Otro 12 de abril, el de 1633, hace hoy 390 años, Galileo Galilei comprende que ha perdido definitivamente el favor de Urbano VIII. Sus Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo, publicados en Florencia el 22 de febrero del año anterior con el imprimatur —permiso para la edición— de la Iglesia preceptivo, ha prescrito. El mismo pontífice, que siendo aún el cardenal Maffeo Barberini siempre le tuvo en mucha estima y fue benevolente con el sabio, ha decidido que las teorías de Galileo son más perniciosas para la Iglesia que las obras de Lutero y de Calvino.
El filósofo defiende en sus Diálogos el sistema heliocéntrico de Nicolás Copérnico, según el cual son la Tierra y los planetas los que giran alrededor del Sol. Pero la Iglesia sostiene que nuestro planeta es el centro del universo y que las estrellas, el Sol y la Luna giran alrededor de nosotros, un sistema solar geocéntrico, descrito por Ptolomeo en el siglo II de nuestra era, que resulta más acorde con las Sagradas Escrituras. De bien poco ha servido la referencia final al argumento de Urbano VIII —en la que el papa viene a decir que Dios puede hacer que todo parezca una teoría, pero que dicha teoría no sea la verdadera—, Galileo Galilei comparece hoy por primera vez ante el tribunal del Santo Oficio de Roma.
Semanas después, el 22 de junio, ya acabado el procedimiento que hoy se abre contra él, el científico —un venerable anciano de 69 años— será obligado a arrodillarse y abjurar de su teoría en una sala del convento dominico de Santa Maria sopra Minerva. Las mayores argumentaciones contra los herejes son obra de la orden dominicana y, en consecuencia, algunos de sus miembros suelen ser los inquisidores. Entre los dominicos que asisten a la humillación del filósofo también se encuentra el pontífice. Al punto, los Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo serán incluidos en el Index librorum prohibitorum, el tristemente célebre índice de libros prohibidos por la Iglesia Católica, cuya edición príncipe está fechada en la Venecia de 1564.
Con las mismas que reparten sus bendiciones, los príncipes de la Iglesia maldicen a los autores que consideran oportuno. De hecho, el Índice es la primera nómina de escritores malditos de la que se tiene noticia. Los Diálogos pasan a integrar la relación —sin duda honrosa para los librepensadores— recién se lee la sentencia. Y allí permanecerá, junto a De revolutionibus orbium coelestium (1616-1835) de Copérnico, los Ensayos (1676) de Montaigne o las obras completas de Descartes, hasta que un siglo después, en 1728, James Bradley, astrónomo real de Greenwich, descubra una aberración de la luz que demostrará de un modo irrefutable el sistema heliocéntrico. Será en 1822 cuando, según otros autores, los Diálogos… salgan del Índice. Eso en cuanto a la obra.
En cuanto a su autor, se le condena a unos rezos y a prisión de por vida. Sor María Celeste, una hija monja del sabio —su gran apoyo durante el proceso junto al embajador de Toscana en Roma, Francesco Niccolini— será la encargada de elevar las plegarias. Atendiendo a la vejez del científico, se le permite cumplir el confinamiento en su residencia de Arcetri. Aún tiene que concebir otro de sus textos fundamentales: Discursos y demostraciones matemáticas sobre las nuevas ciencias (1638).
De momento, el Galileo que un día igual que hoy se presenta ante el tribunal romano del Santo Oficio teme ser sometido a torturas. Se le advierte de que eso es lo que le aguarda si no se aviene a razones. Su enfermedad, y una epidemia de peste desatada en Roma, le han permitido retrasar la cita unos meses. Fue requerido el último diciembre.
En teoría, no se le ha citado por la publicación del libro. Su pecado consiste en haber hecho caso omiso de la advertencia sobre las teorías de Copérnico que ya le hizo en 1616 el cardenal Roberto Belarmino, el jesuita que habrá de hacer historia como uno de los inquisidores más destacados de la contrarreforma, el mismo que en 1600 mandó a la hoguera a Giordano Bruno.
Aquella de los inquisidores, ese día como hoy, fue una victoria pírrica. Lo que el Santo Oficio procesó, en vano, fue esa revolución científica iniciada, en efecto, por Copérnico y llevada por Galileo hasta nuevas consecuencias. En el fondo, la humanidad, en la figura de aquel sabio —uno de los grandes hombres del Renacimiento— se debatía entre el empirismo y los viejos dogmas. Las revelaciones, en última instancia, no tenían más dialéctica que la hoguera y las torturas. “Y sin embargo, se mueve”, cuentan los cronistas que dijo Galileo, refiriéndose a la Tierra, después de que sus inquisidores le humillasen. Así se escribe la historia.
Hay un sinfín de adulteraciones truculentas de la Historia, algunas muy divertidas, con la finalidad de demostrar que los hombres que han dirigido la Iglesia eran malísimos y que la influencia histórica del cristianisno, funesta. Por lo visto, el señor Memba es aficionado a tales artilugios. Hace unos días traía aquí la historia de Hipatia de Alejandría, cuyo linchaniento atribuyó a San Cirilo de Alejandría, aunque no hay pruebas a favor y hay algunos indicios importantes contra esta hipótesis. Da igual. La cuestión es cargarle el muerto a la Iglesia. El libelo anticristiano tiene una larga tradición en las sectas protestantes, la masonería y los enemigos de España, pero no dejan de ser libelos, no historia. Tenemos la obra del dominico Bartolomé de las Casas, la de Antonio Pérez, Torquemada, la conquista española de América (no la de otros), Giordano Bruno y, por supuesto, Galileo. Hacer un libelo es muy fácil. Se toman algunos elementos de la historia, se obvian antecedentes, contexto y cuestiones dudosas, se reprocesa todo y se reordena en un pequeño artículo estilo National Geographic en el que no hay duda posible y en el que los legos en la materia van a creer en ‘los hechos’ sin cuestionarse nada más. Son las mismas técnicas del marketing y la publicidad, pero «así no se escribe la Historia», aunque el objeto sea un tema histórico. El historiador Pierre Chaunu llama «arma cínica de una guerra psicológica» al uso que las potencias protestantes hicieron de alguno de estos casos. Por lo visto, el señor Memba también se apunta.
Vamos con Galileo. Primero, dejemos claras algunas cosas. Galileo no ‘demostró’ nada. Su defensa del sistema heliocéntrico estaba basada en errores. En los cuatro días de discusión ante el tribunal, únicamente pudo aportar como prueba de su hipótesis (que lo era hasta que la demostrara con pruebas) el movimiento de las aguas en la marea. Es decir, que las mareas se producían por el movimiento de la Tierra. Los inquisidores refutaron esta tesis y señalaron que el flujo y reflujo del agua del mar no se produce por el movimiento orbital de la Tierra alrededor del sol, sino por la atracción de la Luna. Galileo les llamó «imbéciles» por sostener tal cosa que, sin embargo, es la correcta. También señaló que el sol permanece fijo, cuando en realidad, éste también se mueve en torno al centro de la galaxia.
Huelga decir que el tribunal no estaba compuesto por analfabetos, sino por hombres de ciencia al menos tan competentes como Galileo; por esa razón no se dejaron convencer por sus estimaciones (no eran otra cosa). Los hombres de ciencia de la época no se dejaban impresionar fácilmente por cálculos y esquemas. Tenían que demostrarse. En nuestro tiempo, tan dado al sensacionalismo y la superstición científica, a los titulares grandilocuentes, a la credulidad cuasi sagrada de lo que dice la ‘autoridad científica’, todo lo que parece científico es percibido como genial. Pero no siempre fue así. Hubo tiempos en los que había una exigencia de rigor tal, que hasta Descartes escribía esta certera frase, tan actual: «No hay cosa más huera e insustancial que tratar de números y figuras imaginarias -cómo si se nos quisiera limitar al conocimiento de ésas y otras tales bagatelas- y aplicarse con tanto empeño a aquellas superficiales demostraciones, que se llega a perder en cierto modo el uso de la razón». No sé qué diría Descartes hoy, cuando revistas ‘científicas’ hablan de naves espaciales y seres extraterrestres como hipótesis, al parecer más probable, que la Creación. La charlatanería puede tener un ropaje científico.
Galileo, decía, no demostró el sistema heliocéntrico. La primera prueba experimental indiscutible tuvo lugar un siglo después, y habría que esperar a 1851 para que el péndulo de Foucault lo mostrara visiblemente. Pero a Galileo no se le juzgó por defender el sistema heliocéntrico. A nadie se le juzgaba por defenderlo COMO HIPÓTESIS EN TANTO NO SE DEMOSTRARA. A Galileo se le juzgó por un asunto mucho más concreto: publicar un libro («Diálogo sobre los dos mayores sistemas del mundo») cuyo ‘nihil obstat’ (aprobación eclesiástica) obtuvo a condición de que no presentara la tesis copernicana como teoría, sino como hipótesis. No sólo no lo hizo, sino que el libro consistió en una ridiculización de los partidarios del heliocentrismo, representados por un personaje llamado, significativamente, Simplicio y quien, por si fuera poco, era una caricatura del propio Papa, amigo personal de Galileo. Galileo era un carácter fuerte, todos lo conocían y habían disculpado sus errores anteriores, como cuando, en 1618, al aparecer unos cometas, puso de vuelta y media a los jesuitas del Observatorio Romano porque estos aseguraron que se trataba de objetos celestiales reales. Galileo se empeñó, en nombre de sus apriorismos copernicanos, en que eran meras ilusones ópticas.
Los copernicanos eran abundantes en la Iglesia, no en el bajo clero, sino también entre los cardenales. Hay ejemplos. Cuando los protestantes expulsaron a su correligionario Kepler de Tubinga, éste se refugió en la Praga de los Habsburgo, católica, y recibió una invitación de la Universidad de Bolonia, en tierras pontificias. En España, cuando el inquisidor general Sandoval (creo recordar) fundó la facultad de Ciencias Naturales de Salamanca, mandó enseñar la tesis copernicana. No he estudiado el tema a fondo, pero la inclusión del libro de Copérnico en el Indice de Libros Prohibidos (prohibidos al publico en general, no a los hombres de ciencia que obtenían licencia para tenerlos) fue un cambio de política motivada, con toda probabilidad, al contexto europeo. Los protestantes estaban en plena ofensiva propagandística contra la Iglesia. Lutero había proscrito al sacerdote católico Copérnico (le había llamado «loco» y «astrólogo improvisado») por considerar que el heliocentrismo era contrario a la Biblia. Los protestantes defendían la literalidad de la Biblia, aunque rápidamente alteraron la literalidad al verterla a las lenguas vulgares. Los católicos, sin negar la inerrancia bíblica, no la llevaban automáticamente al terreno científico. Fue el cardenal Baronio, y no Galileo (a quien se atribuye erróneamente la frase): «El propósito del Espíritu Santo al inspirar la Biblia era enseñarnos cómo se va al Cielo, no cómo va el Cielo». En mi personalísima opinión, y sólo es opinión, la presión de la propaganda protestante, en los años previos a la guerra mundial de la época (la Guerra de los Treinta Años) fue muy importante para pasar de una postura relajada, de debate abierto, a la inclusión en el Indice del libro de Copérnico, sin perjuicio del reconocimiento del heliocentrismo cuando se demostrara con pruebas, como de hecho haría la Iglesia en el siglo XVIII. Para colmo, Galileo vivía en concubinato. En la Europa católica no se miraba puertas adentro, como mucho le podía caer alguna filípica desde el púlpito. En la Ginebra calvinista, en cambio, decapitaban a los libertinos y escandalosos. De la misma forma que los protestantes criticaron la tolerancia y el ‘escándalo’ de que los cardenales fueran amigos de ‘astrólogos improvisados’ que supuestamente contradecían las Escrituras y además vivían en concubinato, sus nietos ideológicos, los masones y anticlericales, criticarían siglos después que a Galileo le condenara la Inquisición.
El dictamen del tribunal de la Inquisición contra Galileo no sólo fue legítimo, sino además consecuente en el plano científico, como el rechazo de un artículo inexacto y sin pruebas por parte de una moderna revista científica. Porque la pena de prisión perpetua que se dictó contra Galileo fue un arresto domiciliario que duró tres años. La única pena que no le revocaron fue la de rezar los siete salmos penitenciales una vez por semana. En realidad, todo fue una regañina, un toque de atención, como no podía ser de otra manera con quien había sido una especie de ojito derecho de varios papas. En sus últimos años, Galileo continuó escribiendo (publicó sus mejores obras) y no perdió la amistad con obispos y cardenales. Lamento quitarle la etiqueta de ‘maldito’ que tanto le gusta al señor Memba, él sabrá el porqué, pero la historia es ésta. Mucho menos truculenta, literaria y terrible, más aburrida, supongo, pero ésta es la historia.