Que tu madre y mi padre, de Jesús Gella Yago, y La isla, de Elena Bethencourt, son el relato ganador y el finalista de #Historiasdeviajes, concurso dotado con 3.000 euros en premios —2.000 para el ganador y 1.000 para el finalista— y patrocinado por Iberdrola.
En esta edición de 2020 han participado más de 800 autores, que han podido publicar sus relatos en Instagram, Twitter y Facebook, además de en sus blogs, y que las han presentado en nuestro foro.
El jurado de esta edición está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.
A continuación reproducimos los textos ganador y finalista del concurso #Historiasdeviajes
GANADOR
Jesús Gella Yago
Quién nos iba a decir que tu madre y mi padre.
Que después de años rumiando su viudedad iban a encontrarse en un curso de repostería. Mi padre, que no distinguía un cazo de una sartén, y tu madre, convencida de que no tenía nada que aprender. Que superada la rivalidad por el bizcocho más esponjoso se apuntarían juntos a una academia de bailes de salón. Tu madre, la de qué poco se lanzan estos hombres en los caribeños, ni que nos fuéramos a romper. Y mi padre, el de que donde esté un pasodoble arrimado que se quiten merengues y lambadas. Que durante el confinamiento iban a echar tanto de menos el compás y los pisotones, y que a ti y a mí casi nos costaría la razón enseñarles a hacer una videollamada. A mi padre, que cada dos por tres aseguraba que antes de existir los móviles sabía de memoria los teléfonos de la familia. A tu madre, que temía la factura sin asimilar el concepto de tarifa plana. Que luego terminarían hablando horas y horas mientras veían la misma película o preparaban cena para uno como si fuera para dos. Tu madre, que al principio solo quería que le pusieras a sus nietos. Mi padre, que tardó lo indecible en comprender que a contraluz se ve una silueta negra.
Quién iba a imaginar que de esas conversaciones confinadas saldrían planes para el verano. Que de verdad estarían dispuestos a alquilar una autocaravana y recorrer el país de punta a punta. Mi padre, que desde que colgó las llaves del camión se juró que no tocaría un volante salvo para ir a regar las lechugas y tomates del huerto. Tu madre, cuya narración de su viaje de novios a la costa hace palidecer la Odisea. Que tú por tu lado y yo por el mío intentaríamos quitarles la idea de la cabeza como si los hijos ejercieran de padres y los padres tuvieran que aceptar ser hijos. A tu madre, que solo con enarcar las cejas te lo dice todo y sabes que tiene razón. A mi padre, que nunca me levantó la mano de niño porque sus silencios escocían más.
Y ahí los tienes, enviándonos whatsapps y fotos desde todos los altos con mirador, de horizontes algo ladeados, de plazas mayores y chimeneas con cigüeña, de la fila antes de cada visita guiada, de fuentes y cauces, de puestas de sol y lecturas bajo el toldo de la autocaravana. Mi padre, que nunca fue hombre de iglesias pero que no deja escapar ni un pórtico románico sin posar delante. Tu madre, con su debilidad de urbanita por la sombra de emparrados y frutales. Quién iba a decirnos que, aunque nos llamaran pesados por importunarlos con instrucciones y consejos, se preocuparían de buscar las terrazas menos concurridas y que no se quitarían la mascarilla ni para hacerse fotos con aperitivos y meriendas. Tu madre, que nunca fue de comer fuera porque en casa como en ningún sitio. Mi padre, que miraba con recelo a los hombres con bolso y que ahora cuelga de los respaldos el suyo con un bote de gel, toallitas desinfectantes y mascarillas de repuesto.
¿A qué edad empieza alguien a tomar fotos pensando más en el recuerdo que va a dejar a otros que en su propio archivo de experiencias? La idea me viene a la mente cuando veo a mi padre, que siempre buscó la vía de escape más próxima en los retratos familiares, convertido ahora en el nuevo rey del selfie y el autodisparador. Y a tu madre, que sigue teniendo claro cuáles son el perfil y el ángulo que hacen que parezca una estrella de cine.
¿Te das cuenta de que no sabríamos decir cuándo fue la última vez que nos parecieron tan felices? ¿Que basta con fijarse en sus ojos asomados sobre los omnipresentes rectángulos de algodón y poliéster para adivinar que sonríen como hacía tiempo que no? Tu madre, con ese sutil «suede matte» que ha vuelto a aplicar a sus labios aunque manche la mascarilla. Mi padre, por debajo del bigote que empezó a teñirse poco después de conocerla. Ojalá tú y yo seamos capaces un día de mirar igual que ellos miran el atardecer y a los ojos del otro, desde esas fotos hechas solo para nosotros.
Quién nos iba a decir que mi padre y tu madre. Que todavía emprenderían un viaje como este.
FINALISTA
Elena Bethencourt
Mi marido aprovechó la cuarentena para quitar la antigua cocina y reformarla por completo. Cuando empezó el verano ya la tenía casi lista. Para culminar su obra, instaló una isla en el centro con una encimera negra de Silestone y puntitos brillantes color plata. «Lo que yo necesito después del confinamiento es un viaje, unas vacaciones en una isla, no un mueble», le grité. Él, ni caso.
Con el paso de las semanas, los brillos de la encimera se volvieron intermitentes y, al mirarlos con más detenimiento, logré identificar las constelaciones. Desde ese día, ocupaba —incansable— las horas cortando verduras sobre el rígido cielo lleno de estrellas. Pasó una fugaz y le pedí un deseo. Bueno, dos. Quizás tres.
Por la mañana me desperté sola y una brisa me acarició la cara. Al pisar el suelo, creí sentir arena bajo mis pies. Seguí unas huellas que me llevaban por el largo pasillo a la cocina y me pareció ver en la cenefa la raya azul del horizonte. Me disponía a hacer un café bien cargado cuando las olas empezaron a romperse como encajes de espuma contra mi isla. Sonreí. Miré embelesada el vuelo de una gaviota. El agua me salpicó entera, al tiempo que un apuesto náufrago me hacía señas desde la orilla. Entonces, dejé el pijama y las dudas sobre la encimera y corrí hacia el mar.
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