“¡A la reja!”, dije a mi correclusa y enseguida pusimos ruedas en polvorosa. No queríamos romper la cuarentena ni con el pensamiento, pero menos podíamos aceptar que Mary, querubín de este hogar y comadre querida, dependiera de un taxi, un autobús y dos microbuses para cruzar los 160 kilómetros que separan su casa de la nuestra. Con dos enfermos crónicos en su familia, un lance así podía ser un reto a la fatalidad. ¿Y no es cierto que ya hay bastantes dados rodando en el tablero para seguir picándole la cola al diablo?
En este punto cabe preguntarte si la cabina de tu camioneta puede considerarse la extensión ambulante de tu chirona VIP, o si sólo por volver a las calles mereces que te tachen de esquirol propandémico. Una vez realizados los cálculos probabilístico-epidemiológicos que casi todo el mundo lleva a cabo en mitad de esta clase de predicamentos, resolvimos que era un poco más fácil que el Covid-19 se le colgara a Mary en el transporte público a que lograra entrar en nuestra cápsula por los conductos del aire acondicionado. Vamos, si he de creer en supersticiones, me quedo con las hechas en casa.
Admira y escudriña uno el paisaje en la medida que le resulta inusual. No olvido esas mañanas luminosas entre lunes y viernes, cuando una situación excepcional te permitía el lujo de verificar que había vida tras los muros escolares. Súbitamente las calles de siempre tenían la textura y los colores de un gran parque temático, no porque el sol de esa hora las hiciera distintas sino porque eras libre de expropiarlas, mientras tus compañeros se rendían al yugo del pupitre. ¿Cómo más explicar el horizonte en alta definición que se abrió ante nosotros en el camino hacia Acaxochitlán, Hidalgo? Pues si ya el Periférico lucía espectacular, la carretera México-Pachuca me puso al mando de un artefacto con alas. Sensaciones extrañas que uno experimenta cuando se mira haciendo lo que teóricamente no debería. Pero si aún ahora no me arrepiento de las veces que huí de la jodida escuela, menos lo haría de cuidar a Mary, cuyas alas estrictamente celestiales difícilmente alcanzan para volar hasta Acaxochitlán.
No puede Mary dar dos pasos adentro de la casa sin que cinco perrotes se le abalancen sobre hombros y espalda, con la fruición del fan club que ha invadido en tropel el camerino. Tampoco es que sean cautos y delicados con el resto de nuestros visitantes, pero no conozco a otro ser viviente al que le rindan tan altos honores. Digamos que conocen a su gente. Saben mejor que tú con quién puede contarse. Manía de recluso: me recreo imaginando los brincos que darán cuando la vean volver de la cuarentena.
He gozado el paseo con la ilusión de un niño de súbito al volante, aun sin poner un pie en la carretera. Esto de acelerar e inclinarte en las curvas le cae de maravilla a la autoestima, más todavía si tienes la coartada de una razón a prueba de fluctuaciones. La noticia del día, en todo caso, es que efectivamente hay vida allá afuera. No se ha acabado el mundo, el aire se ha hecho diáfano y para más señales pudimos distinguir desde la carretera las dos pirámides de Teotihuacán. El Sol, la Luna, qué más va uno a pedir. A la reja de vuelta: aquí no pasó nada.
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