Alcanfor, de Rodríguez Valladares, es el relato ganador del concurso de historias sobre #NuestrosMayores, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, dotado con 3.000 euros en premios.
Asimismo, los diez relatos que han resultado finalistas son los siguientes: Pan de muerto, de María Villar Cembellín; Eladia, de Marta Rodríguez; La memoria de Remedios, de Javier Celada Pérez; La canción del huerfanito, de Laura Urcelay; Bizcocho para tres, de Aida Mateos Fuentes; Que tu presencia no la cambio por ninguna, de Jesús Gella Yago; Croquetas en la distancia, de Beatriz Díaz Rodríguez; Desorden familiar, de Ernesto Ortega Garrido; Cielos, de Mar Horno García; y La cama, de Eloy Ruiz Anguiano. Enhorabuena a todos los premiados.
El jurado encargado del fallo ha estado formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez. El autor de la historia ganadora recibe un premio de 1.000 euros. Además, los autores de las 10 historias finalistas restantes se llevan un premio de 200 euros. Puedes consultar las bases del concurso aquí.
A continuación reproducimos el texto ganador y los finalistas del concurso de historias sobre #NuestrosMayores.
Ganador
Alcanfor
La puerta siempre estaba abierta, solo tenías que girar el pestillo y se producía ese golpe seco; su eco en el gran portal de entrada, chirrido de goznes y aquella bocanada de aire fresco y oscuro. ¡Agüelo! Gritabas. ¡Agüela! Y la distante y amortiguada respuesta: Aquí. Se te acostumbraban los ojos y enseguida observabas el friso recorriendo la pared. Dios bendiga cada rincón de esta casa en un Sagrado Corazón de Jesús, todavía con su pegatina de la Librería Pastoral Diocesana. Abrías la puerta de la sala y en la mesa camilla, casi atufados por el picón, tapados con las faldillas: mis abuelos. Ambrosio y Ángeles. Ambos envueltos en una neblina de perceptible ancianidad rural.
A mi abuelo se le había quedado el acto reflejo de esconder Mundo Obrero en cuanto sentía la puerta. Lo metía debajo del cojín de una silla y justificaba la postura cogiendo la badila y atizando el brasero. Ardían las cañas de las piernas en cuanto te sentabas. Sólo entonces, mi abuela te afeaba el tipo, la ropa, el peinado y te contaba de muertes y desgracias del pueblo.
Mi abuela iba de luto. Tenía una lata de membrillo con una escena castiza en su tapa que contenía estampillas de santos a los que rezaba diariamente. Era muy devota de Santa Gemma Galgani, patrona de los farmacéuticos, de los que mi abuela era buena clienta. Enumeraba sus males por orden posológico: esta es para la circulación, una por la mañana; esta para la cabeza, con cada comida; esta para el corazón, dos al día; esta es para las piernas, cuando me duelan. E iba apartando pastillas como escogiendo lentejas.
Mi abuelo veía los toros y escuchaba la radio. Le gustaba el Viti. Leía los Interviu atrasados que le llevábamos y nunca contaba cosas de la guerra. Tenía los dedos de la mano con una textura como la de las zanahorias. Y un pelo blanco y tupido bajo la boina. Hizo la mili en África. Había salido adelante en silencio. Llevaba ahora en la cara los surcos del campo. Pasaba mucho tiempo en el corral haciendo picón y apañando las gallinas. Nunca nos dejaba subir solos al doblado. Fue él quien le puso a la gata Nadiuska.
Mi abuela se echaba Agua del Carmen en el pelo. Todavía puedo olerlo. Usaba palangana y tenía un arcón en el dormitorio donde yo dormía lleno de cobertores y comida. Legumbres y aceite, sobre todo. Por si venía otra guerra, explicaba. Dios quiera que no conozcáis vosotros una guerra, apostillaba. Había orinales bajo las camas y colchones de lana donde te hundías hasta desaparecer. Era agradable dormir las amanecidas en esa luz dulce que entraba por el ventanuco.
Mi abuela no usaba gas. Hacía cocido en una lumbre. Y lavaba en una tabla con Nieve al lado del pozo de la mano negra donde nos tenían prohibido asomarnos. Olía a alcanfor siempre que abrías un armario. Se peinaba cuando salía el Papa en la televisión y despedía al presentador del telediario como si pudiera escucharla. Quede usted con Dios, le decía. Y apagaba la tele.
Mi abuelo pasaba las tardes echando la partida en el bar de Constante o en el melonar a la sombra de un chamizo con otros viejos. A veces me llevaba y les escuchaba hablar del tiempo y otras cosas. Fumaban Mencey y se reían con los chistes verdes. Un día, uno de ellos contó algo de la guerra. Mi abuelo no dijo nada. El hombre es del bar y de la calle, la mujer es de su casa y sus hijos, sentenciaba mi abuela.
A mi abuela la visitaban: Paula la Zapardiela, la Boni, la Cristina y la Petra. La primera blasfemaba, la segunda era pícara y gorda, la Cristina llevaba pañuelo en la cabeza cuando venía de la huerta y la última siempre iba con prisas porque llegaba su marido de la obra. La Petra era recogida, discreta; de pómulos marcados, un rostro de hambre y guerra. Destilaba una pobreza digna y abnegada en su mirada de simio inocente.
Mi abuela cosía por las tardes con la Singer, que estuvo escondida durante la guerra. Mientras pespunteaba, Elena Francis aconsejaba: querido Capricornio de Manresa, si la quieres, la respetarás. En la guerra quitaban todo, me contó una de esas tardes. Un día volvía del lavadero y en la casa de un rico, a través de una ventana abierta, pudo ver su alcoba de casada. La cama, las mesillas y la cómoda. Y el palanganero. Eso me contó, y luego se calló un buen rato.
Un día llegó una carta certificada. Era una medalla para mi abuelo. De la guerra. Y mucho dinero. Mi abuelo dijo que le reconocían algo, que debía haber sido cosa de Felipe González. Mi abuela se puso a llorar. Manda cojones, Ángeles, después de los años, dijo mi abuelo. Luego la besó en la frente y me dio vergüenza. Bendito sea Dios, Ambrosio, que no venga otra guerra, dijo mi abuela.
El tiempo parecía haberse quedado atrapado entre aquellos gruesos muros de tapial. Remansado y pacífico, antiguo. Un tiempo de alcanfor. Ellos mimos parecían atrapados allí. Mi tío les llevó una vez de viaje, por eso había una foto en blanco y negro sobre el aparador de la sala donde se les veía a los dos posando en el Monasterio de Piedra. Sólo en esa foto pude verles fuera de su casa. Mi abuela decía que bastante había andado durante la guerra. Mi abuelo que no podía dejar solas a las gallinas. Ve ahí, apoyaba mi abuela.
Cuando nos íbamos, se quedaban los dos en la puerta hasta que el coche desaparecía calle abajo, hasta que giraba por la calle Ancha. Entonces, yo me volvía y les veía como dos acentos trazados sobre el muro de cal. Y aún me parece verlos allí de pie. Despidiéndose.
Finalistas
Pan de muerto
La muerte no es la ausencia de vida, la muerte es el silencio. Concretamente el silencio de la soledad no elegida. Cesáreo Velarde no recordaba la última vez que habló con una persona, allá en su confinamiento forzoso. Tampoco conseguía evocar cómo se sentía el tacto de una mujer, y apenas conservaba un recuerdo vago del olor que tenían. ¿Cuántas semanas, meses, años, llevaba en su casa? ¿No se encontraba solo incluso antes del coronavirus? Su memoria se había deshidratado junto con su piel, ennegrecida por el sol de la infancia.
Se había jubilado hace muchos años, pero mantenía la tradición. Sus manos artríticas ya no amasaban como antes, pero todavía podían hacer un esfuerzo para comer el mejor pan de muerto de todo Malasaña. Dando forma a la harina con el agua de cempazuchitl, sobando la masa hasta que adquiriera la ligereza y elasticidad deseada. Luego añadiendo pequeños detalles, la ralladura de limón, el toque de leche, la mantequilla fresca, el roce de azahar. Por último, añadiendo en cruz las cuatro canillas en homenaje a los dioses Tezcatlipoca, Tlaloc, Quetzalcóatl y Xipetotec; y la bolita en el centro, que siempre le gustaba pensar que hacía referencia a él.
Por eso celebraba su cumpleaños siempre ese día: Día de Muertos. Entonces se preparaba un pan, sobre el cual depositaba una vela, y se cantaba a sí mismo cumpleaños feliz. Acostumbraba a dar grandes palmas, con espíritu festivo.
Ese día incluso se sentía acompañado.
(…)
—Los ancianos apenas demandamos alguien que nos arrope, una presencia con quien compartir calor. Este cansancio añoso precisa ternura, no sexualidad. Su juventud no lo entenderá, pero hay un tiempo en que todo fatiga, hasta conocer nueva gente supone un esfuerzo trabajoso. Observe nuestra piel hojaldrada, nuestros ojos entrecerrados, los movimientos lentos de quien sabe que la vida es un paréntesis, una tregua entre nadas, un rato de aliento sobre las ruinas. Cumplir años es diabólico. ¿Quiere usted despedir amigos? Sume años y verá. Sí, joven, los ancianos fuimos vosotros; o lo somos aún, ocultos tras este espejo deformante que provoca rechazo. Escúcheme usted y recele de un futuro colmado de miedos. Teme la longevidad, muchacho, porque cualquier mañana prolongado es una maldición.
Césareo Velarde hablaba a la nada.
A las paredes de su casa.
A la escayola.
(…)
La bodega apenas era un agujero excavado en la tierra seca, las viñas unos alambres de los que colgaban unas uvas descarnadas. Pero Cesáreo tenía vino. Pero Cesáreo tenía sombra.
Ningún concurso premiaría ese vino, sin embargo él se sentía dichoso descendiendo a su bodega, introduciendo su copa en la vasija de inoxidable y bebiendo un vaso de su caldo: turbio, rosado y de graduación incognoscible. Allí dejaba que el vino ejerciera su prístina labor de hacernos recordar.
Pero nuestros recuerdos siempre son pasionales, jamás objetivos, ¡ay!, y poseen la capacidad de volver a azotarnos en el presente. Del río de la infancia, ¿recordaba el contorno de las rocas o la felicidad al zambullirse? De aquel amor roto, ¿recordaba el rostro amado o el dolor de su corazón? Huellas garrapateadas en nuestra emoción, nostalgias fósiles, gigantes huellas de paquidermo sobre la superficie de nuestra piel. Fondos anóxicos donde a menudo es difícil respirar, reflexionaba Cesáreo. Así, la memoria del dolor convive con la del esplendor, el rencor con la gratitud. Afortunadamente, como señaló Borges, la memoria también está hecha en buena parte de olvido.
Olvido que impide que los fantasmas nos devoren.
Olvido que, maldita fuera su huella, con ella no le alcanzaba.
Ella se llamaba Guadalupe.
En la garganta de Cesáreo se formó una tristeza ferruginosa.
(…)
Ha anochecido y el pan de muerto está listo. Horneado y esponjoso. Todavía caliente, su olor evocando el del vientre amado. ¿Cuántas copas se ha servido hoy? Definitivamente demasiadas.
Dicen que arrastra cadenas quien es incapaz de olvidar, ¿pero acaso existe el olvido? Cesáreo regresaba a su eterna cantinela, la memoria es prima hermana del despecho. Quien más quien menos arrastra yugos afectivos, pesadas losas de frustración. Todos acarreamos con el indeleble fardo de una historia de amor que salió mal, un amor torcido, fallido, traicionado, un amor que quizá no llegó a ser consumado (esto es irrelevante a ojos del soñador). El amor imposible imposibilita su fin, la inconsecuencia es un nevero. Pero ¿para qué tanto lamento? ¿De qué sirve imaginar otro camino, otro rumbo, conversaciones que nunca tuvieron lugar? Labor pueril, voces hueras —nuestras propias voces— que no sabemos desoír.
Recurrente pensamiento circular, tú.
Tú que ahora no eres más que palabras y vino y olor a pan.
Tú, Guadalupe.
Cesáreo regresó a la bodega a servirse otro trago.
(…)
La muerte no es la ausencia de vida, la muerte es el silencio. El pan hacía rato que estaba frío, su masa endureciéndose como un corazón rechazado. Cesáreo dormía un sueño sin sueños en la profundidad de su bodega, lejos de los arrecifes del desasosiego, lejos del miedo al virus, lejos del recuerdo temido.
Evocar es un albur, sin embargo ese día se había sentido menos solo.
Menos muerto.
Eladia
Cuando Eladia tenía once años, su padre le advirtió que no fuera a la escuela por el camino de las cigarras, que había un muerto en la cuneta. Al día siguiente ya ni siquiera abrió la escuela, y a ella la metieron de rolla en casa de don Armando, el boticario, pese a la guerra.
En aquel pueblo de Tierra de Campos no vieron al ejército, pero sí hubo sacas, presos y huídos. En la cuadra de su familia, emparedado en un pequeño hueco de tablones tapado con estiércol, su padre mantuvo escondido a un pobre hombre que llegó a la granja exhausto y malherido. Lo curaron como pudieron, con los conocimientos simples de la gente del campo, repartieron con él su escasa comida y, cuando pasados unos meses recuperó las fuerzas, reemprendió la fuga una noche sin luna, sin despedirse ni comprometerles.
La paz llegó como pasó la guerra, sin ruido apenas, y las misas, las mantillas, los desfiles y las cartillas de racionamiento se abrieron paso sin dramas en un pueblo acostumbrado a obedecer. En esos años, Eladia se enamoró de un joven guapo y trabajador, pero con un carácter de mil demonios. «Paciencia te doy, hija mía», le dijo su suegra el día de la boda, «porque no sabes el genio que tiene».
Ambos trabajaron de sol a sol, en la fábrica de harinas por las mañanas y en la huerta por la tarde. Levantándose de madrugada para dejar el puchero al fuego antes de salir a arrancar lentejas, a regar con la mula o a escular remolacha. Y a la noche, con las manos cortadas y el cuerpo dolorido, Eladia cosía y remendaba a la luz de la única bombilla de la casa, mientras paría hijos y veía morir a algunos sin tiempo para ponerles nombre.
En los años sesenta el éxodo rural los llevó a la ciudad. Eladia fue muy feliz en aquella casa de arrabal a una hora y tres puentes de camino hasta el centro de la ciudad, con agua corriente, lavadora y hasta televisión. En la pequeña capilla obrera del barrio casó a su hija, y sobre la mesa de formica de la cocina le sirvió a su hijo la que creyó que sería su última cena, instantes antes de que llegaran a buscarlo para regresar al cuartel, un veintitrés de febrero de 1981.
Con la democracia, todos prosperaron. Vio a sus nietos mayores graduarse en la Universidad. Crió a los más pequeños, porque los tiempos cambiaban y las nueras trabajaban y no podían hacerse cargo de ellos.
Eladia, desde su ventana, vio pasar la gente, las modas, el mundo.
Enviudó mayor, y lloró y se puso de luto, y echó de menos con dolor a su único compañero de vida, aunque cuando le preguntaban por él meneaba la cabeza con pesar y murmuraba «hay que ver, cómo era… qué genio sacaba a veces…».
Cuando cumplió ochenta y ocho años, y ya no recordaba qué pastillas se había tomado y cuáles no, pidió a sus hijos que le buscaran plaza en una residencia de ancianos. Una bonita, con un patio fresco en el que resguardarse del sol y un salón grande para jugar a las cartas con las amigas. Hizo su maleta, tomó su andador, cerró la puerta con llave y se despidió. «Coged lo que queráis», les dijo a sus nietos, «todo lo que hay dentro siempre ha sido vuestro».
Eladia ha vivido feliz en su residencia. Ha cambiado el andador por una silla de ruedas y sólo le pide a la vida que le moleste lo menos posible. Ahora su ventana da a ese patio que tanto le gusta, que se abre al portón de entrada y desde allí a la carretera que serpentea los campos hasta el horizonte. En estos meses, sin embargo, siente que ha visto demasiado: un trasiego constante de ambulancias, tripuladas por astronautas o extraterrestres, y más coches fúnebres de los que creía que existían en esa ciudad diminuta y provinciana, cargando innumerables féretros, día tras día, cada uno de ellos albergando un amigo del que ya no podrá despedirse.
Ella, como el resto de los residentes, también se ha contagiado. Ha dado positivo, le han dicho, pero no sabe muy bien en qué. No tiene tos, ni fiebre, ni se siente cansada. También le han dicho, aunque no lo entienda, que es asintomática, pero que debe permanecer aislada en su habitación, de donde ya se llevaron hace tiempo a Sofía, su compañera, la que llegó llorando el primer día y a la que enseñó a disfrutar de aquella vida diferente y tranquila.
Nunca imaginó que cumpliría noventa y cinco años en pleno Apocalipsis, sin abrazar a sus hijos ni a sus nietos, ni que todos ellos pasarían miedo, tanto miedo como el día en el que ella cambió el camino a la escuela por no toparse con un muerto.
La memoria de Remedios
Como tantas noches desde hace meses, después de calcular que su estómago había completado con éxito la digestión de la pieza de fruta y el yogur desnatado clesa, Remedios se retiraba a paso resignado a su minúscula habitación de la residencia en compañía de la cuidadora de turno. Antes de acostarse tenía la mujer la sana costumbre de reordenar lo ordenado y pasar un trapo y un multiusos a los pocos enseres del básico rectángulo que ahora definía su vida. Ya estaba en la cama dispuesta a apagar la luz y descansar cuando vio una diminuta huella en el pie mismo de la lámpara de la mesita, sacó del cajón un pañuelo de tela Guasch, sus favoritos, exhaló vaho sobre el metal dorado y comenzó a frotarlo con ánimo casi masturbatorio.
Como consecuencia de la fricción o de la imaginación de la anciana, eso poco importa, surgió en el haz luminoso de la lámpara un espectro etéreo y verdoso de apariencia bonachona que desperezándose trataba de adaptarse a su nueva dimensión —¡Jesús, a estas horas!—. Remedios no se inmutó con la súbita presencia, ni tampoco el genio pareció reprocharle su falta de entusiasmo.
—¿Sabe por qué estoy aquí? —preguntó el rechoncho «fenómeno».
—No tengo ni idea ¿trabajas en la residencia?
—Soy el genio de su lámpara y como me ha liberado puedo concederle tres deseos.
—Solo necesito uno —dudó Remedios, que pareció entristecer de pronto—. Me gustaría ver a mi marido, a mi Abel, Abel Monteagudo Pérez.
—Su marido ya no está aquí. ¿Entiende lo que implica poder verle?
—Supongo que sí. ¿Puedo pedirte tiempo para pensarlo?
—Claro, si así lo desea, pero le quedarán solo dos. ¿Cuánto tiempo necesita?
—No sé, ven mañana…
Volvió solícito al día siguiente, restándole a la buena señora minutos de siesta y dispuesto a otorgar lo prometido cuanto antes.
—Buenas tardes, Remedios. ¿Ha pensado usted lo que quiere pedir?
—¡Ay! hijo mío, creo que no sé quién eres ¿de qué me hablas? ¿pedir qué?
—Esa memoria, doña Remedios —protestó el genio impaciente—, mire, si quiere puedo devolvérsela, puedo devolverle la juventud y aún le quedaría un deseo ¿Qué me dice?
—Me gustaría ver a mi marido…
—Si, a su Abel, ya lo hablamos anoche. Eso es muy complicado entiende, soy un genio con ética.
—¿A lo mejor, si me das la juventud, podría volver a verle?
—Ummm… no sabría decirle, supongo que sería cosa del azar. Pero conocería a otros hombres, de eso estoy seguro ¿quién sabe? Tal vez a Paul Newman.
—¿Puedo pedirte tiempo para pensarlo?
—Claro —contestó resignado—, pero solo le quedará un deseo, espero que se aclare. ¿Cuánto tiempo necesita?
—No sé, ven mañana…
…
—¡Buenos días, Remedios! ¿Cómo ha pasado usted la noche? ¿Tomó ya las pastillas? A ver, ese termómetro. Sabe quién soy ¿verdad?
—Si, el geniecillo de la lámpara. Viene a darme la juventud, pero quiero otra cosa.
—Claro mujer —sonrió el doctor—, si está hecha una moza ¿qué se le ofrece?
—Quiero mis recuerdos.
El hombre la miró con sincera ternura sin saber si la entendía a ciencia cierta.
—Claro, Remedios, en eso estamos: ¡Deseo concedido! (Pasaron unos segundos…) Pero tiene que tomarse las chuches.
La canción del huerfanito
Hace más de setenta años que falleciste, pero aún oigo tu voz: «Cántame, Beni, siéntate aquí y cántale algo a tu padre». Yo me acercaba deprisa, me encaramaba por tus rodillas y rodeaba tu torso que me parecía inmenso, aunque no debía de abultar ni la mitad que el mío ahora. Con timbre melancólico, entonaba tu canción favorita, la de aquel niño que, en cueros y descalzo, lloraba por las calles porque no tenía madre. Tus ojos, uvas danzarinas, no tardaban en derramar unas lágrimas gordas que se te acumulaban en las bolsas.
—Pepe, eres peor que los chiquillos —decía mamá desde la lumbre, envuelta por el aroma a chorizo y cebolla que desprendía algún guiso—. ¿Para qué mandas a la cría que cante si te pones a llorar como una madalena?
Tú te levantabas, me dejabas en el taburete y la sorprendías con un beso.
—Que nos ven los críos, hombre —decía al tiempo que te daba un empujón.
Yo os miraba, iluminados por la claridad primaveral que entraba por las ventanas junto al trino de los pájaros y los ladridos de algún perro lejano, y me parecía que así debían quererse todos los matrimonios del mundo.
Aunque éramos siete hermanos, gracias a tu trabajo de soldador en la mina vivíamos desahogados. «Soldador de primera» te llamaban aquellos a los que hacías favores por los que pedías a cambio una caja de Ideales.
—Debes cuidarte, te vas a matar —decía mamá cada vez que te sobrevenía un ataque de tos seca que te dejaba sin respiración.
—Pero, Nati, ¿no será mejor vivir cuarenta años feliz que sesenta a disgusto? —contestabas, ya con otro cigarro prendido.
Llegó un momento en que la tos no te dejaba dormir. El doctor dijo que estabas quemado por dentro y la única alternativa era enviarte a un hospital de Madrid que pagaba la mina para sus trabajadores. A los pocos días partiste hacia la capital, no sin antes subir a nuestra habitación y despedirte con un mensaje al oído: «Beni, no dejes de cantar el huerfanito», que se me quedó grabado junto a tu olor a tabaco, tus ojos danzarines y el calor de tu mano sobre mi frente.
Mamá fue a verte. Sufrió para conseguir el billete de tren; su hermano Antonio —al que le habías regalado aquel torno de madera que habías hecho para ti y que le había fascinado—, dijo que no le prestaba dinero para ir a ver a «ese borracho». Yo sé que te gustaba el orujo y que, cuando tardabas en llegar a casa y te esperábamos para darte un beso de buenas noches, había una contraseña con la que nos avisabas de tu estado: si en vez de los cinco golpes alegres en la puerta, sonaban dos, antipáticos y fuertes, ya sabíamos que tu presencia luminosa se había empañado por el alcohol y mamá nos decía: «Venga a la cama que papá viene un poco mal, ya mañana le dais el beso» y subíamos la escalera corriendo. Pero yo me agazapaba en el rellano y, mientras pegaba la nariz a la madera para absorber el aroma a roble y pasaba las manos por la suavidad de la baranda, te escuchaba murmurar: «No tengo hambre, Nati», y mamá te decía: «Pues a dormir, que mañana hay que madrugar», te llevaba de la mano y hasta te descalzaba como al niño que en ocasiones me parecía que eras. Eso ocurría cuando bebías orujo, así que no entendí por qué el tío Antonio te llamaba borracho como si fuera algo terrible y nunca le perdoné lo que le hizo a mamá. Al final, el dinero se lo prestó su otro hermano, Juanito, que la acompañó a Madrid. Al volver, mamá nos contó que te habías empeñado en quedarte con sus zapatos, como había llevado dos pares, te dejó unos junto a la cama. Y yo pensé que cuando volvieras la calzarías, como en una especie de ritual para que supiera que, a partir de entonces, serías tú quien cuidaría de ella y nunca más tendría que descalzarte.
Tres semanas más tarde, se presentó en nuestra casa Carmen, la vecina cuyo marido había muerto hacía unos días en el mismo hospital en el que estabas tú.
—Te acompaño en el sentimiento —dijo mamá. Invitó a Carmen a sentarse a la mesa de la cocina y le ofreció café, pero la mujer, con los hombros encogidos, dijo que solo quería un vaso de agua. Mamá corrió a cerrar las ventanas porque comenzó un aguacero que impregnó la estancia de olor a tierra mojada, cogió a la nena que entonces tenía tres años y se sentó junto a la vecina.
—Nati, lo siento tanto. ¡Fue un error! —dijo Carmen tras dar un sorbo. Mamá sacudió la cabeza—. Era Pepe, el muerto era tu Pepe ¡Confundieron los nombres!
Mamá se levantó y deambuló acunando a la nena con expresión cérea mientras Carmen nos contaba que ellos acudieron a tu funeral, vieron cómo te introducían en uno de esos nichos donde nadie dejaría flores y te compraron unas pocas. Nunca hemos sabido dónde está tu tumba.
Teñimos la ropa de negro y el tinte se filtró por nuestra piel. En la de mamá debió de entrar más profundo, debió de emponzoñar su cerebro, porque perdió la razón y solo aguantó viuda nueve meses.
La canción del huerfanito cobró más sentido que nunca. No la he dejado de cantar, tal y como me pediste el último día que vi tus ojos danzarines hundidos por el insomnio. Y así llevo toda la vida; hoy, con ochenta y siete años que tengo, la he cantado con la ventana abierta para que las notas os alcanzaran y os susurraran que no falta mucho para que deje de ser esa huérfana descalza que nunca ha encontrado unos zapatos tan hermosos como los de su infancia.
Bizcocho para tres
—Hija, tráeme unas naranjas cuando vengas. Y levadura, que quiero hacer un bizcocho.
—Levadura no sé si podré. Está agotada en todos lados.
—Bueno, si no, da igual. Ya celebraremos tu cumpleaños cuando haya pasado esto.
Después de colgar, Adela coge un libro y se pone a leer. Está cansada de la tele. A veces pinta en un cuaderno de colorear que le trajo su hija. «Libro de colorear para adultos» pone en la portada. Será para que no nos sintamos como niños. El equivalente al «Para hombres» de las cremas faciales.
A las siete empieza a preparar la cena. No tiene mucha hambre, pero así se entretiene. Echa de menos pasear, ir al huerto, las visitas de las vecinas… Desde que enviudó, al menos tenía esa compañía. Después de cenar ve un poco la tele, pero para las diez y media ya se ha quedado adormilada en el sillón. Se acuesta antes de las doce.
Por la mañana se despierta temprano, pero se levanta tarde. Sobre las diez. Hace frío fuera de la cama y, total, tiene todo el día por delante. Desayuna, se asea, friega la loza y limpia el suelo. También saca pan del congelador. Hoy no tiene que cocinar; le quedan lentejas de ayer en la nevera.
Después de comer ve el concurso de los sabios esos, se echa una siesta y, sobre las cinco, recibe la llamada diaria.
—¿Pudiste comprar lo que te encargué?
—Sí, hasta la levadura. El sábado, cuando ya empiece a relajarse el confinamiento, te lo llevo todo.
—Dos días faltan, ¿verdad?
—Sí, dos.
Hablan un poco más, pero tampoco hay nada nuevo que contar.
Cuelga. Lee. Pinta. Cena. Duerme. Desayuna. Se asea. Limpia. Come. Ve la tele. Recibe una llamada. Pinta. Lee. Cena. Duerme. Desayuna. Se asea. Limpia. Come. Llaman a la puerta.
—Hola, mamá —saluda su hija sin acercarse a darle un beso.
—¡Qué cargada vienes! No hacía falta que trajeras tanta compra.
—Es mejor, así reponemos lo que se te ha ido gastando estos días.
Madre e hija charlan un rato más. Como todos los días, pero esta vez en persona en lugar de por teléfono por primera vez desde hace casi un mes. Durante el confinamiento han intentado espaciar más las visitas para evitar riesgos, claro.
Antes de volver a despedirse de su madre se asegura de que todo está en orden: la ropa limpia (se las ha apañado para poner la lavadora), suficientes píldoras en el pastillero y la compra recogida.
—Te he traído también un poco de arroz con verduras que hice ayer; así ya tienes la comida para mañana. Te lo he dejado en el frigo —le explica—. Bueno, ya me voy. El próximo sábado vuelvo. Avísame de qué necesitas que te traiga. Ya he apuntado el jabón de la lavadora —añade.
—Sí, yo te aviso. Ve con cuidado. Tú que puedes salir.
Con su andador en un piso sin ascensor, salir a la calle es igual de imposible ahora que se han relajado las medidas de confinamiento que antes. Al menos ya tiene levadura y Teresa, su vecina del piso de enfrente, podrá visitarla. Jugar a la brisca las mantiene entretenidas. Hará un bizcocho con chocolate por la mañana para acompañar al café antes de la partida de cartas. Y otro el sábado, para compartirlo con su hija.
Que tu presencia no la cambio por ninguna
Desde los primeros días del confinamiento me fijé en su ventana.
Espero que nadie piense que soy un fisgón que mata las horas espiando los bloques de enfrente, pero el estado de alarma y los límites de mi ático me acostumbraron a buscar un panorama más amplio por encima de los tejados. Pasadas las ocho y con el eco de los últimos aplausos todavía en el aire, me habitué a quedarme apoyado en el alféizar viendo declinar la luz entre chimeneas de ventilación y antenas.
Una tarde advertí un movimiento que llamó mi atención por su fluidez e insistencia. En la sexta planta del edificio donde está mi farmacia de confianza, un hombre bailaba solo en su salón. Había despejado el espacio apartando una mesita y varias sillas a una esquina. Le calculé más de setenta por su cráneo mondo, el bigote cano y ondulado, la espalda cargada y el abdomen que excedía la cintura de un pantalón de pana mal planchado. Pronto vi que en realidad no bailaba solo, sino que lo hacía abrazado a un cojín. Trazaba círculos amplios y precisos a las órdenes de una melodía que yo no llegaba a escuchar por la distancia. Quizá un vals, pensé aquella primera vez.
La tarde siguiente llegué a tiempo para ver los preparativos del anciano. Sus movimientos me parecieron torpes y trabajosos, poco o nada que ver con la elegancia y expresividad del presunto vals del día anterior. Primero liberó de obstáculos la pista improvisada y luego se entretuvo delante de una estantería abarrotada de discos, mirando indeciso por encima de sus gafas. Por fin eligió uno, lo extrajo de una carpeta cuya carátula no llegué a distinguir y lo colocó en el plato de uno de esos aparatos voluminosos y negros que ya casi no se ven en las casas, desplazados por dispositivos minúsculos y digitales. Me sorprendió ver que hacía una llamada de teléfono y que esperaba unos minutos antes de bajar la aguja del tocadiscos. Y desde mi ventana me maravillé al verlo de nuevo danzando con su cojín, transportado por una música silenciosa que volvía ligeros sus pies y atenuaba la gravedad para sus piernas arqueadas. El balanceo de caderas y sus avances y retrocesos sobre el parqué me hicieron sospechar un ritmo caribeño. Un merengue o una bachata, puede que un vallenato.
Tardé un par de días en deducir el motivo de la llamada que el anciano hacía antes de dar el primer paso. Se me ocurrió recorrer con la mirada todas las ventanas que se alcanzaban a ver desde la mía, emocionado por si la casualidad favorecía mi expectativa. Casi di un brinco al localizarla en el segundo bloque hacia la derecha, tercera planta. El salón era muy parecido al de mi bailarín. La mujer tendría también más de setenta y bailaba junto a una alfombra enrollada, sujetando con ambas manos una revista. Sonreí al pensar que ella —quizá más recatada con su collar de perlas y su imperfecta permanente sin mantenimiento de peluquería— prefería respetar la distancia con su compañero de baile, mientras que él se arrimaba sin sonrojo al cojín.
En el barrio hay una academia de baile. Imaginé que el camino de mis danzarines se habría cruzado al asistir a alguna de sus clases. O quizá ya eran amigos previamente, o puede que solo conocidos y que fuera después cuando, quién sabe, se convirtieron en algo más. El caso es que allí estaban aquellos dos ancianos bailando cada atardecer tan cerca y tan lejos uno del otro, conmigo como embelesado testigo de sus evoluciones.
Al día siguiente podría contemplar la operación completa, así que decidí asomarme con el teléfono preparado.
A la hora prevista alterné vistazos de una ventana a otra y los vi apartando muebles y alfombra en sus respectivos salones. Esta vez fue la mujer quien eligió un disco —compacto, ella era más moderna que él— y llamó para comunicar la elección. Él buscó entre sus vinilos y no tardó en disponer uno en el tocadiscos. Ambos miraron el reloj y empezaron a bailar en perfecta sincronía. Él avanzó con el pie derecho y ella retrasó el izquierdo, cada uno complementando el paso del otro en sentido opuesto. La cadencia y morosidad de las figuras me hizo pensar en un bolero.
A mi cabeza acudió un título de Armando Manzanero, Contigo aprendí.
Busqué la canción y la reproduje en mi teléfono sin dejar de mirar las dos ventanas que se abrían al ensueño de la pareja de ancianos bailarines. Él rodeaba con delicadeza la cintura del cojín. Ella inclinaba la cabeza y quise imaginarla apoyada en el hombro de él. Y los pasos de una —aunque sin temor ni prisa— huían de los del otro, que nunca llegaban a alcanzarlos. En aquella persecución que se ajustaba a la música de mi teléfono había algo mágico que me conmovió.
Cuando llegó la línea que dice aquello de que tu presencia no la cambio por ninguna, se me anudó la garganta. Recordé las cifras de los telediarios y el impacto de la crisis en la generación que nos entregó envuelto con un lazo el mundo que conocimos. Con nuestros mayores, pensé, podía perderse también esa forma de bailar. Porque ni sus hijos ni sus nietos sabríamos hacerlo con tanta honestidad. Mirando a los ojos del otro —o capaces de imaginarlos cada uno en su salón— para adivinar en lo más profundo del noble cerco de arrugas y pliegues toda la vida que hay detrás. Todas las vidas.
Y desde mi ventana solo pude desear que pronto el cojín y la revista volvieran a serlo, y que de nuevo mis bailarines confinados se enlazaran en el hechizo perpetuo de un bolero piel con piel.
Porque quizá un bolero miente cuando se lo escucha pero, cuando alguien lo baila así, no cuenta nada más que la verdad.
Croquetas en la distancia
Desde que empezó el confinamiento que la niña está más estresada. Antes, cuando no se hablaba de fases ni de distancias sociales, la llamaba y si no me contestaba sabía que era porque no podía. Quizás Matías estaría chinchando a su hermano o Lucas habría hecho alguna de sus trastadas. O bien descolgaba y me decía un mamá te llamo en un minuto; que bien sabíamos las dos que se iba a convertir en un mensaje a las once de la noche. Ahora siempre me contesta.
Cuando era pequeña decía que quería ser maestra, ¿la recuerdas con su pizarra? Y cómo se empeñaba en explicarme el funcionamiento del Cuponazo de Carmen Sevilla —qué guapa la puñetera—, que yo era incapaz de entender. ¿Por qué los viernes el premio era mayor? En todo caso, ella era una cría y acababa impacientándose.
Tengo la nuez moscada rallada —ese es el secreto en realidad-, la harina preparada, la leche, la mantequilla, los taquitos de jamón y la cebolla, también rallada -otro de los trucos—. Lo he hecho ya hace un rato, Paco, cuando me he acordado de ti. ¡Ah! Y su poquita de sal y pimienta. Ya me está llamando, a ver si esta vez atino a la primera.
—¡Hola hija! ¿Aún no te has teñido?
—¿Para qué mamá? Si no salgo.
—Estás guapa igualmente. Me gusta cuando te recoges el pelo en un moño, me recuerdas a Carmen Sevilla. ¿Y los niños?
—Matías está con los deberes de inglés y Lucas haciendo un puzle.
—¿Has preparado los ingredientes como te dije?
—Sí, lo tengo todo aquí, ¿lo ves? A punto para que me expliques el secreto de tus croquetas.
—Pero si me has visto hacerlas ciento de veces.
—Ya, pero nunca por videollamada. Enfoca mamá, que estoy viendo el techo de la cocina.
A ritmo de cuchara de palo yo no callo y ella escucha. Como cuando de pequeña era ella la que no paraba de hablar y yo tenía miles de cosas por hacer. Ahora es Lucas el que aparece llorando porque dice que al puzle le falta una pieza. Y Matías, que dónde está el diccionario de inglés. Ella, con extraordinaria habilidad y sin dejar de remover la bechamel, calma a Lucas y le dice que la pieza está debajo de su cama —y está—, y a Matías que coja el diccionario del segundo estante a la derecha.
—Ahora recuerda que para freírlas el aceite debe estar bien caliente e ir dándoles vuelta y vuelta, sin dejar que se quemen por ningún lado.
—Vale.
—Y mándame luego una foto.
—Claro.
—Y de los niños.
—Mamá… hoy sería el cumpleaños de papá.
—Ochenta y dos.
Creo que liaré las croquetas mañana, hoy ya estoy cansada. Me apetece encender la tele sin mirarla. Menos mal Paco que no has visto la que hay liada. No hubieras podido salir a fumar tu purito diario a la calle. Y en la ventana no habrías podido, el vecino no está para muchas gaitas ni humos tampoco. Eso sí, cada noche a las ocho sale a aplaudir a los sanitarios, a esos a los que él llama vagos y funcionarios cuando no tiene miedo. ¿Sabes? Me paso el día revisando fotos que la niña me envía de nuestros nietos, te asombrarías al ver cómo manejo este cacharro. De perfil tengo una tuya y mía, del día de nuestra boda. Mira, ahora me ha llegado la foto de las croquetas, ha hecho cuarenta, que me lo ha dicho. A ver si a mí me salen cuarenta y dos y así seguimos sumando. Feliz cumpleaños Paco.
Desorden familiar
Hace tiempo que los días se parecen demasiado unos a otros y en la cabeza del viejo, que lleva ya varias semanas varado en el sofá, se empiezan a mezclar rostros, fechas y lugares, con la televisión de fondo. Al nieto, que se llama Andrés y es una fotocopia en color del hijo, ahora lo llama Joaquín, y a Joaquín, en cambio, lo trata de usted. Cada vez que la nuera le acerca un vaso de agua para que se tome las pastillas, él la invita a bailar y le lanza un piropo. En los últimos días solo canta viejas coplillas y ya no habla más que de mulos y simientes, de arados y mieses. Todos se empeñan en sacarle continuamente de sus errores, menos el chaval que sin saber muy bien por qué, quizás porque ya se ha cansado hasta de jugar a la play, ha comenzado a seguirle la corriente. El tono sepia ha acabado por impregnar las paredes del salón y, al final, todos han aceptado de buen grado el caos familiar. Ahora el hijo es el padre; el nieto, el hijo; y la nuera, la mujer. Algún día terminará el confinamiento y recuperarán el orden familiar, pero mientras tanto el abuelo ha vuelto a sonreír.
Cielos
Tantos muertos durante la pandemia, tantos, que hubo que organizar los cielos. Los mayores al cielo de los perros, que ya no hay sitio en el de los hombres. Sin duda, allí serán felices los suicidas octogenarios que desafiaron tantas veces a la muerte, los sabios más por viejos que por diablos, los artríticos lentos como tortugas, los curtidos lobos de mar, los valientes de causas perdidas, las madres de antiguos niños muertos, los audaces sin pelos en la lengua o los tardíos deportistas extremos. No recibirán ni un ladrido reprobatorio y solo se les exigirá una conducta medianamente canina, como amarse a mordiscos, redimirse a lametones o revolcarse en el consuelo. Habrá ciertas normas, eso sí. No podrán perseguir gatos. Pero, como decía mi abuelo, ningún paraíso es perfecto.
La cama
Todo pasó muy rápido. Recuerdo que estaba sentado en el patio dejando que me diera un poco de sol, cuando escuché el chillido de los frenos de un auto y después alaridos y patadas en la puerta. Son ellos, me dije, han vuelto por mí.
Las piernas me temblaban, no me dejaban ponerme de pie. Cuando por fin logré controlarlas me dirigí al cuartito trasero, afortunadamente di con el cajón correcto sin mayor dificultad, metí las manos entre los cobertores y las corbatas, y ahí estaba, el revólver corto, justo donde recordaba haberlo dejado.
Regresé al patio. Ahora el fragor venía de la sala o de la cocina, supe entonces que ya se encontraban dentro de la casa pero que aún tenía la oportunidad de escapar por la azotea. Mientras subía los últimos escalones de la escalera de caracol comenzaron a tirarme. Disparé para que se replegaran y corrí detrás del tinaco.
Mientras trataba de identificar el mejor punto para cruzar hacia algún techo vecino, escuché sus pasos subiendo por la escalera, así que me di la vuelta y como si fuera campeón de tiro deportivo le clavé dos plomos en el pecho a uno, el que iba detrás sostuvo el cuerpo por las axilas y después extendió el brazo en el que llevaba la pistola para responder el fuego. Por un instante pude ver sus rostros de frente, eran ellos no había duda, los mismos perros que hace cuarenta años entraron a la casa para llevarse a Estela. Jalé el gatillo de nuevo.
Me arrastré por el piso hacia el borde más cercano con la esperanza de hallarme con una barda o una herrería que me ayudara a continuar la huida, justo cuando estaba a unos centímetros de alcanzarlo escuché una voz que me llamaba por mi nombre, volteé hacia atrás, a cinco metros de mí, uno de los matones de la DFS me apuntaba con su fusil. No me quedaba otra opción, salté por la azotea.
—Hola abuelo ¿cómo estás?, me dijo mi madre que anoche te volviste a caer de la cama. Quisiera poder ir a visitarte ahora mismo, pero bueno, ya sabes que en este momento no podemos vernos, trata de estar tranquilo y de tener paciencia, por favor.
—Sí hombre, solo es cuestión de unos moretones, yo estoy bien, y no te preocupes que yo aquí me hago cargo de que el virus no entre a la casa.
La Dirección Federal de Seguridad (DFS) fue una agencia de inteligencia del gobierno mexicano que existió de 1947 a 1985. Está ampliamente documentado que, especialmente entre la década de 1960 y 1970, sus agentes participaron en el secuestro, tortura, asesinato y desaparición de miles de personas por motivos políticos.
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