La asistenta, de Alberto Palacios, ha ganado el concurso de historias por la igualdad, patrocinado por Iberdrola. Su premio es de 2.000 euros. Y Cuidar el hogar, de Abel Díaz Castaño, ha quedado finalista y recibirá un premio de 1.000 euros. Zenda ha organizado este concurso, celebrado entre el 1 y el 12 de marzo de 2017, con motivo del Día Internacional de la Mujer.
El jurado, formado por los escritores Lorenzo Silva, Espido Freire, Lara Siscar, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, ha valorado la calidad literaria y la originalidad de las historias. Aquí puedes consultar las bases del concurso. Para participar, había que escribir un relato en internet en lengua española que incluyera la palabra IGUALDAD. El relato debía ser publicado en internet mediante una entrada en un blog, una anotación en Facebook o un tuit en Twitter. Una vez los usuarios hubieran publicado el texto, debían inscribirse en el Foro de Zenda en el apartado https://foro.zendalibros.com/forums/topic/historiasporlaigualdad-en-zenda/. Se han presentado cerca de 300 relatos, y el martes pasado publicamos la selección de 20 historias que optaban a los premios.
A continuación reproducimos los relatos ganadores.
RELATO GANADOR
La asistenta
Por Alberto Palacios
Yo tenía una asistenta, se llamaba Luisa, era un poco gordita, usaba gafas y tenía marido o hijos, no sé. Estuvo trabajando en mi casa más de seis años, y yo, que siempre he estado por la igualdad entre géneros y entre clases le pagaba lo que me pedía, le regalé alguno de mis libros y le daba un extra por Navidad.
Ya no trabaja para mí. No, no es porque hiciera mal su trabajo, si acaso demasiado bien, a veces me reñía si dejaba tirada mi ropa interior o si olvidaba alguna botella encima del mueble del salón provocando esos cercos pegajosos que tanto me recuerdan mi niñez.
Lo cierto es que me robaba. No, dinero no, siempre recogía hasta el último céntimo que rodaba debajo de mi cama y encontraba billetes doblados en mis pantalones antes de echarlos a la lavadora. Robaba mis papeles, mis escritos, las cosas que desechaba y que ella iba recogiendo y guardando sin yo saberlo.
Una madrugada en la que me puse a buscar sinónimos por Internet, encontré un cuento mío, (un cuento que alguna vez fue mío) publicado en una web de jóvenes talentos, premiado con un viaje a Escocia y un lote de productos para el acné. Luisa no tenía acné, pero sí mucha cara, le pregunté qué significaba aquello, se encogió de hombros y me dijo que tenía muchos más cuentos publicados, que había ido recogiendo todo lo que yo no quería y que lo había ido mandando a concursos con distintos nombres, y que estaba a punto de publicar un libro de relatos −mis relatos− en una editorial de campanillas. No supe qué decirle, traté de indignarme pero no me salía, no sabía si en realidad aquello era justo (yo siempre le había dicho que mi casa era su casa) o si no era más que una ladrona que me había quitado algo que era mío.
Me mordí la lengua, me reafirmé en que soy un defensor de la igualdad y lo dejé pasar, hasta que apareció su libro con mis cuentos… y claro tuvo el éxito que imaginaba, empezaron a entrevistarla, su cara gorda salió en varios suplementos literarios, la llamaron de un par de programas de radio, apareció en la tele, a una hora en que nadie ve la tele, como debe ser con los escritores que escriben. Pero Luisa no escribía, era yo el que lo hacía y no cabía en mí de rabia, y de envidia.
A pesar de su éxito Luisa seguía yendo a mi casa, a limpiar y a recolectar los escritos que yo seguía dejando por aquí y por allá, tirados, descuidados. Y empecé a obsesionarme con todo aquello y comencé a prepararle trampas, a dejarle cuentos mal construidos con personajes mal perfilados e historias mal hilvanadas que ella iba recolectando como el que va a los viñedos después de la cosecha, a recoger lo que no han querido los demás. Y su vino volvió a tener éxito, los periódicos hablaban de su madurez, de su solera, de su consagración, se felicitaban de que Luisa «que en su humildad sigue trabajando como asistenta de hogar» no había sido reina por un día. Y yo cada vez más rabioso, menos divertido, y con una ofuscación que me llevaba a escribir peor y a publicar menos y con peores críticas.
Hasta que le preparé la última trampa antes de despedirla, me dispuse a copiar páginas de otros escritores, de Bolaño, de Borges, de Benedetti, y a dejarlas tiradas como si fueran borradores míos. Ella se los llevó y con esos retales confeccionó un traje que vio la luz seis meses después. El plagio fue un éxito, vendió miles de ejemplares y un conocido director de cine compró los derechos para hacer una película. Nadie se dio cuenta del fraude y, por lo que a mí se refiere, no tenía humor ni vergüenza para denunciarlo.
Yo, que cada vez vivía peor y escribía menos, ya solo lo hacía pensando en ella y le preparé el último regalo, la caja que al abrirla le estallaría en la cara: mis propios libros llenos de mis lugares comunes y con palíndromos que dejaran mensajes claros sobre mi autoría. Los recogió, los rehízo, los publicó, un crítico en una revista alabó el homenaje que aquella mujer me había hecho, me invitaron a un cóctel y agradecí públicamente su detalle y su humildad ya que, a pesar de su éxito, seguía planchándome las camisas, la pena, dije, es que ya no tenía dinero para pagarla, ya no escribía, estaba en la ruina, y me veía en la necesidad de despedirla. La despedí allí, delante de todos y todos lloramos. Y ella, magnánima, se ofreció a darme trabajo en su chalé como mayordomo.
Ahora que soy empleado de hogar y trabajo para Luisa −que ya no está tan gordita− no acaba de convencerme eso de la igualdad que, la verdad, no encuentro por ninguna parte. Ella escribe por las noches y yo limpio por las mañanas tratando de no hacer ruido, a veces, en su papelera o encima de las mesa encuentro manuscritos rotos o tachados, de sus cuentos, de sus novelas, que recojo y recompongo a escondidas. El mes pasado envié uno a una página web de nuevos autores y me lo premiaron con un viaje a Escocia. No me gusta demasiado como escribe, pero sus personajes son creíbles y sus historias lo suficientemente inverosímiles.
Si sigo aplicándome en la labor de recogida y cribado puede que pronto tenga un libro de cuentos del que, al parecer, los responsables de una editorial de campanillas están interesados para su colección de nuevos autores.
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RELATO FINALISTA
Cuidar el hogar
Todo el día por delante y la casa por hacer.
Lo primero es lo primero, despertar al rey de la casa y darle el desayuno con tranquilidad, lejos de las carreras tempranas antes de salir para el trabajo. Mientras se toma el biberón, le recuerda con voz dulce cuánto le quieren papá y mamá, lo guapo que es y la de cosas fascinantes que le esperan cuando sea mayor. Pero tras este momento tan íntimo le toca quedarse jugando solo en el parquecito, que, recordemos, está la casa por hacer.
Con la radio encendida desde el móvil, empieza a limpiar y recoger la cocina, donde el olor a café ya ha desaparecido pero no las tazas sucias. Después se dirige a hacer el baño, que siempre le ha dado asco pero, como vio a su madre hacer cientos de veces, con unos buenos guantes, agilidad y menos tontería tampoco es para tanto.
Al rato se cansa de la tertulia sobre política y sucesos y cambia a una emisora musical para darle un poco de alegría a la mañana. La rutina de la limpieza diaria hace que ya ni se fije en los títulos de los libros de las estanterías del salón ni apenas en los objetos de decoración comprados en los viajes. Al principio sí se detenía a evocar recuerdos de la época universitaria cuando se aficionó a la lectura, las horas de trabajo para permitirse las escapadas y el pequeño universo que evocaba el corazón de la casa; pero hacía ya varios meses que había dejado de trabajar para criar al pequeñajo, cuidar la casa y construir familia, y se centra en zanjar el asunto lo antes y lo mejor posible.
La colada es su gran punto de aprendizaje, ha mejorado de manera formidable y disfruta oliendo la ropa recién salida de la lavadora. Y deja para el final la planta de arriba, las habitaciones, que ya estarían más que ventiladas y es bastante rápido de terminar.
Vámonos que nos vamos al parque a aprovechar el sol primaveral. Pese a que le encanta pasear y que le dé el aire al niño, no acaba de acostumbrarse a algunas miradas que le acechan. Muchos en el pueblo saben que ha aparcado su carrera profesional para dedicarse al cuidado del hogar, pero, ¿quiénes son los demás para darle lecciones de igualdad? Tiene claros sus motivos y trata de hacerse fuerte frente a aquel tiroteo de ojos silenciosos.
Es cierto, piensa, que no es normal que sea el hombre quien cuide de la casa y a un bebé, pero fue su decisión y está contento con ella. Es cierto, también, que a veces siente miedo. ¿Será fácil incorporarse al mercado laboral tras tantos meses en blanco? ¿Y si se divorciaba, serviría todo este sacrificio por la familia? O peor, ¿y si se quedaba viudo sin apenas ahorros ni un trabajo para cuidar a su tesoro? Le es difícil depender de su pareja, la inseguridad trepa por él en muchos momentos pero siempre se mantiene firme. Además, ella es tan brillante en lo profesional que sería imperdonable abandonarla al feroz estancamiento social que envuelve a tantas mujeres sobresalientes que, sin apoyo de empresas ni instituciones, retrasan, o quizá frenan para siempre, su éxito laboral.
No puede evitar que estos pensamientos le acompañen durante el resto del día hasta que un ruido metálico lo saca de sí. Se cierra la puerta cuando llega a la entrada con el niño en brazos para saludar a mamá, quien abre los brazos para ofrecerle todo el amor del que le priva durante tantas horas, durante tantos días. Y él sólo necesita ver a su mujer abrazando a su hijo para que la sonrisa desdibuje sus miedos y siga apostando por ser amo de casa.
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