Por fin llegó el gran momento. El pasado domingo fue el último día para publicar en nuestro foro Iberdrola y participar en el concurso #SueñosdeGloria Más de 400 relatos competían por estar en la selección final de las 10 historias que optaban a los premios de esta edición. De mariposas y despertares, de Jesús Gella Yago (Anaqueles abarrotados), ha sido elegido ganador, y Campeones, de Karen M. Paramio, y El sueño de los cien, de Juanma Velasco, como los dos finalistas. El primero se llevará 1.000 euros y 500 euros cada uno de los otros dos autores.
El jurado de esta edición está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.
A continuación reproducimos los 3 textos galardonados.
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GANADOR
Autor: Jesús Gella Yago (Anaqueles abarrotados)
Título: De mariposas y despertares
El nuevo guardia escuchaba con atención las explicaciones del alcaide. Le parecía un comienzo halagüeño que el máximo responsable de la institución se hubiera ofrecido a mostrarle las instalaciones. El eco de los corredores magnificaba el sonido de sus pasos y lo confundía con el de los cerrojos.
—En la galería cinco tenemos a deportistas que aspiran a superar sus propios límites y batir los ajenos. Ya sabe: llegar antes que nadie y siempre un poco más alto, más lejos. Y como recompensa obtener medallas, levantar trofeos sobre la cabeza laureada, subir a un podio y ser imagen de las mejores marcas.
El nuevo guardia trató de asomarse a una de las celdas.
—Evite mirar mientras entrenan, no vaya a creer que usted también podría alcanzar la gloria —lo disuadió el alcaide, con un gesto desdeñoso que apremiaba a seguir avanzando—. La galería seis es para quienes se queman las pestañas y practican su propia autopsia tratando de escribir la novela de la década, o incluso del siglo. Quieren ver su nombre impreso y acaparar estantes en librerías. Tenga especial cuidado si además pretenden vivir de la literatura, porque puede resultar un mal contagioso.
—¿Es posible que yo haya leído algo de lo que han escrito? —preguntó el nuevo guardia. Bajo sus suelas crujía un manto de folios arrugados con ira y desesperación.
—No, no lo creo —respondió el alcaide encogiendo los hombros—. Sigamos. Esta es la galería siete, reservada para cantantes que ansían convertirse en estrellas. A cambio de darse baños de masas, acumular discos de oro en mansiones y estampar su cara en camisetas venderían su alma en cualquier cruce de caminos. Aunque también hay quienes directamente la regalan en concursos de talentos. Pero da igual dónde les salga al paso el diablo. Es un embaucador que siempre hace trampa con la letra pequeña.
El guardia asintió en silencio y reemprendieron la marcha. A su espalda dejaban la melancolía de un acorde menor suspendido en el aire.
—En la galería ocho está la gente de cine y teatro…
Junto a una de aquellas celdas había un revuelo de uniformes. El nuevo guardia alcanzó a ver un haz de luz que se colaba por una grieta abierta en el muro del fondo.
—¿Qué ha ocurrido ahí? —preguntó.
—Es el resultado del estreno de una película en un festival —masculló el alcaide—. Al terminar la proyección hubo una ovación espontánea, varios minutos con todo el público de la sala en pie. Las primeras críticas y el augurio de triunfos en la temporada de premios propiciaron la entrada de ese rayo luminoso. Y con él, una fuga múltiple. No importa demasiado, quizá vuelvan pronto.
Salieron al patio para pasar a otro edificio.
—Hay que darse prisa o no acabaremos antes del cambio de turno. Nos quedan aún muchas galerías y algunas se hacen interminables. Ya verá cuando lleguemos a las de «gamers» e «influencers» de moda. Las de tertulianos y chefs televisivos le parecerán entonces un paseo.
Un movimiento al otro lado del patio atrajo la atención del nuevo guardia. Cuatro de sus compañeros uniformados escoltaban a una quinta figura hacia el muro exterior del recinto. Los centinelas apostados en las torres seguían su avance con la mira telescópica de sus armas. La figura escoltada caminaba despacio y tan cabizbaja que la barbilla le tocaba el pecho. Al llegar delante de una puerta el grupo se detuvo. Uno de los escoltas la abrió y la figura retrocedió unos pasos. Parecía reticente, como si no quisiera salir de allí. Los guardias la sacaron a empellones y cerraron la puerta dejándola fuera.
El alcaide se percató de que el nuevo guardia miraba la escena con expresión de desconcierto.
—No se preocupe por lo que ha visto —dijo—. De vez en cuando les ocurre. Nadie lo espera y, de repente, un día la ilusión se desvanece. Es como un despertar: aceptan su vida anodina y el futuro gris que les aguarda. Entonces son libres. Dejan de ser asunto nuestro.
El nuevo guardia pensó en todas las veces que había reprimido alguna inquietud para no terminar en una de aquellas celdas. Por un instante se preguntó si no hubiera sido mejor intentarlo, en lugar de aplastar cualquier gusanillo que crecía en su estómago antes de que pudiera transformarse en mariposa. Se ajustó la gorra para sacudirse la idea de la cabeza y se giró hacia el alcaide con decisión:
—¿Seguimos, señor?
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FINALISTAS
Autor: Karen M. Paramio
Título: Campeones
Ya estamos llegando al que será nuestro nuevo alojamiento. Igual que en la etapa anterior, hay una muchedumbre arremolinada en la puerta, esperándonos. Nuestro autobús se acerca despacito, despacito. Gritos y pancartas. Me vuelvo para ver la reacción del resto de los compañeros.
¿Nervios? Por supuesto. Además, tenemos algunos lesionados y dos bajas definitivas. Eso duele, pero el cansancio del viaje ayuda a generar una cierta indiferencia, y el rugido de nuestras tripas también contribuye a distraernos.
En las últimas semanas hemos seguido una dieta muy estricta. Por desgracia, no es probable que eso cambie ahora, porque en el extranjero, ya se sabe, si no traes tus propios cocineros…
Mientras bajamos cargados con nuestras mochilas y bolsas, las fuerzas de seguridad intentan abrir un pasillo entre el autobús y el edificio, para que la turbamulta no se nos acerque tanto. En realidad, como no les entendemos, si no miramos sus rostros, podemos imaginar que han venido a apoyarnos.
El edificio resulta ser directamente el polideportivo del pueblo y en el vestíbulo nos saluda el traductor. Es hijo de iraníes, nacido aquí, y sólo habla farsi, así que otra vez tendré que traducir yo para la familia y el chico que sólo hablan pastún. Le saludo y le comento la situación, pero no parece interesarle. En lugar de intentar animarnos un poco y ganarse nuestra confianza, sin venir a cuento, dice:
–No os hagáis ilusiones, aquí terminan vuestros sueños de gloria. A más del 80% de los afganos les deniegan el asilo, y si no tenéis, por lo menos, protección subsidiaria, no os dejan ni asistir a las clases de alemán.
Yo mantengo la misma expresión neutral, no muestro el dolor ni la rabia que me invaden, simplemente sigo hacia la puerta del dormitorio común del nuevo campamento, para que me asignen un colchón.
¿Qué sabrá él de nuestros sueños? ¿Y por qué está tan seguro de que no podemos ser justamente el 20% que sí lo consigue? No me gusta su actitud negativa.
Hemos atravesado las montañas de la tierra de sus antepasados, hemos caminado por bosques infestados de serpientes, hemos corrido para evitar los perros de la policía. Los que hemos llegado hasta aquí, ya hemos ganado la primera ronda de la competición, porque seguimos vivos. Y después de este entrenamiento tan extremo, somos capaces de enfrentarnos a cualquier contrincante.
Un pesimista como el traductor quizás no habría llegado tan lejos.
Además, la gloria tiene muchas formas y es caprichosa, cambia de amigos con facilidad. Yo puedo ser el siguiente afortunado, especialmente porque tengo un as en la manga.
Me descalzo, me tiro sobre el colchón y abro la mochila para sacar el diccionario que me regaló aquel soldado y el libro de alemán que compré con mis últimos dólares cuando atravesábamos Austria.
Por algo soy el capitán del equipo.
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Autor: Juanma Velasco
Título: El sueño de los cien
Calle cuatro. Donde medran los favoritos.
Busco el acoplamiento posicional idóneo en los tacos de salida.
Nada perturba mi concentración. Nada enturbia mi nirvana de tartán. No siento presión alguna; solos mi ergonomía, yo y mis aspiraciones. Las corvas anguladas con precisión eyectora, las yemas sitas en los lindes de la descalificación, las rodillas expectantes, los hombros tensos, como pianos acabados de afinar, las plantas de los pies como ventosas.
Fijo mi mirada de bisonte inminente cien metros más allá, justo cuando finaliza la estrechez atmosférica de un pasillo imaginario al que solo delimitan las dos líneas horizontales de las calles adyacentes, blancas, muros aislantes de los velocistas de magnitud cinco en la escala de los cuádriceps. Ellas son mis únicos límites en estos Juegos confusos de Tokio. Simetría a disposición de los suelos y los sueños.
Un silencio oriental, muy propio de mi país, respeta mi liturgia para la consumación de ese delirio olímpico que desde siempre significaron los cien metros lisos en el podio de mis utopías.
–Vamos, Daichi…
Daichi soy yo y la voz exhortativa asoma de la laringe de Naoki, jefe de la brigada de limpieza de la pista de atletismo, que resuena con eufonía en la recta de los cien. El estadio se ofrece vacío recién debutado el sol. Abandono mi posición de velocista frustrado por el sobrepeso y me incorporo con dificultad acompañado de una banda sonora de meniscos crepitantes de cuarenta y nueve años de antigüedad y retomo la aspiradora que descansa en la calle cinco con el objetivo de absorber cualquier impureza de la pista para que lo liso tienda a lo impoluto.
Tenemos que apresurarnos, las clasificatorias comienzan a las diez.
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