Cabe imaginar a George Orwell en la noche del 24 de abril de 1938 pensando en Barcelona, unas horas antes de que Homenaje a Cataluña llegase a las librerías con el sello de Secker & Barbour. Puede que esta conmovedora reflexión del último gran utopista inglés acerca de su experiencia en nuestra Guerra Civil —para él la Revolución Española— sea el primer texto llamado a hacer historia de los que ha dado a la estampa la aún joven editorial londinense en sus tres años de actividad. Con el tiempo, publicarán obras Simone de Beauvoir, Colette, J. M. Coetzee, Alberto Moravia, Günter Grass e incluso del budista inglés Lobsang Rampa, todo un pionero en la nueva espiritualidad occidental. De momento, lo que Secker & Barbour pondrá en unas horas a la venta —ya el 25 de abril— es una de las primeras —y mayores— críticas al estalinismo. Un momento estelar de la humanidad, porque el estalinismo fue un totalitarismo tan cruel como el nazismo —antiguos aliados merced al pacto Ribbentrop-Molotov (23 de agosto de 1939)—, una de las mayores atrocidades que alumbró el ser humano, y Orwell fue uno de los primeros en denunciarlo.
Victor Gollancz, todo un prosoviético, no contó entre aquellos humanistas sinceros. Destacado editor en el Londres prebélico, debió de serlo de Homenaje a Cataluña. Pero al leer el original de Orwell y advertir su denuncia del estalinismo, se convirtió en el primero de sus innumerables enemigos. No contento con no publicarlo, hizo cuanto estuvo en su mano por impedirlo. Y no fueron pocas las trabas con las que tuvo que lidiar Secker & Barbour para que el texto llegase finalmente a las librerías hace 86 años. El poder de los comunistas en el mundo editorial —sólo comparable a las simpatías que aún despiertan en amplios sectores de la prensa— fue inmenso. Incluso en la España franquista llegaron a controlar editoriales.
La Barcelona que conoció George Orwell fue aquella donde el anarquismo había dejado de ser utópico. El “tú” sustituyó al “usted” en el tratamiento y las expresiones serviles desaparecieron. Hasta los burgueses vestían los monos de trabajo azul Mahón de los obreros y llamaban “compañero” a todo el mundo para salvar la vida frente a las patrullas de control del Comité de Actividades Antifascistas, las cuadrillas de asesinos en aquella sazón. El escritor llegó a ella el 26 de diciembre de 1936. Trotskista convencido, vino a España para alistarse en la milicia del POUM, que no en las Brigadas Internacionales, organizadas por el comunismo ortodoxo y, en consecuencia, estalinistas a carta cabal.
Como a todos los ingleses que vinieron a luchar aquí —John Cornford, brigadista que murió en la batalla de Lopera (Jaén) con 21 años; W. H. Auden, que no llegó a combatir; Stefen Spender…— a Orwell le fascinó la luminosidad de España. Un país donde lucía el Sol (1981), tituló Bernd Dietz la antología en la que recogió algunos de aquellos poemas para la Editorial Hiperión. Pero nada caló tan hondo en el trotskista como esa ciudad “en la que la clase obrera ocupaba el poder”. Esa es su descripción de Barcelona en Homenaje a Cataluña. “Todas las tiendas y cafés exhibían un letrero en el que se decía que habían sido colectivizadas. No había coches particulares: todos habían sido requisados, al igual que los tranvías, los taxis y la mayoría de los transportes públicos”.
Cabe pensar que, en la noche del 24 de abril de 1938, Orwell volvió a sus recuerdos de esa ciudad plena de “barricadas contra la Reacción en los puntos estratégicos de las barriadas obreras”. Las riadas de gente subían y bajaban por las Ramblas. Hasta bien entrada la madrugada, ‘Hijos del Pueblo’, ‘A las barricadas’ y el resto de las canciones revolucionarias atronaban en los altavoces, repartidos por doquier. Aunque trotskista, Orwell no oculta sus simpatías por la Cataluña anarquista, como ellos y a diferencia del PCE, el PSUC y la República, cree que, por hacer la guerra, no hay que olvidar la revolución.
Los anarquistas españoles eran “sucios, hediondos e indisciplinados”, sostiene Hemingway por boca de uno de sus personajes en La quinta columna (1937). Tal vez fuese ése el motivo del decidido apoyo del autor de Por quién doblan las campanas (1940) a la represión comunista al movimiento libertario (mayo de 1937). Y todo mientras escribía sobre los saboteadores de la retaguardia. ¡Menuda coincidencia! Quienes ven en el propio Hemingway a un quintacolumnista, se preguntan acerca de su ardiente defensa de la república de los “tiros a la barriga”, con los que Azaña ordenó reprimir el levantamiento anarquista de Casas Viejas (1933). Republicanismo que, sin embargo, no fue óbice para que, al cabo fuese uno de los escritores favoritos de la España franquista, siempre presta al aplauso de sus carreras en los sanfermines y de sus borracheras en Chicote.
Mientras Hemingway elucubraba sobre los quintacolumnistas, Orwell era herido en el frente. Durante la convalecencia se desató la represión comunista al movimiento libertario, el POUM —que se había combatido junto a los anarquistas— fue declarado ilegal por las autoridades republicanas —al servicio de Stalin— y, en junio de aquel año, el escritor tuvo que huir de la Cataluña que tanto amó, ya inexistente. Pero uno de los mayores enemigos de la ortodoxia soviética acababa de nacer, aún estaban por llegar sus dos grandes ficciones.
Tanto tiempo después, el Orwell distópico, el de 1984 (1948) —conviene insistir en que Rebelión en la granja (1945) es una fábula, y además canónica porque condena la barbarie humana mediante animales antropomorfizados—, sigue siendo objeto de enmienda por el neoestalinismo y su nueva ortodoxia. “La ortodoxia significa no pensar, no tener necesidad de pensar. La ortodoxia es inconsistencia” —comenta Syme a Winston Smith en 1984—. También lexicógrafo en el Ministerio de la Verdad, el mismo organismo que emplea al infeliz protagonista en la enmienda constante de los números de The Times en aras de los intereses del Partido Único.
Y bien es cierto que, hasta hace apenas unos meses —acaso mientras Sandra Newman acometía la enmienda de 1984 en Julia (2024)—, en la España de aquí y ahora, las lideresas del neoestalinismo libraron una de sus batallas más sonadas queriendo imponernos nuevas palabras. Parecía una broma, pero fue todo un intento de implantar ideas mediante vocablos, como en la neolengua impuesta por el Socing de Oceanía, el inmenso estado colectivista de la distopía de Orwell.
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