“Ghachar ghochar» es una expresión que denota algo irremediablemente enredado, una complicación irresoluble. El autor de esta novela, Vivek Shanbhag, inventó estas palabras para dar título a una parábola moderna sobre el capitalismo, un relato, con tintes clásicos, sobre la riqueza y la ruina moral que Zenda presenta en este primer capítulo.
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Vincent es camarero de La Cafetería. El establecimiento se llama así, sin más: La Cafetería. No ha cambiado de nombre en cien años, pero sí de actividad. Aún puede uno tomarse aquí una buena taza de café, pero ahora es bar y restaurante. No uno de esos bares mal iluminados con la clientela apiñada en torno a las mesas, sitios donde uno llega a sospechar que beber no es, ciertamente, un hábito saludable. No, este es un local bien ventilado, espacioso, de techo alto. Al beber aquí, uno se siente elegante, refinado. Tiene las paredes revestidas de madera hasta la altura del hombro. En las robustas columnas cuadradas que se alzan en el centro del salón cuelgan fotografías antiguas, cuyas imágenes muestran lo hermosa que era esta ciudad hace un siglo. Evocan una época más plácida, más reposada, y La Cafetería consigue de algún modo pertenecer aún a ese mundo. Por ejemplo, uno puede presentarse a las siete de la tarde, el momento de máximo ajetreo, pedir solo un café y ocupar una mesa durante dos horas sin que nadie ponga el menor reparo. Es como si supieran que una persona que se queda ahí sentada tanto rato debe de tener en la cabeza un millar de engranajes en funcionamiento. Y saben que esos engranajes en funcionamiento no lo dejan a uno en paz. Al final, se sentirá desbordado, tal como los serenos espacios de esas fotografías, que los compradores devoraron y convirtieron en el caos masificado que nos rodea hoy día.
Una vez vine en un estado de intenso azoramiento y, mientras él dejaba una taza de café ante mí, inconscientemente dije de viva voz: «¿Qué he de hacer, Vincent?». Abochornado, me disponía ya a disculparme cuando él, pensativo, contestó: «Caballero, déjelo correr». Esa bien podría haber sido una respuesta genérica, supongo, pero algo en su actitud me llevó a tomar en serio sus palabras. Poco después de esa interacción con Vincent abandoné a Chitra y la relación que nos unía, fuera cual fuese. Se produjo entonces un giro en mi vida que me llevó al matrimonio. Pero, bueno, no quiero dar la impresión de que creo en lo sobrenatural, porque no es así. Aunque, claro está, tampoco ando en pos del fundamento racional de todo lo que ocurre.
Hoy llevo sentado en La Cafetería mucho más tiempo que nunca antes. Aguardo con desesperación alguna señal. Parte de mí ansía hablar con Vincent, pero me contengo: ¿y si insinúa con sus palabras precisamente aquello que no quiero oír? Es por la tarde. Hay poca gente. Justo en mi línea de visión se halla una mujer joven, vestida con una camiseta azul, que anota algo en un cuaderno. Ocupa una mesa orientada hacia la calle. En la mesa, frente a ella, tiene dos libros, un vaso de agua y una taza de café. Mientras escribe, un mechón de pelo se le ha deslizado y cuelga ante su mejilla. Viene al menos tres veces por semana a esta hora. En ocasiones se reúne con ella un joven, toman un café y luego se marchan juntos. Es la misma mesa donde nos sentábamos Chitra y yo.
Cuando empiezo a preguntarme si hoy aparecerá su amigo, lo veo en la puerta. Toma asiento frente a la chica. Dejo vagar la mirada, pero en el acto oigo gritos y la dirijo de nuevo hacia su mesa. Ahora ella está de pie, inclinada sobre la mesa. Con una mano lo tiene a él agarrado por el cuello de la camisa. Con la otra lo abofetea. El joven mantiene los antebrazos en alto para protegerse y, balbuceante, da explicaciones. La chica lo suelta y le lanza uno de los libros, luego el otro, sin parar de proferir improperios que aluden a todos los hombres. Se interrumpe y, colérica, recorre la mesa con la mirada como si buscara algo más con que agredirlo. Él empuja atrás la silla y huye. La chica coge el vaso de agua que tiene ante sí y se lo arroja. Yerra el tiro, y el vaso se hace añicos contra la pared.
Después de marcharse el joven, ella se queda asombrosamente tranquila. Recoge los libros y el bolso. Por un momento permanece inmóvil en la silla con los ojos cerrados y la respiración agitada. Uno de los ayudantes de camarero barre los cristales rotos. La Cafetería se había sumido en el silencio mientras los pocos circunstantes observaban la escena. Ahora se reanuda el murmullo habitual. En el momento preciso, como si todo fuera una obra de teatro, Vincent se acerca a la mesa de la chica, y ella levanta la cabeza para pedir algo. Por lo visto, Vincent sabía ya lo que iba a pedir y lo tiene listo entre bastidores. Un gin-tonic aparece en la mesa con sospechosa presteza.
Cuando se retira de la mesa de la chica, le hago una seña para que se acerque.
–¿Qué ha pasado?
Otro en su lugar tal vez hubiera dicho que la pareja había roto, o especulado sobre la posible infidelidad del hombre. Quizá incluso hubiera comentado que esa era la primera vez que la joven pedía una copa allí. No nuestro Vincent. Él se inclina y dice:
–Caballero… una historia, muchas versiones.
Si Vincent hubiese adoptado un nombre rimbombante y se hubiese dejado una barba larga y lustrosa, miles de personas se habrían rendido a sus pies. ¿Qué distintas son sus palabras de las de esos individuos exaltados? Las palabras, a fin de cuentas, no son nada en sí mismas. Cobran significado solo en las mentes en las que penetran. Si uno se detiene a pensar, incluso aquellos a quienes se considera dioses encarnados rara vez hablan de asuntos profundos. Es a sus aserciones cotidianas a las que se atribuye una significación sublime. ¿Y quién ha dicho que los dioses no pueden revestirse de la forma de un camarero cuando deciden visitarnos?
La verdad es que no vengo a La Cafetería por ninguna razón en particular. Pero ¿quién puede admitir en tiempos como estos, en una ciudad tan ajetreada como esta, que hace algo sin una razón? Lo diré, pues: vengo para tomarme un respiro de las trifulcas domésticas. Y si en casa todo está en paz, se me ocurren otras razones. En cualquier caso, mis visitas a La Cafetería se han convertido en un ritual diario. Mi mujer, Anita, a quien una vez expuse el argumento de la divinidad de Vincent, a veces pregunta irónicamente: «¿Has visitado hoy tu templo?».
Parece que, de algún modo, mis calladas súplicas son atendidas cuando estoy en La Cafetería. Hay ocasiones en que la mera idea de estar allí me asalta poco antes de acostarme, y me paso la noche en un alterado duermevela, impaciente por que llegue la mañana. Vengo, elijo una mesa desde la que poder ver las andanzas de la gente en la calle y me siento. A esa hora de la mañana no suele haber aquí más de dos o tres personas. Vincent me trae un café fuerte sin necesidad de pedírselo. Me quedo ahí sentado y observo a los viandantes: en el frío de diciembre, pasan presurosos con jerséis y chaquetas; en verano, llevan ropa fina y ligera, con algo de piel expuesta al sol. Después de mirar por la ventana durante media hora poco más o menos, llamo a Vincent, charlo con él, y entresaco sabias palabras de todo lo que dice. Si tengo la cabeza especialmente encapotada, quizá pido un tentempié y prolongo la conversación con Vincent. A veces estoy tentado de desahogarme con él. Pero, en fin, ¿de qué serviría si aparentemente ya lo sabe todo sin necesidad de decírselo? Estos interludios en La Cafetería, lejos de las tensiones del hogar y la familia, son la parte más reconfortante de mi día.
Esa chica que acaba de ahuyentar a su amigo me recuerda a Chitra. Me pregunto cuántas veces me habrá vapuleado Chitra de esa manera en su imaginación; me escabullí de ella sin decir ni una palabra. Naturalmente, su orgullo jamás le permitiría andar detrás de mí. En todo este tiempo no ha intentado ponerse en contacto conmigo ni una sola vez. Nos veíamos casi todas las tardes, por lo común en esa misma mesa. Ella trabajaba en una organización de ayuda a la mujer, y su indignación iba gradualmente en aumento mientras me contaba cómo le había ido el día. Las cosas que decía sobre los hombres las interpretaba yo aplicadas a mí mismo. Me quedaba mudo, con una vaga sensación de culpabilidad. Ella a lo mejor decía: «¿Cómo vas a romperle el brazo solo porque el té no está a tu gusto?». O: «¿Matas a tu mujer porque se olvidó de dejar la llave en casa del vecino?». Yo sabía que el té no debía traducirse en un brazo roto, ni una llave olvidada en un asesinato. El problema no residía en el té o la llave: los últimos hilos de una relación pueden romperse a partir de una sola mirada o un momento de silencio. Pero ¿cómo iba yo a explicarle eso a ella? Allí no había espacio más que para su ira. ¿Cómo, pues, podía haber ternura entre nosotros? En realidad, no había nada, supongo, y desde luego nada físico. No la cogí de la mano ni una sola vez, pese a que seguramente podría haberlo hecho. Cuando acabábamos de conocernos, creí que quizá nuestra relación se estrecharía. Pero no fue así. De pronto, un día, lo que fuera que había entre nosotros se desvaneció. Dejé de ir a La Cafetería a nuestra hora de costumbre y empecé a ir ya avanzada la tarde. Eso fue el fin: nunca volvimos a vernos.
Recuerdo claramente de qué conversamos en nuestra última cita. Ella me habló de una mujer a quien su suegra había echado de su casa en plena noche. Mientras ella tiritaba en la calle, su marido y los padres y la hermana de este dormían todos calientes bajo sus mantas. Ella se quedó allí sentada, oyendo roncar al marido a través de la ventana. Al amanecer, ocultó su vergüenza al lechero haciendo ver que esperaba la leche. Mientras Chitra describía las penalidades de esa mujer, su voz adquirió un timbre cada vez más agudo. «Ya me encargaré yo de que ese marido y esa suegra vean una cárcel por dentro –juró–. He de comentarle el caso a nuestro abogado antes de que se marche a casa.» Dicho esto, se puso en pie. Me tocó el hombro con delicadeza, añadió, como siempre, «Adiós, cariño», y se fue. Ahora, cuando trato de traer a la memoria si en ese momento yo sabía ya que aquello era el final, mis evocaciones son brumosas. Sí recuerdo que, cuando Chitra se marchó, me quedé allí sentado en silencio. Al día siguiente no me presenté a nuestra hora habitual. Ni nunca después. Puede que Chitra haya preguntado a Vincent por mí; no lo sé. Posiblemente advirtió que yo la eludía y ya no intentó siquiera ponerse en contacto.
Mientras estoy hoy aquí en La Cafetería, noto mi ánimo más desazonado que de costumbre. Si yo me doy cuenta, también lo percibe Vincent. A sabiendas de que estoy impaciente por hablar con él, se acerca a mi mesa por propia voluntad. Le digo: «Otra limonada, por favor». Se aleja después de dirigirme una mirada con la que parece decir: «¿De verdad eso es todo?». Delante de mí, la chica apura su gin-tonic de un par de tragos y guarda los libros en el bolso. Suena mi móvil y me sobresalto. Debe de ser alguien de mi familia. Hace treinta horas que me marché de casa, y me preocupa qué noticias pueda traer esa llamada. Miro el teléfono: número desconocido. Contesto con cierto temor. Me preguntan si necesito un seguro. «No», respondo con aspereza, y vuelvo a guardarme el teléfono en el bolsillo.
Vincent trae una bandeja con un vaso que contiene una mezcla de zumo de limón y sal, una botella de gaseosa, un pequeño cuenco con rodajas de limón y una cuchara larga. Deja el contenido de la bandeja en la mesa con gran parsimonia. Extrae un abridor de algún lugar de su faja y, haciendo palanca, desprende la chapa. Mientras vierte el líquido, la espuma asciende a borbotones en el vaso. Vincent espera más de lo necesario entre chorro y chorro de gaseosa, como si me concediera tiempo. Por mucho que me esfuerce en simular, ¿cómo voy a ocultar a este hombre omniscio mi desesperada necesidad de desahogo?
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Autor: Vivek Shanbhag. Traductor: Carlos Milla Soler. Título: Ghachar Ghochar. Editorial: Literatura Random House. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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