¿Qué puntos de contacto existen entre Allen Ginsberg y Federico García Lorca? ¿Se pueden comparar las «geografías poéticas» (entiéndase «geografía» como «paisaje cultural») presentes en Aullido (1956) de Ginsberg y Ciudad sin sueño (1940) de Federico García Lorca?
Son muchas las conexiones que pueden encontrarse entre el trabajo de Ginsberg y el de Federico García Lorca: la acumulación de imágenes en algunos poemas, la importancia de la musicalidad (conseguida muchas veces a través de la repetición, unas veces «destructora» y otras «constructora»), las menciones o referencias bíblicas en el trabajo de ambos y la enorme influencia que tuvieron en los poetas de su generación. También la admiración explícita de los dos a la figura de Walt Whitman (en Un supermercado en California en el caso de Ginsberg y en Oda a Walt Whitman en el caso de Lorca).
Podemos, incluso, ser algo irreverentes y postular que la poesía americana y la poesía española no han vuelto a tener un poeta de su envergadura y con su carácter universal. Tanto el trabajo de Ginsberg como el de Lorca tienen algo de provocación, aunque si bien hay que matizar que es una provocación distinta. Son, sencillamente, poetas irrepetibles, únicos, excepcionales. De alguna manera (a pesar suyo) son héroes de guerra (Lorca de la Guerra civil española, Ginsberg de la guerra de Vietnam con su feroz anti-militarismo), poetas de multitudes.
Lorca conocía la «América» de Ginsberg, viajó allí en 1929 y estudió en la Universidad de Columbia entre 1929-1930; esa misma Universidad donde Ginsberg conocería a Jack Kerouac y William Burroughs, que acabarían siendo, con él, el trío básico de la Beat Generation.
Lorca y Ginsberg compartieron el mismo paisaje y, de alguna forma, quedó en sus poemas. Y cómo. Tanto Ginsberg como Lorca en los poemas que comentaremos reinventan el mito de Ulises: ya no se trata de volver a casa sino de comenzar el viaje; el viaje como experiencia en el interior de la mirada del poeta, que puede permitirse transformar y metamorfosear el espacio real (geográfico) para hacerlo suyo, para poetizarlo y convertirlo en un espacio distinto: en un espacio simbólico y suplantado (una geografía poética).
Y dentro de estas geografías poéticas destacan dos especialmente: América en general y Brooklyn en particular.
Podemos situar a ambos poetas en el canto VII de la Odisea, cuando Odiseo es recibido en el palacio de Alcínoo, se va a celebrar un banquete y Odiseo cuenta su viaje. Sea este relato real o imaginado poco importa, ya que lo que tiene valor es el hecho de contarlo. Eso es lo que hacen Ginsberg y Lorca, contarnos su viaje, de forma que ya no hablamos de Un poeta en Nueva York sino más bien de Nueva York en un poeta e igualmente sucede con Aullido: es América la que aúlla con el poeta, a través de todos sus estados.
AULLIDO, DE GINSBERG
El primer verso de este largo poema épico es muy conocido: «Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas». Lo primero que nos encontramos es el verso largo de Ginsberg, dominado nada más «hacerse» (porque en Ginsberg el poema «se hace» mientras se lee) por la locura (esa misma locura de la que habló en el Kaddish dedicado a su madre) y con la yuxtaposición de los adjetivos «hambrientas histéricas desnudas» sin ningún tipo de nexo ni elemento de unión (tampoco ninguna puntuación), influencia (esta parataxis) heredada de la poesía de William Carlos Williams. Podemos preguntarnos si el poema tendría la misma fuerza si alteramos el orden y Ginsberg hubiera escrito: «vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricas hambrientas desnudas» o «vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, desnudas hambrientas histéricas». Y la respuesta es que sí, lógicamente, porque esa sensación de «cuerpo castigado» que construye Ginsberg no debe buscarse en los adjetivos sino en el conjunto de todo el poema. El poema es una ruta y solo podemos seguirla. El poema se construye en el camino.
Dice el poeta William Carlos Williams en el prólogo de Aullido que el texto: «es un aullido de derrota» y esta derrota se palpa ya en este primer verso en el que los siguientes versículos se refieren a los poetas amigos de Ginsberg, a los de la Beat Generation, y mediante la repetición de «who» se crea una sucesión de subordinadas muy característica también de la poesía de Ginsberg (esta vez la hipotaxis es influencia de la poesía de Walt Whitman), con una fuerte carga anafórica, en las que aparecen «ángeles mahometanos tambaleándose sobre techos iluminados» y otras muchas imágenes que nos adentran en un mundo onírico, extraño y tenemos la sensación de estar viviendo la transcripción de una pesadilla. Una pesadilla Ginsbergiana, el descenso al Hades de Odiseo tras llegar al país de los Cimerios. Lo que cuenta Ginsberg en los primeros versos de Aullido es «el inmóvil mundo del intertiempo» o, dicho de una forma más comprensible: «rugientes atardeceres invernales de Brooklyn». Podemos preguntarnos si los atardeceres de Brooklyn son largos como el camino que describe Kavafis en su poema Ítaca, si representan más un concepto mental que un lugar concreto.
Brooklyn aparece como una ciudad subterránea, desvencijada, poblada por ángeles mahometanos (podrían ser el equivalente a los dioses homéricos), una ciudad poblada de «callejones de temblorosa nube y relámpago» (las hechiceras y sirenas de la Odisea) y el lugar donde comienza el viaje poético de Ginsberg hacia la noche: esa noche en la que el poeta no duerme (porque desciende al Hades), en la que camina del parque al apartamento, del bar al puente de Brooklyn. Ese Brooklyn nocturno estará muy presente en Lorca también y Brooklyn será para el poeta granadino una ciudad sin sueño donde «no duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie». Ginsberg y Lorca, atados al mástil de su barco, entienden por fin qué significan todas las ítacas.
Podemos considerar que el viaje de Aullido comienza en Brooklyn y que Ítaca no es el regreso sino el principio, el comienzo. Que Ginsberg escribe la Odisea al revés, que transgrede el mito y lo personaliza. Más tarde, en los siguientes versos, poetizará las calles de Idaho (Washington D.C.) y allí los ángeles ya no serán mahometanos, serán «ángeles indios visionarios», porque Ginsberg tiene algo de vidente y quizá por ese motivo en la edición de Anagrama en la cubierta hay un guiño a la imagen de Rimbaud; de Idaho seguiremos a Baltimore (Maryland), ciudad que refulge en un «éxtasis sobrenatural», la lluviosa Oklahoma (en la región sur del país) y el solitario Houston (Texas). Las ciudades poetizadas por Ginsberg son todas ciudades muy pobladas y mientras el poeta camina por ellas arremete contra todo y contra todos, protesta por «la neblina narcótica del tabaco del Capitalismo, nos obliga a fijar la vista en las putas de Colorado (porque la prostitución es una realidad incómoda, los campos de concentración del siglo XXI ante los que preferimos apartar la vista) y Ginsberg se convierte en el héroe secreto de este viaje, camina y camina «con los zapatos llenos de sangre» buscando cobijo cerca del East River. Es ese Odiseo cansado que tiene que hacerse de nuevo a la mar.
La imaginación enfermiza, delirante, visionaria de Ginsberg atraviesa Harlem (otro espacio muy Lorquiano en El rey de Harlem) y llora como si se estuviera quemando vivo, aúlla, salta el puente de Brooklyn una y otra vez, se convierte en una presencia fantasmagórica, polimorfa, en un flâneur que recoge la herencia de Baudelaire y Rimbaud, que camina del Spleen de Baudelaire hacia otro Spleen, más vagabundo, más cansado, más abatido, más golpeado, enfermo, drogado, decepcionado con el sueño americano: es Odiseo preparando su venganza.
Ginsberg sueña la vida de una pesadilla, construye un espacio lleno de imágenes yuxtapuestas, es «el vagabundo demente y el ángel beat en el Tiempo», se arranca el corazón del pecho y grita: «soledad», «inmundicia» y sus visiones y sus presagios y sus alucinaciones nos acompañan durante muchos versos «donde abrazamos y besamos a los Estados Unidos bajo nuestras sábanas los Estados Unidos que tosen toda la noche y no nos dejan dormir». Otra vez el insomnio, otra vez el sueño colapsando entre ellos dos con cientos de muros imaginarios. Todo es santo y todo es diabólico en la poesía de Ginsberg (contradicciones muy de la poesía de Baudelaire), podemos decir que América está maldita en la solitaria poesía de Ginsberg; esa poesía en la que Whitman y Lorca pueden coincidir en un supermercado, esa poesía en la que todos podemos ser «hermosos dorados girasoles por dentro».
«Yo soy América», dice Ginsberg de forma metonímica, y si seguimos con la sinécdoque podemos preguntarnos si no equivaldría a decir: «Yo soy Brooklyn», ese lugar en el reverso de lo real en el que comienza Ginsberg su aullido, su viaje y en el que descarga toda su insatisfacción. Porque Brooklyn está lleno de criaturas, de ángeles mahometanos, de locos que sueñan «amaneceres de cementerio». Y es precisamente ese amanecer el que está presente en el poema Ciudad sin sueño, de Federico García Lorca: un amanecer lleno de cicatrices y de memoria, un amanecer que es la cara de Odiseo, su marca de nacimiento.
CIUDAD SIN SUEÑO, DE FEDERICO GARCÍA LORCA
En una conferencia-recital sobre Poeta en nueva York Federico García Lorca dijo: «los dos elementos que el viajero capta en la gran ciudad son: arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia». Quizá es eso lo que está presente en los dos poemas que estamos analizando: la geometría y la angustia. La angustia de una ciudad sin sueño en Lorca, de una multitud de lugares deformados en Ginsberg; la geometría del puente de Brooklyn, ese puente colgante, emblema de la ingeniería del siglo XIX y que une dos mundos tan diferentes (Manhattan y Brooklyn). Ese puente es poético y terrible y por ese motivo quedó retratado en los poemas de Ginsberg y en los de Lorca. El puente es un símbolo entre las criaturas (los ángeles mahometanos de Ginsberg, las iguanas y cocodrilos de Lorca, los cíclopes y lotófagos homéricos) y nosotros; entre el sueño y la vigilia, entre el día y la noche, entre la vida y la muerte; el puente nos permite entrar y salir de la ciudad, marca una frontera, el puente es una mezcla de razas, porque «no se puede decir que se conoce Nueva York si no se ha cruzado el puente».
El puente es ese lugar donde te miran «los ojos de las vacas», esos ojos que son los mismos ojos de Baudelaire en el poema Correspondencias y que nos observan «con familiar mirada».
Brooklyn está lleno de ojos que nos miran, que no duermen, y por eso dice Lorca: «Pero si alguien cierra los ojos, / ¡azotadlo, hijos míos, azotadlo». Porque tiene que dar comienzo la lucha de Odiseo.
Brooklyn tiene algo «como sordo, como de gentes que aman los muros porque detienen la mirada; un reloj en cada casa y un Dios a quien sólo se atisba la planta de los pies». Ese es el Brooklyn en el que Ginsberg comienza el viaje de Aullido y el lugar en el que Lorca transformó a «la multitud» en caballos, hormigas furiosas, iguanas vivas, cocodrilos quietos, sierpes que esperan.
La geografía poética de Ginsberg no tiene raíz, es una América huérfana de valores, una América miope y psicópata y, sin embargo, Brooklyn está en Ginsberg y está en Lorca, como esa ciudad sin sueño por la que vagar un rugiente atardecer invernal mientras se piensa un poema y Odiseo toma sus armas.
Brooklyn es poema y es canción, es aullido y es alerta, es soliloquio y es nocturno, es puente y es locura. Porque ese Brooklyn es una geografía poética, un no-lugar, un paisaje cultural, es geometría y es angustia. Es Brooklyn, «el inmóvil mundo del intertiempo». Un universo imaginado. Precisamente, en La caída de América, Ginsberg nos dice: «No, yo jamás hice eso». Porque Ginsberg está contando su gran relato al rey de los feacios y puede alterarlo como quiera. Y ese gran relato es La caída de América (1973), presente ya en Aullido, cómo el sueño americano se convierte en pesadilla, cómo el héroe homérico se transforma en asesino. Y Ginsberg nos pregunta: «Si tu país te llamara, ¿acudirías?». Y puede ser que el viaje de Ginsberg en Aullido y el viaje de Lorca en Poeta en Nueva York solo intente responder a esta pregunta: si Penélope, la madre patria, te llama… ¿sabrás cuál es tu ciudad y quiénes son tus padres? ¿O veremos «las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros»? Porque hace años que las grandes potencias han decidido suicidarse, que la paz no llega a los itacenses.
Leer a Ginsberg y a Lorca es encontrar una tensión entre la construcción de un mito (el sueño americano) y la destrucción de un símbolo (la nacionalidad). En medio, ese hueco presente en el rugiente atardecer invernal de Brooklyn. Porque después de matar Ulises es otro, ese que mira al cielo sabiendo que tiene las manos manchadas de sangre. Aullido y Ciudad sin sueño cuentan el viaje de ese otro Ulises: el que es consciente de lo que ha hecho, el que sabe que ya no queda espacio en el amanecer para la inocencia.
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BIBLIOGRAFÍA
GINSBERG, ALLEN (2003) La caída de América. Versión de A. Resines. Colección Visor de Poesía. Madrid.
GINSBERG, ALLEN (2017) Aullido. Edición bilingüe. Traducción de Rodrigo Olavarría. Anagrama. Madrid.
GARCÍA LORCA, FEDERICO (2007) Poeta en Nueva York. Austral Poesía. Madrid.
TRUJILLO, NOEMÍ (2011) Brooklyn Bridge. Playa de Ákaba. Madrid.
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