George A. Romero (Nueva York, 1940 – Toronto, 2017) fue un cineasta de gloria incierta. Aunque raramente consiguió superar la precariedad de sus rodajes, también puede incluírsele, y de hecho lo hacen los comentaristas más eclécticos, en esa generación que cambió Hollywood a finales de los 60 y principios de los 70. Pero, a diferencia de aquellos rupturistas de primera hora, que abrieron nuevos caminos en la industria estadounidense —Francis Ford Coppola, Brian de Palma, Michael Cimino, Martin Scorsese—, Romero siempre operó desde la marginalidad. Yo le admiro por su independencia y por The Amusement Park (1975), un mediometraje sobre el desprecio que inspira a los demás un anciano. No quieren pensar que ellos también, si son capaces de vivir lo suficiente, llegarán a viejos. Pero no sé si atribuirle, o no, responsabilidad alguna en la degeneración del zombi, otrora un prototipo del cine de miedo tan digno como aquella inolvidable momia de Imhotep (Boris Karloff), entregada a su amor eterno por Helen Grosvenor (Zita Johann), en la cinta de Karl Freund del 32, que cuenta entre lo más granado del repertorio clásico del cine de terror de la Universal. Romero declaró más de una vez que su modelo en La noche de los muertos vivientes (1968) no fueron los zombis, fueron los vampiros que Richard Matheson nos presenta en Soy Leyenda, su novela de 1954 llevada al cine tantas veces.
Sin embargo, los zombis, que llegaron a la pantalla como trabajadores esclavos en La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932) han sido objeto de la mayor degeneración de uno de sus prototipos que ha conocido el cine fantástico. Tanto ha sido así que esos zombis resultan máquinas de matar a bocados a los no contagiados por esa voracidad antropófaga que les posee a ellos. Una humorada, a fin de cuentas. Y esas gracietas son una de las peores cosas en las que puede caer un monstruo.
El “bicho” de Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979) fue imaginado por Hans Ruedi Giger hace ya más de 50 años. Recuérdese que es una evolución de Li II, ese acrílico sobre papel de 1974 que nos muestra una repelente figura biomecánica en la que se sintetiza toda la entomofobia de la mayoría de los seres humanos.
A imagen y semejanza de aquel ser espeluznante nació el bicho de Alien. Desde que le vimos por primera vez en El octavo pasajero, a bordo de la Nostromo, han debido de ser muy pocos los espectadores que se hayan reído de él o de su larva introduciéndose en quienes tiene más a mano para ir creciendo en el interior de su cuerpo hasta reventarlo. Un miedo semejante tendría que darnos el zombi. Tememos al biomecánico porque lo imaginamos en nuestro interior, parásito de nuestro cuerpo hasta reventarlo. De idéntica manera deberíamos temer que, de repente, alguien nos hechizase y nos convirtiese en zombis, esclavos de aquel que había pagado para hechizarnos.
Sé que algunos cifran el comienzo de la degeneración del zombi en La noche de los muertos vivientes, la cinta más celebrada de Romero. Yo me quedo con los muertos vivientes de La maldición de los zombis (John Gilling, 1963) e, incluso, los de Wes Craven en La serpiente y el Arco Iris (1988). Y puesto a celebrar La noche de los muertos vivientes, defiendo la comparación que el crítico Jason Zinoman nos propone en su Sesión sangrienta (T&B, 2008) entre la cinta de George A. Romero y los Sex Pistols. Sostiene Zinoman en su texto —donde traza un lúcido recorrido por el “excéntrico grupo de cineastas outsiders” que dando un nuevo brío a las pesadillas de sus espectadores conquistaron Hollywood y pusieron en marcha el cine de terror moderno— que la catarsis que La noche de los muertos vivientes supuso para la pantalla de miedo sólo es comparable a la que la banda de Johnny Rotten llevó al rock. El comentarista ponderado no puede hacer otra cosa que rendirse ante tanto acierto.
Como poco fueron tres las cintas que marcaron un jalón en el cine de terror de los 60. Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) sirvió de pórtico a todos los psicópatas asesinos que sucedieron a Norman Bates (Anthony Perkins) en las dos pantallas. La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968) dio al Maligno una verosimilitud desconocida con anterioridad. Y bien podría decirse que todos los niños y adolescentes endemoniados que se enseñorearon de la cartelera en los años 70 son primos del hijo de Rosemary (Mia Farrow) y el Príncipe de las Tinieblas. Pero La noche de los muertos vivientes creó escuela a dos niveles en el miedo de la década en que Charles Manson y sus discípulos cortaron en pedazos a la bella Sharon Tate, la esposa embarazada de Polanski. Por un lado consiguió que el público mayoritario sintonizase con las películas de zombis como ni siquiera lo había hecho con La legión de los hombres sin alma oYo anduve con un zombie (Jacques Tourneur, 1943), las cintas inaugurales del género. La segunda de las pautas marcadas por el filme de Romero fue un regreso a esos reducidísimos presupuestos que si no son consustanciales al cine de miedo, sí son sumamente beneficiosos porque agudizan el ingenio de sus realizadores.
Frente a Psicosis y La semilla del diablo, dos producciones holgadas y dirigidas, respectivamente, por un clásico de la talla de Hitchcock y Polanski, uno de los cineastas más sobresalientes de su tiempo, George A. Romero demostró que para abrir un nuevo capítulo en la historia del cine no hacía falta ser un cineasta consumado o tener detrás a los grandes estudios. Ni siquiera precisó actores profesionales. Al realizador, entonces en ciernes, le bastó emplazar su tomavistas en el cementerio de Evans City (Pensilvania) y sus alrededores. Desde allí elevó a los zombis a ese lugar del cine de miedo —y a ese parnaso de la cultura popular— que ahora ocupan los caminantes.
Más allá del terror —consiguió que muchos de los que fueron al cine a reírse, como acostumbraban con estas producciones, salieran de la sala en verdad asustados-—, en La noche de los muertos vivientes —como en el mejor cine fantástico— se registran no pocas alusiones a la rabiosa actualidad del momento de su rodaje. Así, en el hecho de que Ben (Duane Jones), el protagonista, sea un afroamericano que acaba muriendo, fue a verse una referencia a los asesinatos de Malcolm X y Martin Luther King.
Lo rigurosamente cierto es que la precariedad de su producción y el éxito inusitado —se mantuvo varios años en la cartelera internacional— demostró a los excéntricos outsiders que se podía hacer buen cine de terror sin apenas dinero. Fue así como George A. Romero abrió la puerta a cineastas como Tobe Hooper, John Carpenter o Wes Craven. Una forma de realizar películas cuya impronta se extiende hasta El proyecto de la bruja de Blair (Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999).
Es sabido que Romero abominaba de The Walking Dead, los zombis creados por Frank Darabont dentro de esa nueva narrativa televisiva que gusta a todo el mundo tanto. Pero tras la noticia de su óbito, a buen seguro que los caminantes, sus discípulos más recientes y notables, le estaban esperando en el infierno.
¿Es una mariconada mía, o es de dudoso gusto ironizar como hace el autor del artículo con el asesinato de Sharon Tate?