Al final de la página 55 de este «Diario» (Huret, el asesino del bulevar) se dice que por todas las intervenciones en favor del país vecino le fue concedida a Holmes la Legión de Honor, pero el detective rechazó cualquier recompensa monetaria que no fuera la simple cobertura de sus gastos. A los quince días recibió una escritura de propiedad de una casita-granja situada en Fulworth, al sur de las colinas de Sussex, rodeada de los suficientes acres de terreno para albergar las colmenas, regalo que le pareció una descortesía rechazar.
Aquel día subía Watson por las escaleras del 221b de Baker Street cuando estuvo muy cerca de tropezarse con un caballero que hablaba con acento francés y que en ese preciso momento se despedía afectuosamente del detective. Con suma prudencia, Watson esperó en el rellano de la escalera, pero Holmes le rogó que subiera, ya que tenía que presentarle a una visita. «Mire, Watson, este caballero trabaja en el estudio del famoso arquitecto francés Hector Guimard y ha tenido la gentileza de viajar a Londres con el único propósito de enseñarnos la casita que nos ha regalado y reformado en Fulworth el gobierno francés. También viene a entregarnos las llaves de todas las dependencias; si tiene usted un par de días libres le enseñaremos hoy a nuestro visitante algunos monumentos de nuestra hermosa ciudad y mañana viajaremos los tres al sur de las colinas de Sussex y veremos de cerca el que ya presumo precioso regalo».
Watson en ese momento no tenía mucho trabajo y accedió en el acto a realizar la excursión.
El visitante francés, que se llamaba Denis Latour, dijo que había leído todos los Strand Magazine publicados y que admiraba mucho a la señora Hudson y, como se habían esmerado al máximo en la instalación de la cocina, era su deseo que los acompañara también la excelente patrona.
La pusieron al tanto y ella de inmediato empezó a hacer planes para preparar un buen picnic, pero el francés Denis se negó en rotundo a que trabajara nadie al día siguiente. Dijo que sería un día de disfrute total, que los operarios que restauraron por completo la casa habían comido en una posada que se llamaba Chimenea del Diablo, situada junto a los famosos acantilados de tiza, y estaban encantados del servicio y de los menús.
No se habló más del tema y el resto del día Holmes, Watson y Latour se lo pasaron recorriendo lugares singulares de Londres y después de cenar opíparamente en Simpson’s, acompañaron al francés al hotel que tenía reservado, y quedaron a la mañana siguiente en la Estación Victoria a las 8 de la mañana. Desde allí cogerían el primer tren para Eastbourne y después un coche para Fulworth.
Hacía un día soleado y el viaje fue muy agradable, y para colmo de alegría les atendió el cochero John Clayton (cochero que sale habitualmente en los relatos). A las 11 ya estaban en Fulworth frente a una casa rural, con granja y colmenas, que si bien por fuera tenía el aire de una casa de campo rodeada de hiedra, por dentro era una reproducción exacta del 221b de Baker Street. El arquitecto se había esmerado en la reproducción; hasta la babucha persa de Holmes para guardar el tabaco colgaba frente a la chimenea. Los libros de la biblioteca habían sido adquiridos en tiendas de anticuario y no podía faltar es sus estanterías el ejemplar más preciado, El origen del culto a los árboles, firmado por su autor. Solo ese detalle constituía un motivo de eterno agradecimiento. Holmes hizo un cálculo mental y supuso que para finales de 1903, una vez resueltos todos los casos pendientes, podía retirarse a vivir en aquel edén, donde dedicaría mucho tiempo a escribir y si era posible también a la apicultura.
Subieron al segundo piso y allí estaba la habitación de Watson, idéntica a la que actualmente tenía en Baker Street. Lo único que variaba es que se habían colocado dos camas, por si su esposa quería pasar temporadas en aquel idílico lugar.
Admirados por la contemplación de una réplica tan exacta, se habían olvidado de la señora Hudson, que lloraba sentada en una banqueta de la cocina. Nunca se pudo imaginar, en su retiro, tener una cocina así. No faltaba de nada, todo era de la mejor calidad, cómo podía suponer ella que al admitir a aquellos dos inquilinos iban a darle a lo largo de su vida tantas satisfacciones y cariño. Comieron en la Chimenea del Diablo y a los postres Latour le entregó a Holmes la carta de agradecimiento del presidente de la república, y por el remite supimos por fin que era de puño y letra de Jean Casimir-Perier.
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