Siruela reedita esta curiosidad bibliográfica escrita por el novelista canario entre 1888 y 1889 que consiste en seis crónicas que envió al periódico La prensa de Buenos Aires. Se trata, nada más y nada menos, que de un true crime escrito más o menos hace un siglo y medio y por el mayor prosista español del siglo XIX, aunque quien acuda a este librito buscando sangre y vísceras pronto se sentirá decepcionado. El tono de Galdós se parece aquí más a las piezas y los informes del Padre Feijoo o Jovellanos que al extremismo emocional más propio de nuestro tiempo. Y esto es así porque el verdadero protagonista de este libro no son los cuchillos ni las navajas ni los delitos apasionados, referidos y narrados con mucha discreción, sino el propio mundo de la prensa, que vivió desaforadamente el proceso de instrucción y juicio oral a la culpable.
“Así arranca la historia del crimen de la calle de Fuencarral, que será importante por varios motivos. El primero, porque en torno al suceso se desata una verdadera fiebre popular, alimentada por el sensacionalismo y por las rivalidades políticas y empresariales de los diarios de la época, que gracias a esta historia consiguen llegar a despachar decenas de miles de ejemplares al día”. Es decir: se produjo un fenómeno que nos suena a todos hoy, en plena época de lucha a muerte por el clickbait, el fenómeno de la fabulación disparatada que busca no tanto informar como secuestrar la atención del público con inventos y paparruchas que deforman peligrosamente la realidad e imposibilitan la convivencia serena.
Lo he dicho antes, lo reafirmo: el protagonista aquí es la prensa misma y sus excesos. Escribe Galdós: “A medida que el tiempo pasa, se va conociendo que el papel de la prensa en este célebre proceso es muy discutible. Cierto que los periódicos prestaron ayuda eficaz en la indagatoria referente al quebrantamiento de condena, pero las versiones fantásticas que del sumario publicaban, las reseñas de casos y declaraciones puramente novelescas, lejos de aclarar el sumario judicial, lo han oscurecido y prolongado más de lo necesario”; y sigue: “Por las noches”, “un gentío inmenso aguarda la salida de los periódicos en las inmediaciones de las oficinas de estos. No se habla de otra cosa en círculos y cafés. La prensa consagra al proceso la mayor parte de sus columnas, y no puede negarse que ha prestado alguna ayuda a la justicia” (p.47). El reporterismo, útil en un principio, se ha acabado convirtiendo en una práctica carroñera, y esto es lo que le interesa denunciar a Galdós, que odia la confusión mental y rompe una lanza a favor de la claridad.
Lo que ha acabado copando el terreno de una investigación sensata ha sido la irrupción de un auténtico enjambre de paparazzi judiciales que no hacen más que embrollar el asunto central: “En cuanto se indica que tal o cual persona va a ser interrogada por el juez, los periodistas buscan su domicilio, le encuentran, se encaran con la persona, la acosan a preguntas y no vuelven a la redacción sin un caudal más o menos auténtico de noticias. Al propio tiempo, estos mismos reporters espían los pasos del juez, le siguen en coche al través de las calles, atisban las casas donde entra, con quién habla, el restaurant donde come, y examinan, en fin, la cara que tiene, deduciendo de su expresión regocijada o meditabunda el estado de su ánimo, y por este juzgando de la buena o mala marcha del sumario” (p.43). En definitiva, a partir del 1 de julio de 1888, y hasta un año después, parece que se apoderó de Madrid una auténtica locura colectiva. El perrito bulldog al que se le había administrado un narcótico para que durmiera mientras se culminaban el asesinato y el incendio era objeto de la adoración popular en las calles de la capital, paseado por su nueva custodia, Lola la Billetera, y se trata del animal que encontramos en la portada del libro.
Y es que el caso, como ocurrió con el asunto del Pequeño Nicolás y el comisario Villarejo, empezó con un problema y acabó centrándose en otro no menos preocupante que el inicial. Resulta que el hijo de la viuda asesinada, apellidado José Varela, un auténtico calavera, un personaje perfectamente galdosiano y barojiano, se iba paseando por Madrid a la vista de todo el mundo, con la peculiaridad de que, en principio, este perla cumplía condena en la cárcel. Le dejaba ir el alcaide Millán Astray, padre del fundador de la Legión, y en este punto cobró crédito público una hipótesis contrafactual según la cual había sido el preso paseante el autor del asesinato, y no la sirvienta sospechosa. Los “varelistas” llegaron a defender a capa y espada esta versión que acabó siendo eficazmente desmontada por el fiscal y la policía, y que se acabó convirtiendo en una propuesta tan enfermiza como paranoica. Varela no andaba libre la noche del crimen, e Higinia Balaguer acabó confesando en el juicio, pero surgió el problema evidente de que delincuentes condenados salieran tan ricamente del presidio para ir a ver los toros o para tomarse una manzanilla en cualquier taberna.
La crónica no está exenta de detalles castizos, casi fantásticos y seguramente inverosímiles, entre larrianos y medio esperpénticos, porque los hechos circundantes lo eran indudablemente: “Según la declarante [Dolores Ávila, cómplice del crimen], fueron a cambiar un billete de mil pesetas (de los robados a doña Luciana) a una casa de cambio muy conocida; después comieron en un restaurante popular que se llama el Sótano H; luego compraron bollos, y, por fin, tomaron un coche simón y se fueron a dar un paseíto por la Castellana y el Hipódromo” (p.68). El pasaje me recuerda un detalle surrealista de la instrucción de nuestra Higinia Balaguer contemporánea, la agente de policía Rosa Peral, quien escribió un whatsap a su amante y cómplice invitándole a llevar a sus criaturitas a Port Aventura después de culminar la tarea que llevaban entre manos…
Sobre Higinia Balaguer no hubo serie de Netflix y unos cuantos documentales más o menos sensacionalistas, pero corrieron ríos de tinta. Galdós abomina del rumor y del cuñadismo, aunque le saque partido literario en el sentido de que la conducta irresponsable de las masas le sirve para lanzar un mensaje de calma y confianza en las instituciones: “Hay, además, personas en quienes la sugestión obra prodigios. De tanto hablar del crimen y tanto leer declaraciones de testigos llegan a creerse también testigos, sueñan que han visto algo y concluyen por creérselo. De aquí proceden esas afirmaciones vagas y nebulosas que corren de boca en boca por los cafés y por todos los lugares donde la única ocupación de las gentes es hablar y hablar mucho” (p.74). La queja es constante y justificada: “Esto de que la prensa de cabida en sus columnas a insustanciales charlas de café, presentándolas con la autoridad de cosa juzgada, nos parece deplorable” (p.33). Los periódicos, vamos, parecían un telediario actual, o uno de nuestros fantásticos programas con tertulianos que vociferan enrojecidos y armados con la Égida de Júpiter.
Varela tuvo una vida incoherente y truculenta: tras ser absuelto del asesinato de su madre, estranguló a una mujer y la arrojó por la ventana del Número 37 de la calle Carretas; fue condenado a catorce años de cárcel que cumplió en Ceuta, donde no le dejaban ir a ver los toros, y cuado salió libre montó un negocio de fotografía que le permitió ganarse la vida honradamente. En cuanto a Higinia Balaguer, fue ejecutada al garrote vil el 19 de julio de 1890, ante un público de veinte mil personas que se habían congregado para ver cómo moría. Lorenzo Silva nos indica que se trató de la última ejecución pública que pudo verse al aire libre en Madrid.
En la ciudad volvía a salir el sol… Galdós quería arrojar luz sobre un asunto tan tenebroso y tan artificialmente complicado, y de ahí que sus cartas a La prensa me recuerden a cuando Moratín escribía sobre brujas o Feijoo sobre milagrerías absurdas. Su estilo sobrio concuerda con este ideal ilustrado de mesura y buen sentido contra el amarillismo generalizado. La histeria es mala, el abarrocamiento mental es un vicio que se tiene que perseguir y fustigar, y éste pienso que es el mensaje fundamental de este pequeño ensayo galdosiano que acaba de recuperar Siruela con un cierto lujo editorial. Existía una versión expurgada por Alberto Ghiraldo en el Volumen VII de las Obras Inéditas de Galdós, amalgamadas en 1928, y ediciones restauradas de 1973 y 2011. Sin embargo, esta nueva edición acaba de perfilar el carácter propio de un ensayo que interesa como documento y como testimonio civil.
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Autor: Benito Pérez Galdós. Título: El crimen de la calle de Fuencarral. Editorial: Siruela. Venta: Todostuslibros.
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