando a los hombres y se los llevaban prisioneros para tenerlos como esclavos y aún peor. Descubrieron horrorizados que se los comían. De ello habían encontrado pruebas en algunos poblados donde hallaron calderos con restos humanos. Un famoso médico sevillano, al servicio de los propios Reyes Católicos, el doctor Álvarez Chanca, que se había unido a la expedición lo corroboró, y los testimonios de las mujeres taínas prisioneras que hallaron lo confirmó.
Según se fueron acercando al lugar donde estaba Fuerte Navidad lo malos presagios no hicieron sino aumentar. Veteranos del primer viaje como Juan de la Cosa o Juan Niño observaron con preocupación que en las playas y aguas costeras no se veía ni traza de canoa ni señales de indio alguno. El que había sido piloto mayor de Santa María y el patrón de la Niña, que en esta nueva singladura habían vuelto junto en la nave del segundo no dejaron de comentarse el uno al otro la diferencia
―Cuando aquí llegamos el pasado año este mar estaba lleno de canoas de todos los tamaños, hasta más de cien de ellas llegó a haber en torno a nosotros; había en el agua y por todos lados a donde se dirigiera la vista gentes saludándonos y trayéndonos regalos, comida y queriendo cambiar cosas. Nos gritaban alegres que nos detuviéramos y bajáramos a tierra. Ahora no se deja ver ninguno. Es la peor señal. Algo muy grave ha pasado —concluyeron.
El encuentro de los cadáveres fue la primera prueba de la catástrofe. La segunda fue cuando ya llegada y fondeada la flota en la boca del estuario, donde aguas arriba había de hallarse el fuerte, el almirante hizo disparar al crepúsculo sus lombardas para avisar de su llegada. Todos ansiosamente esperaron alguna salva del Navidad o algún disparo de escopeta, como respuesta. Pero a los cañonazos de las naos solo contesto el chillerío de los pájaros de la selva huyendo asustados y luego el más absoluto de los silencios.
Seguía sin detectarse presencia alguna de indios. Poco antes de que la luz cayera por completo, se divisó una canoa que salió de la punta y pareció dirigirse a las naves, pero dio luego la vuelta y a poco dejó de vérsela, confundida con la oscuridad de la costa.
Fue ya muy entrada la noche, cinco horas después de aquello, cuando unas voces sobresaltaron a los que hacían las guardias. La canoa había vuelto y se acercaba precedida de los gritos que venían en ella. Los indios lenguas salieron a la cubierta de la capitana y les respondieron. Venían con el encargo del cacique de ver al almirante y solo subirían a la nao si comprobaban que él estaba a bordo. Uno de los emisarios, que decía ser primo del rey Guacanagarí, lo conocía. Se asomó Colón por la borda y hubo que arrimarle un fanal a la cara para que pudieran vérsela, y subieron entonces el pariente del cacique y otro notable. Traían presentes de bienvenida, dos de aquellas carátulas con algunas piezas en oro, una para don Cristóbal y otra para el otro capitán que les había visitado, Juan Niño.
El primo del cacique les relató que el temible Caonabo, señor de Cibao, junto con otro rey vecino, les habían atacado y hecho huir, que Guacanagarí estaba herido y que habían abandonado el gran pueblo donde vivían para escapar de ellos. Que les habían matado a mucha gente y robado muchas mujeres, algunas del propio rey, a quien le quitaron dos. Que por todo eso el rey no había podido venir a recibirles y los suyos estaban escondidos.
De quienes se resistían a hablar era de los españoles que habían quedado allí. El almirante les preguntó con insistencia y ellos se hurtaban con evasivas. Al final, el indio principal respondió que la mayoría estaban bien, pero que algunos habían muerto de enfermedad y otros se habían ido a otras tierras, pues había habido muchas peleas entre ellos. Que todos habían cogido muchas mujeres, hasta tener cuatro o cinco cada uno y ni siquiera con ello se conformaban. Pero insistió en asegurar, apoyado por el otro notable, que la mayoría estaban buenos. Ello esperanzó a algunos, más bien por ser su deseo y por querer creérselo, que por certeza de que así fuera.
Pero la mayoría de los veteranos no tenía ya duda alguna. Estaban todos muertos, si no, hubieran dado alguna señal de vida, y es por ello por lo que los indios se escondían y rehuían el contacto. Alguno de ellos dio a los visitantes, que se quedaron a comer y dormir en el barco, vino para soltarles la lengua y uno acabo por revelar que todos los españoles habían muerto,
Por la mañana, muy pronto, los emisarios partieron bogando con ciertas dificultades por los efectos de la borrachera, asegurando con gritos al almirante que Guacanagarí vendría a visitarle en cuanto pudiera valerse tras sus heridas.
Colón no estaba dispuesto a esperarle, y al poco envió un grupo, bien armado y con una lengua, que fuera en descubierta hasta el poblado. Lo hallaron desierto, y solo alcanzaron a vislumbrar a algunos taínos que se metían a esconderse en las selvas. Vieron también, aunque a cierta distancia, que el fuerte aparecía también abandonado y destruida parte de su empalizada. Cumplieron la orden que tenían de no adentrarse en él y retornaron a la flota, pero antes consiguieron capturar, con el señuelo de los cascabeles, a un par de indios de los que aún merodeaban por los alrededores. Estos les dijeron lo mismo que los enviados del cacique, ayudados por el vino, habían terminado por decirle a Diego, el criado de Colón: que allí no quedaba un cristiano vivo.
Con todas esas y malas nuevas, el almirante, al tiempo que aguardó por ver si asomaba el cacique como había prometido, que no lo haría, preparó el desembarco para el amanecer siguiente. La flota al completa avanzó aguas arriba, y en cuanto se pudo desembarcó al mando de Alonso de Ojeda, incorporado en este segundo viaje, curtido en los combates con los moros de Granada, con una potente fuerza que se desplegó por el pueblo y entró en lo que quedaba de la fortaleza española. Las casas estaban quemadas, desparramado todo por los suelos y se notaba que ya abandonadas desde hacía tiempo. El Fuerte de Navidad había sido incendiado, tanto las empalizadas como las casas, y sometido a un completo saqueo. Por el suelo solo había restos de cajas destrozadas y algunos jirones de ropas castellanas. Pero en aquella primera prospección no encontraron cadáver alguno.
Con algunos bateles, el almirante subió río arriba intentando dar con otros poblados y coger prisioneros indios que les pudieran informar, pero estos salieron a escape en cuanto los divisaron y no pudieron capturar a ninguno. En una choza, sin embargo, hallaron alguna prenda de los cristianos. Tampoco ni en el fuerte ni en las chozas del poblado donde habían estado los castellanos encontraron arma cristiana alguna, ni lombarda, ni espada, ni rodela, ni puñal, ni lanza, ni espingarda. Esto último preocupó bastante, pero no era cuestión ahora de pensar en ello. Las armas de pólvora no creían que pudieran usarlas, pero tal vez sí algunos aceros.
Las dudas sobre lo que podía haber pasado eran muchas. Desde luego el fuerte y el poblado taíno habían sido atacados. Pero si Guacanangarí no tenía nada que ver en ello, por qué se ocultaba y no se atrevía a venir donde ellos.
Antes de despejar ninguna si dieron finalmente con algunos muertos españoles, aunque no con todos. El almirante ordenó revisar a fondo el fuerte, y limpiaron el pozo donde había ordenado guardar el oro sin encontrar nada, pero entonces alguno observó que en algunos lugares la tierra, aunque cubierta ya de hierba, parecía haber sido removida no hacía mucho. Vinieron con picos y azadones y no tardaron en dar con los restos de hasta ocho cuerpos en total, ya en muy mal estado de putrefacción, pero que, a todas luces, pues aún conservaban alguna ropa, eran cristianos. Se ordenó revisar entonces los alrededores de la empalizada y buscando y rebuscando se dio con tres cadáveres más, once pues en total, que con los cuatro encontrados muertos en las aguas hacían un total de quince. Pero ¿dónde estaban los veinticuatro restantes?
El cacique era quien seguía sin asomar. Envió a uno y a otro y al cabo a un hermano suyo, al que conocía el almirante. Y fue este ya quien empezó a contar alguna verdad de lo que podía haber acaecido y que el asunto comenzara a tener algún sentido: cómo era posible que treinta y nueve hombres bien armados y pertrechados pudieran haber sido aniquilados estando en medio de quienes anteriormente no habían hecho sino agasajarles y complacerles, y que eran inofensivos tanto por armas como por talante.
Lo que empezó a saberse por el hermano del rey y lo que iban consiguiendo saber las lenguas de algunos otros indios que se asomaban por entre las casas abandonadas era que, a poco de irse Colón, con la carabela, comenzaron las disputas entre los cristianos. Que el aguacil Arana se manifestó incapaz de imponer su autoridad a los revoltosos; que cada cual fue a lo suyo y todos a las hembras; que se dieron a holgar con ellas, sin escuchar a nadie que pretendiera impedírselo. Cogían a quienes querían, y lo que fue o pudo ser de comienzo consentido, se convirtió en violencia y abuso. Con ello surgió y crecía como la llama el desagrado y enfado de los hombres, fueran estos padres, maridos o hermanos.
En cuanto al oro, había sucedido tres cuartas partes de lo mismo: que cada uno buscaba y hacia acopio del suyo sin considerar entrarlo al común de todos. No tardaron en estallar las pendencias y la más grave concluyó en la muerte de un cristiano, un tal Jacomé. Pero fue aún peor por quienes le dieron muerte, que no fueron otros que los que Colón había dejado como segundos de Arana, Pedro Gutiérrez y Rodrigo de Escobedo, quienes amén del homicidio, se rebelaron contra su capitán y seguidos de otros nueve que habían hecho partida con ellos decidieron marchar hacia las tierras de Cibao, que era de donde partían aquellos ríos llenos de oro. Cada uno con una recua de mujeres, hasta cuatro por barba, y tomando además por los poblados las que les apetecía.
En el Fuerte de Navidad no fue tampoco a mejor la cosa. Bajo la disciplina de Arana en la fortaleza tan solo se mantuvieron diez hombres, mientras que el resto decidió por su cuenta irse al poblado y a casas donde eran bien servidos de mujeres y no tenían nada que hacer, sino comer lo que se hacían traer, rescatar oro y holgar con ellas.
Fue en Cibao, donde gobernaba Caonobo, donde se inició la tragedia. Este cacique no era de la etnia taína, sino un descendiente de caribes que tras arribar a aquella parte de la isla había tomado el poder de todo el territorio y puesto bajo su mando a sus gentes. Tenía algunos de su raza con él, pero también había adiestrado a los taínos para la guerra y disponían de mejores varas y propulsores para enviarlas más lejos y con mayor tino, amén de arcos y flechas. Pero, sobre todo, eran capaces de combatir con furia e imponer su número. Los relatos de todos coincidían en que, Caonobo, enterado de la presencia de los cristianos en su territorio y que estos andaban descuidados y crédulos de que no tenían que temer de ellos fueron presa fácil de sus gentes. Los cazaron uno a uno, pues se habían también desperdigado y no dejaron ninguno vivo. Sobre lo de comérselos había relatos diferentes, pero alguno sí debió acabar en el caldero.
Una vez concluida la limpieza de su territorio, Caonobo decidió ir a por los que quedaban y ajustar de paso cuentas con Guacanagarí. Lo hizo acompañado de otro cacique poderoso con quien tenía alianza, y juntos se lanzaron contra el fuerte, en noche cerrada y prendiéndole fuego por los cuatro costados. Los españoles, que dormían sin cuidado ni vela alguna, no supieron casi ni de donde les vino la muerte entre las llamas.
Después los de Caonobo se lanzaron contra el poblado, desparramándose por él y saqueándolo, llevándose cuanto quisieron y sobre todo mujeres. Allí mataron también a otro puñado de españoles que vivían allí y en algunos enclaves vecinos a los que también asaltaron. Algunos de ellos sí parece que consiguieron escapar e intentaron alcanzar la costa, pero Caonobo no les dio respiro y envió a sus hombres tras ellos. Capturaron a algunos y los mataron, como los dos que encontraron atados a los maderos, y otros perecieron ahogados en el río y fueron arrastrados hacia el mar por la corriente, como el otro par que hallaron en las escolleras.
Aquello había sucedido hacía ya más de una luna, y tras no haber aparecido después superviviente alguno, con toda razón habría de suponerse que todos los treinta y nueve habían perecido. No hubo manera de sacarles tampoco quiénes y por qué habían enterrado a los once muertos en el fuerte, ni tampoco dieron razón sobre las armas, solo que los de Caonobo se habían llevado todo. Y desde luego también las armas.
Sólo quedaba por saber en que concluía el cuento de Guacanagarí, que seguía sin dar la cara. Cansado ya el Almirante de sus excusas, optó por ser él quien fuera a su encuentro y con nutrida tropa. Para ello hizo desembarcar algunos caballos, entre ellos el de Ojeda, que llenaron de miedo y estupor a todos cuantos los contemplaron y se puso en marcha con su hueste hacía el nuevo poblado donde se había instalado, haciéndose acompañar además por el doctor Chanca.
Al saber que venía, Guacanagarí, conocedor de las debilidades de sus visitantes, optó por la única política que podía servirle. Hizo acopio de todos los adornos, pepitas y láminas de oro que pudo, y aderezado con los consabidos papagayos y cintos tejidos, se los obsequió mientras gimoteaba por no haber podido salvar a los españoles aun a pesar de perder muchos de sus hombres, ver robadas varias de sus mujeres y acabar él mismo, como podía verse, malherido. Todo esto mientras hacía gestos de mucho dolor y se señalaba uno de los muslos que tenía vendado, diciendo que ni levantarse podía.
El oro ablandó un tanto a Colón, pero aun con ello intentó extraerle alguna verdad de la boca. Repitió éste, y de ello ya no tenían duda, la total dejación y dispersión de los que quedaron en el fuerte, y asimismo cómo se entregaron a todo aquello que el almirante les había advertido que no debían bajo ningún concepto, principiando por el abuso de las mujeres. Aquella parte se dio por buena, desde luego y habían encontrado fehacientes pruebas, pero de su herida y haber presentado combate quedaban todas las dudas.
Porque Chanca entró al recinto donde estaba el muy doliente el cacique y le palpó la pierna donde decía que tenía la herida. Se quejó este mucho y haciendo la del raposo, no quería levantarse y se hacía casi el muerto. Tuvo don Cristóbal que decirle que el físico que traía con él era un gran sanador y que lo curaría de sus males. Así que hizo que lo izaran de su lecho y lo sacaran fuera, cosa que hizo apoyado en el propio almirante y ya a la luz del día se le comenzó a desvendar la pierna. Al concluir, no había en ella señal de herida alguna. Como mucho parecía haber un resto de un pequeño moratón, de un golpe o tal vez una pedrada. Vamos, que recio el combate no había existido.
La conclusión fue que en efecto hubo un ataque externo, que pillaron a los españoles disgregados y sin precaución alguna y acabaron uno a uno con todos y con los pocos que quedaban en el Fuerte, aunque no parece que estos tampoco estuvieran muy alerta. El responsable máximo del ataque debía ser aquel Caonabo, que más que taíno era un invasor caribe que se había apoderado de un cacicazgo completo sobre el que mandaba y había casado con una hermana de otro cacique vecino con el que se había aliado, llamada Anacaona y que era muy mentada por su belleza. Y que no era cuestión de castigar, por mucho que mintiera en los detalles, a Guacanagari por ello, siendo el único que seguía siendo amigo. Más culpa que él, en la tragedia, la habían tenido los propios españoles que allí se habían quedado.
Colón ya tenía decidido además el abandonar del todo aquel lugar maldito, donde primero se había perdido la Santa Maria y ahora las vidas de 39 españoles, los primeros aposentados en aquellas tierras y perecidos todos a manos de los indios y a saber si incluso alguno de ellos comido por los caribes. Desde luego en el paraíso se había abierto una boca del infierno.
El lugar fue definitivamente y por completo abandonado. Colón buscó otro lugar donde establecer el primer poblamiento y creyó encontrar el lugar idóneo en La Isabela, que tampoco fue muy acertado. Allí se levantó la primera ciudad española en el Nuevo Mundo, aunque no se tardó mucho en hacer traslado a la actual Santo Domingo. De las armas desaparecidas no volvió a haber noticia alguna. No hay constancia de que los indígenas las usaran nunca, ni siquiera en la primera y gran batalla a la que todos los caciques, excepto Guacanagarí, llamaron y libraron contra los españoles, la de la Vega Real, que acabó prontamente en una total desbandada.
De la Isabela aún quedan hoy algunos restos, un par de cañones y bastantes tumbas. De Fuerte de Navidad nada, absolutamente nada. De hecho, más allá de que se sabe que está en territorio del actual Haití y aproximadamente el lugar donde pudo levantarse, no queda rastro ni vestigio de su existencia, ni de las tumbas, ni de nada, y en realidad tampoco nada se ha hecho por encontrarlo.
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Autor: Antonio Pérez Henares. Título: La española. Editorial: Harper Collins. Venta: Todostuslibros.
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