La ganadora del concurso de relatos #HistoriasdeEuropa, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, es Laura Sánchez Bretones, autora del relato El enterrador de Paterna, premiado con 1.000 euros. Las dos finalistas del certamen, en el que han participado un total de 400 historias, son Ignacio Cortina Revilla —autor de Engaño— y Jesús Durán y Libertad García-Villada —autores de El hilo conductor—, que recibirán por su parte 500 euros cada una. El jurado ha valorado la calidad literaria y la originalidad de los textos presentados.
El jurado ha estado formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.
A continuación reproducimos los tres relatos premiados. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.
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GANADORA
El enterrador de Paterna
Laura Sánchez Bretones
Una mujer abre los ojos en la penumbra de su cueva. Junto a ella el cuerpo caliente de su hombre se escurre silencioso del camastro. Noche tras noche Leoncio despierta y sus pies, pesados e involuntarios le llevan hasta el cementerio.
Ramona espera y reza su vuelta. Porque sabe. Porque conoce a las mujeres que en la oscuridad visitan al enterrador, a Leoncio. Mujeres secas, de lágrimas y de vida, que piden un nombre: el de los hombres a los que amaron. Padres, esposos, hermanos. Algunas llegan en el tren de las viudas, otras caminan más de tres días buscando respuestas.
La esposa quiere ayudar. Pero él siempre niega con la cabeza y los ojos bajos. Apenas menciona lo que sucede allí en el cementerio, a dos kilómetros de la cueva en la que viven, cubiertos de cal y de pena. Leoncio quiere protegerla.
Pero ella sabe. Ella sabe que cada noche decenas de mujeres acuden al cementerio buscando a los suyos, portando candiles y un dolor que oprime el pecho y el cuerpo entero.
Cuando los militares marchan, el sepulturero abre la puerta y ellas, cubiertas por la noche, llegan a los cuerpos. Los miran, los lavan con agua y colonia, disponen sus cuerpos marchitos con toda dulzura. Y memorizan la fosa en la que ellos nunca descansarán.
Las noches en que las mujeres no aparecen, el enterrador trabaja con el mismo cariño, el mismo cuidado. Saca sus tijeras y recorta pedazos de camisa, mechones de cabello. Los guarda, junto a pañuelos, cartas, y lapiceros. Y recuerda en qué agujero de la tierra permanecen.
En ocasiones son otras mujeres las que recortan, que no son hermanas ni esposas, pero han tejido una red clandestina junto a él para contar a las que no llegan dónde están sus hombres. Para entregarles un pedacito de ellos.
Antes de eso, el hambre. Antes de enterrar, la batalla. La derrota y la condena. Una pena conmutada. La necesidad de seguir respirando pese a todo. Antes de enterrar, la plaza del pueblo y él, con las manos vacías y el sol picando en la piel, en los ojos, en la lengua. La garganta llena de bilis tragada una y otra vez, empujada hacia abajo para que no aparezca en la voz.
Trabajo pide Leoncio, dirigiéndose a los terratenientes y ofreciendo sus brazos fuertes. Acude a la plaza una y otra vez, incluso apela al alcalde “Tengo que comer, no voy a robar, necesito un trabajo”.
Día tras día el picor en la piel y en el alma. Una mañana el alcalde responde ‘Tú, rojo, ¿no quieres trabajar?, pues vas a enterrar a los tuyos’.
Aquello fue dos años atrás. Ahora la esposa pasa la mano por la almohada donde minutos antes reposaba la cabeza de Leoncio. Esta noche es diferente. O quizás no lo sea. Quizás ahora, todas las noches sean diferentes.
Se levanta, y en la penumbra palpa con los dedos las fibras de las cestas que el esposo trenza con sus manos. En ellas hay objetos que parecen nada. Objetos que guardan vida y recuerdo para quienes los buscan. Botones, retales de tela, una pipa de fumar, un cordel desgastado que otro día fue cinturón. Pedazos inertes de las decenas de cuerpos que pasan por las manos de Leoncio cada noche desde junio del treinta y nueve.
De cada hombre un recuerdo, una prenda, un rasgo que recordar.
Él memoriza y anota. Junto a los cuerpos enterrados coloca botellas, con nombres refugiados bajo el cristal. El sepulturero quiso ser maestro, por eso lee y escribe. Antes de la guerra enseñó a otros a hacerlo en el comedor de su casa, y así conoció a su esposa, quien ahora anhela cada madrugada su vuelta. Ramona mira las cestas con los objetos. Se muerde el labio y cierra los ojos.
Esta noche es diferente. El camión llega desde la cárcel Modelo, y junto a futuros anónimos trae a un intelectual. Leoncio sabe quién es.
Alguien que fue alguien y ahora quieren que sea nadie.
Un doctor que recién exiliado volvió a su tierra, atormentado por la culpa. Científico, maestro, padre. Se llamaba Juan Bautista. Apresado, peregrinó por campos de concentración y prisiones, ejerciendo en todas ellas su profesión, sanando a presos, regalando pedazos de vida, restando dolor, mitigando calvarios. El pueblo no entiende su condena. El arzobispo trata de mediar por él.
Pero el dictador anota “enterado”, y con la tinta, la muerte se abre camino. A las seis de la tarde lo fusilan. Tan solo unas horas antes opera a un compañero.
El sepulturero lo lava, y delicadamente lo coloca en una caja. Es noche cerrada. Sale a la puerta y lía un cigarro de picadura mientras la brisa de mayo le acerca el olor de los pinos y la tierra húmeda. Escucha las ruedas de un coche sin luces que frena lentamente junto a él. Descienden cuatro pares de zapatos oscuros. Dos hermanos, dos hijos.
Leoncio les mira y gira sobre sus talones, lidera el paso. Caminan entre restos de cal y tierra. Los cinco hombres llegan a la fosa, miran el cuerpo, no dicen nada. Con cuidado portan la caja, en silencio salen de allí. Cierran las puertas del coche. Uno de los hijos saca unos billetes y trata de que Leoncio los coja. Este se niega. La familia del médico marcha.
Desde aquella noche, los restos del científico descansan en el cementerio de Valencia.
En casa de su nieta, sus pequeñas gafas de metal observan el paso del tiempo.
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FINALISTAS
Engaño
Ignacio Cortina Revilla
Hedwig contuvo las lágrimas mientras soportaba el cínico rostro de Franz, quien llevaba disculpándose desde el día anterior. Pero para Hedwig, no tenía perdón. Estaban prometidos desde hacía un mes y se iban a casar cuando ella regresara de aquel viaje de Estados Unidos, apenas unos días más tarde. Hedwig había descubierto a Franz con otra mujer, su mejor amiga. Con Greta. Y por eso se sentía traicionada por partida doble.
—Hedwig, por favor… —Franz suplicaba una última vez, con ojos lacrimosos.
—Déjame. Ahora quiero estar sola. Cuando regrese, hablaremos, si es que queda algo de lo que hablar, pero ahora tengo que partir. No quiero perder el pasaje —dijo ella, caminando hacia el dirigible.
—Quédate, ¡por favor! —suplicó Franz, en un último intento por hacer cambiar de idea a su despechada. Le tomó la mano y ella dudó por un instante, pero la soltó con un gesto brusco.
Hedwig observó el dirigible y un pensamiento cruzó su mente por un instante, fugaz, que la hizo dudar, casi como un mal presentimiento. Apartó la idea tan rápido como había llegado, segura de era causa de su malestar.
—Hasta pronto, Franz. Nos vemos a la vuelta.
Avanzó hasta el hombre que recibía a los pasajeros sin volver la vista atrás ni un solo instante.
El tripulante, que lucía un pequeño bigote y sonrisa afectuosa, le permitió el paso hacia la cabina tras comprobar que su documentación estaba en orden.
—Adelante, señorita. Bienvenida al Hindenburg.
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El hilo conductor
Jesús Durán y Libertad García-Villada
Louis mandó abrir el enorme cajón de madera que contenía el tesoro procedente de Gran Bretaña. Se atusó por enésima vez el bigote, a la moda de París, recién perfilado por el barbero, que realizaba el servicio en su casa, en Montmatre. No sabía qué hacer con las manos, era en esos momentos un manojo de nervios: a punto estuvo de subirse a lo alto del embalaje para ayudar con las palancas. Esos proletarios, tan lentos. Siguiendo sus instrucciones, todas las ruecas del telar habían parado de producir y las mujeres que se encargaban del cardado manual de las fibras esperaban pacientemente a que algo pernicioso surgiese de entre aquellas tablas.
Temían por sus puestos de trabajo.
Decían que aquel artilugio era el demonio.
Los nueve operarios finalmente lograron sacar los largos clavos que sujetaban un lateral. Este, lentamente, cayó al suelo, levantando una polvareda que provocó que los presentes se cubriesen los ojos. El ruido de la plancha de más de trescientos kilos golpeando contra el suelo resonó en el taller como si el trueno de una tormenta del infierno hubiese caído en su centro.
Louis se acercó despacio.
En el interior, fijado por medio de multitud de cuerdas y anclajes, había un enorme bastidor de hilado.
Una de las hilanderas gritó:
—¡Fuera!
Louis se volvió al instante.
—¿Quién ha dicho eso?
Al momento se personaron dos capataces del turno y se colocaron a ambos lados del perfumado dueño y señor de la empresa. Louis vio en esta reacción un acto de protección y se creció.
—Tenéis trabajo gracias a mi beneplácito. Ahora, con esta maravillosa máquina —mientras lo decía se acercó a acariciar el frío metal, casi de forma obscena—, la mitad de vosotras se quedará sin sustento.
Fue mirando las caras de asombro. Y animado prosiguió:
—Así que fuera vosotras.
Una de las hiladoras le lanzó el huso, aún con el hilo. Casi le golpeó en la cara. Una segunda acertó. La tercera y la cuarta se aproximaron y le golpearon con el largo trozo de madera. De la quinta a la vigesimocuarta le clavaron el huso. El resto fue ya un escarnio.
Louis, asustado y gritando de dolor, se refugió en la caja, entre los rodillos y engranajes del bastidor, para escapar del tumultuario ataque, pidiendo ayuda a los capataces, que al parecer se habían desentendido por completo.
Creyó que lo había conseguido, dado que las hilanderas no se aventuraban allí dentro. El dueño y señor se tocó la cara; tenía varias heridas, algunas cerca de los ojos. Oía a las mujeres vociferar fuera. Sin embargo, en el interior estaba seguro.
Se sintió inquebrantable, como un pionero. Seguro que los gendarmes llegarían en breve y meterían en vereda a aquellas desgraciadas. «Las pondré en la calle», pensó.
Envalentonado y gesticulando les gritó:
—¡Estáis todas sin trabajo!
Al parecer tocó algo, alguna palanca, algún mecanismo.
Un infortunio.
El artilugio se puso en marcha de repente con Louis en sus tripas. Aunque estaba sujeto por la estructura, los mecanismos internos funcionaban con suavidad…
Hubo gritos de confusión por ese primer contacto entre el hombre y la máquina, que Louis pagó con su sangre.
Entre las hiladoras comentaron que sí, que era un artilugio del demonio.
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