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Ganador y finalistas del concurso de relatos #díasinolvidables

Ganador y finalistas del concurso de relatos #díasinolvidables

El ganador del concurso de relatos #díasinolvidables, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, es Antonio Iniesta Ortuño, autor del relato ‘El pasadizo’, premiado con 1.000 euros. Los dos finalistas del certamen, en el que han participado un total de 491 historias, son Jesús Gella Yago —autor de ‘Los veranos sin Lope’— y Francisco Martínez López —autor de ‘Aroma a flaó’—, que recibirán por su parte 500 euros cada una. El jurado ha valorado la calidad literaria y la originalidad de los textos presentados.

El jurado ha estado formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz.

A continuación reproducimos los tres relatos premiados. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.

***

GANADOR

Antonio Iniesta Ortuño

EL PASADIZO

—Dicen que en este piso hay un pasadizo secreto —me susurra Manu al oído.

Yo tardo en responder. Estamos todos en fila, subiendo a ritmo constante por las escaleras del colegio. Es la primera vez que vamos al tercer piso. Hasta el año pasado nuestras aulas estaban en el primero y el segundo, pero ahora que estamos en quinto de primaria nos toca subir más escalones.

—¿Pasadizo secreto? —le pregunto yo.

—Sí, he oído que las monjas lo tenían para poder escapar en caso de ataque.

No nos da tiempo a seguir la conversación, pues apenas entramos en clase el profesor empieza a pasar lista. Es el primer día y hay un ambiente relajado, aún no llevamos el uniforme y el aire tibio de septiembre entra por la ventana. Pasa una clase, y otra, y otra más. Yo no presto mucha atención, mi mente está en otro lugar. ¿Será verdad lo que dice Manu? No suena descabellado. Sé que el colegio fue un convento de monjas hace mucho tiempo. No tengo muy claro qué ataque podían temer para necesitar un pasadizo, pero no es imposible. El edificio rezuma antigüedad a través de sus paredes encaladas y las baldosas de piedra de sus pasillos, ¿por qué no iba a haber un pasadizo secreto en él?

En el recreo, Manu quiere jugar al fútbol, pero lo convenzo para que venga conmigo a explorar el patio. Es un terreno enorme que rodea el colegio por todos sus lados, así que estoy convencido de que el pasadizo del tercer piso tendrá una salida por aquí.

—¿Y cómo sabemos que la salida está en el patio y no en la calle? —pregunta Manu.

—Si estuviera en la calle ya la habrían encontrado los del ayuntamiento —respondo yo con el tono tranquilo de quien ya ha pensado en esa posibilidad, aunque lo cierto es que se me acaba de ocurrir.

Recorremos todas las secciones del patio, concentrándonos en las más alejadas del edificio. En un rincón, junto a una tapia de ladrillos, encontramos un pequeño jardín con una estatua de la Virgen sobre un pedestal. La figura parece antigua, de piedra grisácea —aunque debió de ser blanca en otro tiempo— y con una pátina de musgo y polvo que se arremolina en los pliegues de su túnica. No me cabe la menor duda: si el pasadizo existe, su salida tiene que estar aquí.

Durante un buen rato examinamos la zona buscando alguna pista en las baldosas, en el pedestal, en los ladrillos de la tapia, en los arbustos de alrededor. Los protagonistas de las películas siempre encuentran un resorte que abre una trampilla.

—Aquí hay algo —dice Manu mientras aparta unas piedras del suelo.

Cuando me agacho junto a él, observo una especie de argolla de hierro. Intentamos tirar de ella, pero no se mueve. Ni siquiera se ve si la argolla está unida a una losa. Parece surgir de la tierra, como si hubiera sido enterrada hace siglos.

Los fallidos intentos para mover esa pieza metálica apagan nuestro entusiasmo por el hallazgo. Poco después suena la campana: el recreo ha terminado. Con aire de derrota, caminamos de vuelta al edificio. Yo me giro un par de veces para mirar de nuevo la estatua. Me doy cuenta de que hay un clavel blanco apoyado sobre el pedestal, a los pies de la Virgen. No lo he visto hasta ahora, a pesar de las muchas vueltas que hemos dado alrededor de la escultura buscando pistas. Estaba demasiado concentrado en el pasadizo para fijarme en una flor.

FINALISTAS

Jesús Gella Yago

LOS VERANOS SIN LOPE

Entonces teníamos que esperar en la plaza del ayuntamiento, entre la fuente y el bar. Éramos siete niños en el pueblo —bueno, tres eran niñas— y el Pegaso hacía ruta por el valle. El mío era la sexta parada. Aunque aún estaba oscuro se notaban los nervios del primer día, sobre todo a los pequeños. A mí ya no me pasaba, iba a cumplir diez años.

Me separé del grupo y me senté en el borde de la fuente sin decir nada hasta que llegara el autobús.

El primer año los padres nos habían puesto en guardia: que tuviéramos cuidado con quien nos juntábamos, que si los de tal pueblo eran así, que si los del otro eran asá. Que no nos dejáramos hacer esto, que no hiciéramos nosotros aquello. Al principio nos apiñábamos con los niños que conocíamos, pero un día me senté al lado de Lope en el viaje de vuelta porque me había quitado de encima a unos tontainas durante el recreo. Nunca habíamos hablado, aunque yo sí me había fijado en él. Subía al Pegaso en el tercer pueblo y parecía muy grande porque era dos años mayor. Aquel día me contó chistes muy buenos, aunque los verdes no los pillaba. Nos caímos bien y me gustó que uno de los mayores me hiciera caso. Al final muchos se cambiaban de sitio casi cada día, pero Lope y yo nos quedamos siempre en los mismos. Todos sabían que esos asientos eran nuestros. A la ida Lope se ponía en la ventanilla para mirar la montaña y los árboles y el río. Al volver se conformaba con el pasillo y me cedía el paisaje.

Recuerdo que ese verano lo pasé esperando el nuevo curso para volver a vernos. En casa no teníamos teléfono y el del bar no nos lo dejaban a los críos. Sobre todo echaba de menos los viajes en el autobús. Los chicos del pueblo —¡hasta mis primos!— me llamaban pesado y me tiraban pedruscos cuando íbamos al río porque siempre andaba con que Lope haría esto o diría lo otro.

El segundo fuimos los únicos que buscaron los asientos del año anterior. Lope había crecido aún más y llevaba el pelo tan largo que no se le veían las orejas. El flequillo casi le tapaba los ojos. Yo me sentí ridículo con mi corte a tazón. Lope se pitorreó pero enseguida nos estábamos contando lo que habíamos hecho durante el verano. Él había visitado a la familia de la ciudad, se había bañado en el mar y subido en barco. Estaba moreno de jugar en la playa. Me regaló una caracola y una postal con una chica en bikini que escondí en el libro de Lengua. El segundo curso iba a ser estupendo. Pero un día Lope vomitó en el autobús y se cayó en medio de una clase. Su abuela vino a buscarlo en taxi. Lope empezó a faltar muchos días. Se perdió el último trimestre entero, pero estudiaba en el hospital y en casa. Nos dijeron que estaba muy enfermo, pero yo sabía que solo la gente mayor se pone muy enferma. El teléfono del bar seguía vedado y el verano se me hizo larguísimo. Cada noche me dormía con la caracola apretada en el puño y por la mañana me volvía loco buscándola hasta que la encontraba dentro de la manga del pijama.

Al empezar tercero Lope me asustó de verdad. Cuando llegó el autobús a la plaza y lo vi en la ventanilla ya me pareció que traía el pelo demasiado corto. De cerca me di cuenta de que le faltaba a trozos. Olía diferente, raro. Seguía haciendo chistes como si nada le doliera por dentro y yo le seguía la corriente. Estaba muy delgado, incluso yo parecía más grande que él. Pronto empezó otra vez a faltar muchos días seguidos. Mis padres no me sabían explicar y se ponían nerviosos si preguntaba. Cuando Lope volvió no tenía nada de pelo, ni siquiera cejas. Yo pensaba también que solo la gente mayor se quedaba así de calva. No entendía por qué lo que le daban en la ciudad para curarlo le hacía eso a Lope. Me molestaba la forma de mirarlo de los demás, como si se fuera a romper. El último día que viajamos juntos en el autobús me pidió la caracola. Llevaba un año sin ir a la playa y quería escuchar el mar si se quedaba en el hospital. Pero ya no vino más a clase y no pude dársela. Quedaba medio curso y yo llevé cada día la caracola en el bolsillo, por si acaso. La última semana me peleé con unas chicas mayores que estaban en nuestros asientos. Me ardían las orejas. Creo que me ardieron todo el verano. Lo peor fue que perdí la caracola en el río. Buceaba durante horas pero nunca la encontré. Debió irse muy lejos.

El agua de la fuente me había calado ya la manga del jersey. Miré el reloj del ayuntamiento. El Pegaso se retrasaba. Iba a empezar cuarto y a esas alturas sabía que Lope ya no iba a volver, por eso nadie hablaba de él.

Al entrar el autobús en la plaza vi que había otro niño en el asiento de Lope. Me atraganté de rabia. El nuevo tenía la nariz pegada a la ventanilla. ¿Cómo le habían permitido sentarse precisamente ahí? El Pegaso rodeó la fuente y se detuvo delante del bar. Subí el primero y me planté delante del nuevo. Se iba a enterar. Se iban a enterar todos.

Lo reconocí en cuanto se apartó el flequillo. Aunque no llegaba a taparle los ojos, volvía a llevarlo largo. Me preguntó si le había traído la caracola. Le dije que se me cayó en el río y él me prometió que buscaría otra en la playa para dármela. El autobús entero nos estaba mirando.

Y a mí me dio igual que me vieran reír y llorar y reír.

Francisco Martínez López

AROMA A FLAÓ

Don José, el director de las escuelas nacionales, estaba en el patio de recreo comiendo una manzana a mordiscos mientras observaba el ajetreo de los chiquillos jugando. Mi madre me llevaba casi arrastrando; tenía miedo y me sentía ridículo con aquella cartera de pana, cosida por ella con los retales que le sobraron de los últimos calzones que le hizo a mi padre, quien había fallecido el 6 de septiembre del año anterior. Desde entonces, mi madre había decidido llevarme a Ibiza, donde trabajaban mis hermanos.

El director se quedó mirando a mi madre fijamente, moviendo la cabeza con hastío. Dijo algo en ibicenco que no entendí, pero que sonó a una blasfemia o algo parecido. Ella ya había hablado con él dos días antes y le había dicho que no había plazas disponibles. La población en San Antonio Abad (ahora Sant Antoni de Portmany) se había multiplicado casi por tres entre 1960 y 1967, y no había aula que no tuviera ya cincuenta alumnos. A pesar de la negativa, mi madre decidió llevarme a la escuela aquel lunes, 7 de enero.

—Tú entras a la escuela por encima de la cabeza de Dios, y eso que no existe —mi madre era atea y no lo disimulaba —. Verás cómo hoy no me dice que no.

—Madre, sin cartera de material no voy, además algunos hablan raro…

—Ahora te callas —me cortó mi madre, apretando mi mano con más fuerza mientras nos acercábamos al director, que daba otro mordisco a la manzana. La fruta pareció atragantársele al ver a mi madre, porque de repente la escupió a sus pies. Ella dijo que seguramente fue sin querer, pero yo pensé que lo hizo a propósito, porque ni siquiera se disculpó. Se dirigió a ella de un modo grosero, aunque no entendimos todas sus palabras:

—Senyora, una altra vegada ha tornat? No li he dit que no hi havia places a s’escola? Ni un sol pupitre. No entén cristià?

Mi madre bajó los ojos y miró el trozo de manzana en el suelo, como si fuera una raya infranqueable. No la cruzó, y nos quedamos clavados donde estábamos. Después me miró, casi me estrujó la mano alzándomela para que él me mirase.

—Sí, lo entendí, don José, claro que lo entendí. No hace falta que me lo repita. Nosotros venimos a ver a doña Catalina —indicó mi madre en un tono bajo, casi desafiante—. Nos dijo que tenía un hijo muy bueno, supongo que será su hermano, digo yo. «Mi hijo les hará un hueco, aunque tenga que traer una silla de su casa, porque no es de cristianos dejar un niño tan guapo sin escuela», eso nos dijo…

El director murmuró algo entre dientes que no oímos, y luego hizo el ademán de dar otro mordisco a la manzana, pero se quedó con ella en la mano apenas sostenida por el índice y el pulgar.

—Doña Catalina es mi madre, y yo soy su único hijo —respondió finalmente, bajando la manzana, sin morderla, hasta la altura de su cintura.

En ese momento, se acercó una señora muy sonriente vestida de negro desde las alpargatas hasta el pañuelo que cubría su cabeza. Llevaba faldas largas hasta los pies, calzados con espardeñas. Era la primera mujer ibicenca que vi vestida de payesa. Ignorando a su hijo, se dirigió directamente a mi madre.

—¡Buenos días, doña Vicenta! Llegan un poco tarde, les dije que antes de las nueve y son casi las once…—regañó a mi madre sin perder la sonrisa.

—El chiquillo, que le daba vergüenza venir con cartera de pana, y llevamos más de una hora pateando San Antonio en busca de una cartera de piel, pero que si quieres arroz, Catalina… —terminó mi madre usando una expresión de la Mancha, sin pensar que la mujer que estaba ante ella se llamaba Catalina—. Perdón, perdón, doña Catalina…

—Tranquila, tranquila. No passa res, no pasa nada —respondió la mujer, alternado el castellano con el ibicenco, con la misma sonrisa amable del principio —. Espero que, en lugar de arroz, me haya traído el queso que le encargué a su hija.

Mi madre, que llevaba un bolso de rayas de nailon multicolor, sacó un queso envuelto en papel de estraza, atado con dos tomizas de esparto, enseñándoselo a la mujer, sin entregárselo, lo guardó y sacó otro paquete con aroma a morcillas, también envuelto en papel de estraza.

—También le he traído unas pocas morcillas de la matanza. Las hago yo. Creo que serán las últimas, pues mi hombre ha muerto…

—Josep, sa seva filla és sa que fa es formatge que tant t’agrada… Sa Felipa. Ja has escoltat, s’ha quedat viuda i amb un al·lot petit…

—Mare! Vostè sempre… —dijo el director dirigiéndose a su madre. Luego, ignorándola, me miró a mí—. Tú, vete a jugar, y cuando veas que los otros niños se ponen en fila, vas y te pones en la de don Juan, aquel hombre del pelo rizado. Ya te buscará un sitio donde sentarte, aunque sea en el puño.

—Madre, ¿entonces puedo ir a jugar?

—No —contestó doña Catalina—. Esta mañana no tienes clase, esta tarde sí, y con un poco de suerte, a lo mejor tengo para ti una cartera que no es de piel, pero se le parece, de «skay». Y así te dará tiempo a que pruebes un trocito de flaó que acabo de sacar del horno. Bueno, hace más de tres horas…

Por la tarde, bien repeinado y con una cartera usada de «skay» marrón subía las escaleras que llevaban al primer piso de las Escuelas Nacionales de San Antonio Abad (Ibiza).

Desde entonces, gracias a doña Catalina, busco el aroma del flaó en cada tarta de queso, sin éxito. Y también, gracias al seco y rancio de don José, cada vez que leo la palabra «historia», pienso en él, pues como profesor de la materia, fue el mejor y me hizo soñar con serlo yo también.

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David
David
29 minutos hace

Felicidades a los ganadores.
Nos leemos.