“En realidad, nunca hubo un todo” nos advierte Maruja Torres en este libro fragmentario y brillante que nos invita a sumar muchos de los “trozos rotos del espejo” que componen su memoria y en los que podemos vislumbrar, a través del reflejo al que nos permite asomarnos, más de una ráfaga de las nuestras.
Es un auténtico placer asomarse a unas páginas tan lúcidas como desprejuiciadas, en las que cabe la reflexión política, el homenaje —sincero y sin engolamientos inútiles— a la amistad, la exaltación de la cinefilia (con el eco de su querido e inolvidable Terenci Moix muy presente) o, cómo no, el humor, ese humor tan característico de la prosa y la mirada de Maruja Torres y que ella misma nos aconseja como recurso de supervivencia:
«Reírse de una y de uno mismo, reírse a solas, interpelarse en la vejez, ver el lado ridículo de la vida y al mismo tiempo quererla como es, y dedicarle de vez en cuando una ironía.»
Pero el humor, para interpelarnos de verdad, requiere inteligencia y agudeza. Dos rasgos que abundan en este libro que juega a escribirse a medida que lo leemos, en un guiño metaliterario que contribuye a convertir su lectura en un acto casi conversacional, una amenísima charla con alguien que no solo ha vivido mucho sino que, además, sabe contarlo.
Se agradece que Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo sea una obra inclasificable, pues a cada paso deshace las costuras de los géneros donde podría encuadrarse. No es un libro de memorias, ni una autobiografía, ni un ensayo, ni una colección de artículos ni, desde luego, una novela autoficcional. Y, sin embargo, es todo eso a la vez gracias a las innegables dotes de Maruja Torres como —así se define ella misma— “descriptora impresionista”.
Entre sus pinceladas, dispuestas en capítulos breves, cabe tanto el fresco casi naïve de lo cotidiano (con su correspondiente loa a lo pequeño, que tantas veces se nos escapa en la vorágine diaria) como el horror expresionista de la injusticia y de la guerra, de aquellas que fueron y de las que aún siguen siendo:
“La matanza de los inocentes sigue ahí y la forma en que el mundo que pronto deberemos dejar de llamar civilizado me conduce a un pensamiento terrible, insoportable.”
Pero la conciencia y el pesimismo consciente —la Historia y sus últimas regresiones no dan para mayores triunfos— no están reñidos con el vitalismo, así que lejos de hacernos caer por la pendiente de la autocompasión o, peor aún, de los insulsos consejos de la autoayuda, Maruja Torres nos ofrece párrafos nutritivos y valientes en los que nos anima, sin empujarnos, a recrearnos en la suerte del ahora para que cambiemos el “aquí, tirando” por un poderoso “aquí, viviendo”, aunque el desenlace del viaje, por mucho que lo tiñamos de versos de Kavafis, sea siempre el mismo:
“Vivir es fracasar, porque al final te mueres. Pero, amigas y amigos, qué flipada el camino.”
Hay temas para los que hallar una mirada propia resulta especialmente difícil. Y asuntos como la vejez, la muerte o el paso del tiempo invitan a caer o bien en la idealización y lo edulcorado —ese “la edad va por dentro” sobre el que nuestro cuerpo y sus andamiajes tendrían mucho que objetar— o bien en los rigores más sórdidos del tempus fugit. En este caso, sin embargo, la perspectiva no esquiva la verdad —la de “ese día menos pensado” en el que a ciertas edades ya no se deja de pensar— ni tampoco las posibilidades del ahora, dándole la razón a la genial Celestina cuando decía que la vejez no era más que “mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas y congoja continua” y, al mismo tiempo, que si todos desean alcanzarla es porque “llegando viven y el vivir es dulce, y viviendo envejecen”.
Vivir es dulce, sí, pero Maruja Torres nos recuerda que esta frase solo cobra sentido cuando no se es uno de los niños huérfanos de Gaza, cuando no se muere intentando conquistar un pedazo de tierra en un cayuco, cuando se tienen los suficientes privilegios como para obligarnos a ser conscientes de esa suerte y valorar, como lo merecen, las amistades que amamos, el sexo que nos electrizó, las ciudades que nos acogieron o las películas a las que regresamos —gracias, William Wyler— para seguir sintiendo que todo esto tiene algo de sentido. Y es en esos momentos cuando el hecho de vivir nos provoca un sentimiento de impaciencia y codicia. O lo que es lo mismo, más ganas de seguir viviendo.
Gracias por recordárnoslo.
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Autora: Maruja Torres. Título: Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo. Editorial: Temas de hoy. Venta: Todostuslibros.
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