Hay libros cuya reseña se antoja una tarea tediosa, salvo que se ironice con los mismos socorridos materiales con que fueron escritos. Pensemos por ejemplo en uno de esos tochos que te reclaman con intrigas palaciegas, o en esos otros, lo mismo da que sean policiales o deudos de lo esotérico, en los que no hay asesino escurridizo o súcubo que no comparezcan en sus previsibles capítulos. Otros, en cambio, en su familiaridad se dirían concebidos para regalar al reseñista un momento de placer inolvidable. No otra cosa pensé al terminar la lectura de Aquellos días de Javier Castro Flórez; un autor que sonará a algunos por dirigir el sello NewCastle, pero quizá no tanto como escritor de una sensibilidad exquisita, dueño de un imaginario que se extiende por un sinfín de temas particulares, desde la naturaleza gatuna, hasta los astronautas, pasando por los campos de concentración o los viajes a Japón.
Yo supe de su talento cuando cayó en mis manos Lo que lee un editor, una maravillosa colección de crónicas literarias, cada una de las cuales es una pequeña joya que se atrinchera en el buen humor y en la pasión de un lector insomne. Tanto me gustó aquel librito que, en contra de mi costumbre, busqué la forma de ponerme en contacto con él, a quien no conocía de nada, sólo para felicitarlo y darle las gracias por aquella aportación singular. Muy educadamente, con el pudor del hombre tímido que se ve asaltado de improviso y la cautela de quien desconfía de los elogios, me dio las gracias no sin restarle de paso importancia a lo que, para él, según creí entender, no eran más que desahogos admirativos y un tanto ocasionales. Cuando acabó nuestra conversación me fue imposible no reparar en que Javier no sólo era un literato notable, sino también un buen tipo que había sabido sortear las vanidades, no tan raras, de los que saben juntar tres palabras con acierto. A raíz de ahí lo he estado siguiendo con curiosidad e interés en su muro de Facebook, donde con regularidad nos va dando información tanto en vídeos como en notas escritas de las novedades de su editorial, de las impresiones que le suscita la marcha de los asuntos mundanos o de la divertida relación que se trae con su gata Misha.
Y ahora ha tenido la buena idea de reunir un buen puñado de esas notas y pinceladas de la vida y sus afanes, escritas entre 2013 y 2015, bajo un título de inequívoco tono elegíaco, que nos avisa de que lo que nos vamos a encontrar en muchas de sus páginas es un inteligente y ameno diálogo con el tiempo, con los recuerdos y las vivencias del autor, pero no como un narcisista ejercicio de autocomplacencia, sino como un tributo sentido a las cosas que fueron y ya no son, y que sólo podemos recuperar mediante la evocación poética, a través del lenguaje simbólico de una imagen o de la consigna de una anécdota en apariencia insignificante. A propósito de esa inclinación natural suya por los sucesos y experiencias menos trascendentes, por las pequeñas revelaciones que irrumpen en las sombras de lo cotidiano, Javier Castro no puede ser más machadianamente antirretórico, más enemigo de la grandilocuencia formalista. En la entrada del 18 de agosto de 2015 se acuerda de Melville, quien en alguna ocasión apuntó que “no se debía escribir la historia de una pulga”, ya que “no cabe escritura digna de tal nombre a propósito de banalidades”. Por el contrario, Javier Castro no sin visible socarronería se reivindica en las antípodas del autor de Moby Dick como un paseante de crepúsculos, como un atento observador de las huellas deshilachadas que van dejando en la memoria personajes anónimos o ciertos episodios fugaces: “Yo prefiero sin embargo dejar aquí algunos instantes pulgosos, tan pequeños que apenas pueden agarrarse con la punta de los dedos: el pasar de unas nubes camino del mar, recuerdos de cuando era joven y vestía siempre de negro, de las noches de risas con los amigos, de los libros que leo, de los besos que doy…”.
Como se ve, se trata de una meditada exposición de intenciones sobre la que sería presuntuoso hacer comentario alguno, con la excepción de que suena más conformada que crítica. Y es que uno de los rasgos que quizá mejor defina la personalidad estilística de Javier Castro es la pereza combativa que destila su prosa a favor de una insobornable gratitud hacia los dones de la vida. Francamente, conmueve que en una sociedad como la nuestra, acosada por ranciedades decimonónicas, que se desgañita en una pueril insatisfacción esencialista, resuene la voz de alguien que confiesa disfrutar cada uno de sus días con las mínimas bondades que le deparan su trabajo, los besos de su novia, sus queridos animales, su infinita biblioteca, el recuerdo de su padre, la nostalgia infantil de un perrito de peluche, la estampa de un mendigo desesperado, una caminata por el campo o los colores difuminados de una puesta de sol. Hay en todo ello como puede sospecharse una actitud ética, a la que me sumo si reservas, que persigue contra viento y marea la felicidad, y que al mismo tiempo resulta inseparable de unas preferencias estéticas muy concretas. No exagero en absoluto si afirmo que en pocas ocasiones se ha visto uno ante un caso de coherencia y autenticidad como la que revela este libro escrito sin muchas pretensiones, destilado como un susurro que apunta directamente al corazón, y que demuestra que no es improbable hacer buena literatura con materiales sencillos, sin recurrir a pedantescas virguerías, ni mucho menos con el ojo puesto en la posteridad. Javier Castro lo ha logrado con este ramillete de textos breves, lúcidos, sinceros, divertidos, en los que es fácil reconocerse porque nos interpela a todos por lo que realmente somos: hombres y mujeres que están de paso, que no sobrevivirán, pero que en su idéntico destino trágico siempre merecerán una oportunidad para seguir creyendo en la amistad, en la belleza, en el amor.
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Autor: Javier Castro Flórez. Título: Aquellos días. Editorial: Tres Fronteras.
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