Foto:Gabriel García Márquez, por Daniel Mordzinski
En 1990, cuando llevaba ya unos cuantos años instalado en la Ciudad de México, Gabriel García Márquez sintió más vivo que nunca el deseo de contar con un lugar al que volver en Colombia. Alguna vez había intentado hacerse con una propiedad en Cartagena de Indias, la hermosísima ciudad colonial en la que había vivido algunos de los momentos más felices de su juventud y donde escribió su portentoso Relato de un náufrago, pero siempre le pedían unas cantidades de dinero tan ingentes que superaban ampliamente sus posibilidades presupuestarias. Se lo comentó a un arquitecto amigo suyo y éste le explicó la razón por la que no era capaz de dar con alguna oferta inmobiliaria que se adecuara a sus fondos: «Allá creen que eres millonario y suben el precio pensando que vas a poder pagar lo que te pidan». Al escritor se le ocurrió entonces una solución: el arquitecto se desplazaría a Cartagena y se ocuparía de buscar un solar sobre el que edificar la casa que marcaría la reconciliación entre el autor de Cien años de soledad y su tierra natal. Evidentemente, en ningún momento podía salir a colación el nombre de Gabo: era su amigo quien debía hacer preguntas y negociar presupuestos como si la compra la fuese a hacer él mismo o, en su defecto, algún cliente perfectamente anónimo que le había comisionado para tal fin.
Guiado por esas reglas, el arquitecto tomó un avión a Cartagena y comenzó a recorrer las calles laberínticas de la vieja ciudad amurallada en busca de alguna finca que pudiera resultar del agrado de su amigo. Encontró en uno de los enclaves más septentrionales del lugar, pegada a las murallas que protegen las arquitecturas coloniales de los embates del Caribe, una vieja imprenta que parecía a punto de caerse a pedazos y sobre cuya fachada un cartel escrito a mano ofrecía la posibilidad de una compra asequible. Entró a ver al impresor que hasta entonces había estado al frente del negocio, que resultó ser ciego, y tras un paseo demorado por el interior se convenció de que aquel edificio ruinoso, bien restaurado y con unas cuantas manos de pintura, podía convertirse en un retiro bien confortable. Acordaron un buen precio que, teniendo en cuenta el estado del inmueble y su ubicación, se podía considerar razonablemente bueno, pero el impresor puso una única condición para formalizar la venta: quería conocer personalmente a la persona que a partir de aquel instante podría instalarse en la propiedad de la que él había disfrutado durante tantos años. El arquitecto abandonó así el lugar y buscó un teléfono público desde el que establecer una conferencia con la Ciudad de México. «Gabo», dijo en cuanto su amigo descolgó el auricular al otro lado, «he encontrado el sitio perfecto para ti, pero resulta que el dueño quiere conocerte; no temas, que no hay riesgo alguno: él es ciego, así que tú sólo tienes que venir acá y pasearte sin mediar palabra.»
Era un juego peligroso, pero García Márquez aceptó. Un día después era él quien tomaba un vuelo a Cartagena y, cuando se encontró ante las puertas de la vieja imprenta, algo parecido a la intuición le dictaminó que, efectivamente, aquél era el lugar. Recorrió las estancias del edificio junto a su viejo propietario, respondiendo a las preguntas que le planteaba con gruñidos cuya entonación podía denotar, según el caso, anuencia o contrariedad, y todo iba según lo previsto hasta que, ya al final de la visita, se escapó de su boca una palabra, una sola palabra, que hizo que su anciano cicerone se estremeciera. «Disculpe, ¿es usted García Márquez?», preguntó. El escritor, que se sintió pillado en falta, no tuvo fuerzas para mentir: «Sí, yo soy». «En ese caso, le voy a tener que poner otro precio a la imprenta», dijo el ciego. El arquitecto se enfadó: «Esto no es serio, habíamos alcanzado un acuerdo entre caballeros, mi amigo no puede pagar más de lo que ya se había comprometido a pagar». El viejo dibujó una sonrisa en sus labios y explicó: «No, no, no entienden. No quiero pedirle más dinero. Quiero pedirle menos». Gabo y su amigo arquitecto se miraron sin entender muy bien y uno de ellos dijo: «No, eso tampoco podemos aceptarlo, ¿por qué iba a querer que le pagáramos menos?» El impresor se encogió de hombros, encendió un cigarrillo y, para sorpresa de sus dos visitantes, espetó: «Mire, señor García Márquez. A lo largo de mi vida gané tanto dinero vendiendo ediciones piratas de sus libros, que lo menos que puedo hacer ahora es rebajarle un poquito el precio de esta imprenta que tanto me dio de comer gracias a usted.»
En esa casa de Cartagena de Indias fotografió Daniel Mordzinski a Gabriel García Márquez en el año 2010. Es un retrato que se terminaría haciendo célebre y en el que el viejo escritor, ya enfermo, se sienta en un extremo de su cama, con la vista fija en algún lugar fuera del alcance del espectador en el que se supone que se abre una ventana. El propio Mordzinski me contó que aquella tarde, tras el posado, le preguntó si era cierta la historia que circulaba sobre aquella casa. «¿Qué cuentan?», preguntó García Márquez. Cuando Mordzinski se la resumió y quedó a la espera de aclarar la veracidad del episodio, el padre fundador de Macondo sólo respondió: «Qué buena historia, ¿verdad?»
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