Tras sumergirse en la literatura inclasificable de Los rieles, uno vuelve a sentir aquella vieja necesidad que lo interpeló cuando leyó por primera vez a Henry Miller, Elias Canetti o Hermann Broch. La de recorrer el resto de su obra publicada para de esa forma ponerla en contexto y comprobar si los pedazos vivos de existencia que saltan desde la página y nos golpean, son fruto del azar o corresponden a la rotunda búsqueda de un relato que pueda contener sin traicionarla una extraña forma de vida.
Libérrima, tocada por el genio de la lengua del mismo modo que sus amados Rimbaud y Lautréamont, inasequible a las convenciones sociales y narrativas, intensa, asexuada, andrógina, Venturini traza a través de la trilogía que configuran, además de esta, Las primas y Nosotros, los Caserta, un cuadro de relaciones familiares asfixiante, una parada de monstruos obligados a convivir por leyes y vínculos que toman cuerpo en seres cuya resignación y tristeza están más allá de lo que una narrativa convencional de corte realista sería capaz de registrar.
La anciana que redacta y nos habla desde Los rieles, combina la decrepitud de los episodios finales de la vida, con la combativa y juvenil mala leche de una teenager que disparara plomo y tinta desde un desván. Un accidente doméstico deposita a la autora en un lecho de hospital y a las puertas de una lenta recuperación. Sumado a esto, la traición que su asistente doméstica y su pareja le han hecho, robándole todos los ahorros que guardaba en un cajón, y con los que pretendía darse un último homenaje: un largo viaje en barco por el mundo.
La historia de Venturini es conocida. Por los bizarros elementos que conjuga es contracultural. Argentina de La Plata, cercana al peronismo, exiliada en París durante largos años en que apura la bohemia y traba conocimiento con elementos a ambos lados del Sena, con ochenta y cinco años cumplidos se alza con el Premio Nueva Novela en 2007. Como las protagonistas de sus novelas (protagonista más bien Aurora Venturini, pues en escrituras tan confesionales e intensas no resulta sencillo separar el yo biográfico, el yo pulsional, del yo que narra los hechos), heráldica, altiva, señorial, recoge el premio lanzando pullas al establishment literario capaz de obviarla durante décadas. Cuenta Mariana Enríquez en el prólogo de una de sus obras el estupor que le produjo la lectura del manuscrito en las tareas previas de deliberación del jurado del premio, así como el porte arrogante, como venido de otra época de la anciana electrizante que acudió a la gala. No es para menos. El Buenos Aires truculento, fantástico, sorpresivo que la propia Enríquez ha explorado en sus relatos hallaba un antecedente, un linaje, en el mundo de monstruos cotidianos, amados monstruos familiares donde lo normal es la excepción, y el genio literario, el poder visionario, la lucidez rayana en la insania y la inadaptación asumida y celebrada, una forma tenaz de resistir y mantener el equilibrio, aun a costa, en palabras de Rimbaud, de jugar malas pasadas a la locura.
La visión de Venturini es a la vez sincrónica y diacrónica. Tumbada en el lecho del dolor, con la osamenta rota, la anciana narradora remonta espacio-tiempo hasta plantar pie en lejanas estampas napolitanas, sicilianas, calabresas, romanas de un pasado que emerge en la vigilia con los ropajes mojados de los ahogados y donde residen los fantasmas ancestrales de la autora. Este registro será llevado a la excelencia en su anterior Nosotros, los Caserta. Otras veces, como pesada gárgola o doliente Quimera que se cree inmortal, se retuerce y lanza pesadas andanadas contra la gente corriente que pasa a millas de distancia de su talento.
Hace algunos años, a mediados de los noventa del pasado siglo, el que esto escribe trabajaba en una librería muy antigua y muy céntrica de Barcelona. No era raro encontrar, a primera hora de la mañana, en el almacén, departiendo con el anciano gerente, al mismísimo exorcista de la Catedral de Barcelona con afilada cabeza de pájaro y sotana negra hasta los tobillos. Tampoco era extraño recibir la visita a media tarde de una vieja marquesa, dueña de buena parte del Portal del Ángel (hagan cálculos) y que vivía en un vetusto palacio de las inmediaciones. El encargado entre nosotros de acudir allí para el pago de las rentas refería amplios salones con muebles y lámparas cubiertos por sábanas y altos ventanales apenas entornados para no dejar entrar el ruido en exceso prosaico de la calle. Leyendo los libros de Aurora Venturini, y en especial Los rieles, su legado póstumo, uno cree asistir al desvanecimiento de una suerte de aristocracia intemporal, la de los lúcidos inadaptados que ven pasar la vida, palacio o desván, tras el cristal de una interrogación que no descansa.
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Autora: Aurora Venturini. Título: Los rieles. Editorial: Tusquets. Venta: Todostuslibros.
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