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Gargantúa y Pantagruel, de François Rabelais

Gargantúa y Pantagruel, de François Rabelais

La editorial Abada publica en un solo volumen los cinco libros de Gargantúa y Pantagruel, a los que añade los 689 grabados de Gustave Doré, así como los pronósticos y almanaques, los textos menores, la sciomaquia, algunas cartas y dedicatorias y las 120 ilustraciones de los sueños droláticos de Pantagruel. Una edición para coleccionistas.

En Zenda reproducimos uno de los capítulos de Gargantúa y Pantagruel (Abada), de François Rabelais, y algunas ilustraciones de Gustave Doré.

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CAPÍTULO VI

DEL MODO EXTRAORDINARIO EN QUE NACIÓ GARGANTÚA

Mientras sostenían esta pequeña charla de bebedores, Gargamelle comenzó a encontrarse mal de los bajos, por lo que Grandgousier, levantándose, honestamente la reconfortaba, pensando que sufría de dolores de parto, y le decía que se quedase allí, tumbada en la hierba, bajo la Salceda, y que ya bien pronto lo echaría, por lo que parecía conveniente que tomara nuevas fuerzas y valor ante el advenimiento del bebé, que aunque el dolor la molestase un tanto, aun así sería breve, y además la alegría que le sucedería prontamente la sacaría ya de sus enojos, de tal suerte que ya ni tan sólo el recuerdo le había de quedar.

—Y puedo probarlo –añadió–. Pues como dice Nuestro Salvador en el Evangelio Joannis, XVI: «Posee la tristeza a la mujer en la hora del parto; mas cuando ya ha parido ningún recuerdo le queda de su angustia».

—¡Ja! –dijo ella–, bien has dicho, y mucho mejor prefiero oír tales frases del Evangelio, las cuales además más me aprovechan, que el escuchar la vida de santa Margarita o cualquier otra beatería.

—¡Valor, gallinita! –dijo él–; apresúrate con éste y muy pronto hemos de hacer otro.

—¡Ja! –dijo ella–, con mucho desahogo habláis de esto los hombres! ¡Voto a Dios!, que me esforzaré si es que eso os place, mas ¡ojalá lo tuvieseis cortado!

—¿El qué? –dijo Grandgousier.

—¡Ja! –dijo ella–, ¡hombre sois y bien me entendéis!

—¿El miembro? –dijo–. ¡Eh! ¡Sangre de cabra!, mandad traer un cuchillo, si en verdad así lo preferís.

—¡Ja! –dijo ella–. ¡Dios no lo quiera, no! Dios me perdone, que no lo digo de corazón y, por mi fe, que no has de hacerlo ni mucho ni poco. Mas bastante tarea tendré hoy, así Dios me ayude, ¡y todo al final por vuestro miembro y buscando que lo pasaseis bien!

—¡Valor, valor! –dijo él–; no te preocupes del resto y deja andar el carro. Yo me voy a tomar aún unos tragos. Por si entre tanto te encontrases mal, me voy a quedar por aquí cerca: si das un grito volveré de nuevo.

Bien poco después comenzó ella a suspirar, gritar y lamentarse, con lo que pronto acudió de todos lados todo un escuadrón de comadronas; y éstas, palpándole los bajos y hallando allí ciertos pellejillos que tenían bastante mal aspecto, creían que ya le venía el niño; mas en realidad se iba del ano, molificado el intestino recto –ése al que soléis calificar de tubo cular corrientemente–, a causa de las tan cuantiosas tripas que, como dijimos más arriba, había engullido Gargamelle.

Entonces, una astrosa vieja de toda aquella compañía, que tenía la reputación de ser una excelente curandera y que sesenta años antes había llegado de Brizepaille, cerca de Sainct-Genou, le preparó un astringente tan horrible que le taponó y estranguló los labios de la vagina, de modo que ni con empleo de los dientes los hubieseis podido separar; cosa que ciertamente nos espanta con el sólo pensarla. Lo mismo le ocurrió antaño al diablo, que estando en la misa de san Martín para tomar nota de los chismorreos de dos comadres, tuvo que ir estirando a fuerza de dientes el pergamino en donde escribía.

Pero, ante tamaño inconveniente, se le entreabrieron más arriba los cotiledones de la matriz, con lo que irrumpió el niño por ellos.

Luego adentrándose por la vena cava, siguió rampando por el diafragma hasta llegar encima de los hombros (donde se bifurca dicha vena) y, tomando el camino de la izquierda, vino a salir por la oreja correspondiente.

En cuanto hubo nacido no gritó «¡Gué! ¡Gué!», como todos los niños, sino que en voz bien alta exclamaba: «¡Beber! ¡Beber! ¡Beber!», cual si incitara a todo el mundo a darse a la bebida, de modo que se le oyó en toda la tierra de Beusse y en el Bibaroys. Sospecho, sin embargo, que no vais a querer otorgar crédito a natividad que es tan extraña. Si no lo creéis nada me importa, mas un hombre de bien, de buen juicio, cree siempre cuanto se le dice o encuentra puesto por escrito. ¿No dice Salomón, Proverbiorum XIV: «Innocens credit omni verbo32, etc.»? ¿Y San Pablo, Corinthio I, XIII: «Charitas omnia credit33»? ¿Por qué no habríais entonces de creerlo? Diréis: porque no hay evidencias. Mas yo os digo al respecto que solamente ya por esta causa deberíais creerlo con la fe más perfecta y consumada, pues que bien dicen los de la Sorbona que la fe es la prueba de las cosas que en sí no la tienen. ¿Hay algo de lo que he dicho que esté en contra de nuestra ley o de nuestra fe, de la razón, o de las Santas Escrituras? Por mi parte nada encuentro escrito en todas las santas Biblias que a cuanto dije se le oponga. Y, si Dios lo hubiera querido, ¿afirmaríais que no pudo hacerlo? Por favor, amigos, no embrollifollonéis nunca vuestro espíritu con esos tan vanos pensamientos, pues para Dios nada es imposible y, si lo quisiera, las mujeres parirían en lo sucesivo a sus hijos siempre por la oreja.

¿No fue engendrado Baco de un muslo de Júpiter?

¿No nació Rocquetaillade del talón de su madre, y Crocquemouche de la pantufla de su nodriza?

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Autor: François Rabelais. Título: Gargantúa y Pantagruel. Traducción: Juan Barja y Patxi Lanceros. Editorial: Abada. Venta: Todos tus libros.

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