Foto: Octavio Quintanilla
Leer la poesía de Tino Villanueva (San Marcos, Texas, 1941) es degustar un cóctel de deleites visuales, escuchar silencios tensos, toparse con el mundo, estar atenta a los desvíos de una calle, y a veces ser testigo de la injusticia con cierto grado de indignación. A Villanueva le interesan los giros de la memoria y de la vida. Precisamente estos lo llevan a un conflicto de adolescencia, al que el poeta adulto sigue los pasos en Scene from the Movie GIANT (1993), su poemario más reconocido (traducido por Rafael Cabañas Alamán como Escena de la película GIGANTE, 2005 y 2016). Aquel joven de Scene se convertirá en un urdidor de palabras de la vida real, un heroico escritor de jámbicos venido desde el mundo chicano y galardonado por este libro con el American Book Award en 1994.
No pasa el tiempo para este film en verso escrito por el poeta tejano que aprendió a apreciar la poesía escuchando a Rubén Darío en Panamá y a escribirla imitando a Dylan Thomas. Villanueva es un maestro de vocablo y del tono en inglés y en español. Entrelaza con igual maestría los gestos del desapego y de la nostalgia en ambas lenguas, mientras sigue el latido constante de un corazón curtido en la memoria de su Texas natal o de viajes por el mundo, como hace en su más reciente trabajo (mayormente inédito) sobre las andanzas de un flâneur. Quizá porque también es pintor, hay una calidad visual irresistible en la poesía narrativa de don Tino, dueña de una magia de cine. Sus versos corren, y una vez iniciada la película son imparables. Su longitud, sus encabalgamientos, sus imágenes claras, los destellos de meditación filosófica son momentos diamantinos de un film cautivador. Y Scene es una película que vuelve una y otra vez, al otro lado de la pantalla de Hollywood: el lado los personajes mexicanos y del espectador chicano que vive sus imágenes desde la última fila y que será transformado permanentemente. Quiero verlo, leer todo, todo lo que hay al otro lado hasta el final.
El libro me hace volver —cómo no— a Giant (1956) la icónica película de George Stevens, basada en la novela homónima (1952) de la escritora judía nacida en Kalamazoo, Michigan, Edna Ferber. Veo a Elizabeth Taylor y a Rock Hudson y a sus hijos y nietos de ficción; veo a la rígida hermana de él; a James Dean convirtiéndose en extravagante magnate petrolero; me emociono cuando Hudson se pelea con el dueño de aquel café de carretera por negarse a servir a una exigua familia mexicana delgada, pobre. Es la escena que da título al libro de don Tino: el clímax del conflicto que hace de Hudson un héroe blanco antirracista y evidencia el lado más vulnerable de la trama: el lugar de las heridas profundas del prejuicio racial. A partir de ahí el poeta engarza narraciones líricas, dramáticas y meditativas en un lenguaje que viaja de lo ecfrásico a lo íntimo. Hila con fineza y profundidad la memoria del adolescente de catorce años que asimila la tragedia del mundo segregado. Vemos aquella proyección de 1956 desde sus ojos y su piel, desde la oscuridad de aquel cine, desde su impotencia, y desde su camino de vuelta a casa. Y vemos lo que no tiene forma visible: la tensión, el silencio, el tiempo de la espera, el calor, el esfuerzo, el odio que inunda la pantalla en el café, y después, la sensación de convertirse en un ser diferente ante el mundo:
“ […] A second-skin had come over me
In a shimmer of color and light. I could
Not break free from the event that began
To inhabit me–gone was the way to dream
Outside myself.”
(“On the Subject of Staying Whole”, 17)
—
[…] Una segunda piel me recubrió
En un resplandor de luz y color. No me pude
Liberar de la escena que empezó
A invadirme– se había esfumado la manera de soñar
Fuera de mí mismo
(“Sobre el tema de mantenerse íntegro,” Cabañas 261)
Y ¡justo! Ahí está el giro. La pirueta aparentemente imposible que les poetas viajeres conocen bien: el movimiento hélice en dos direcciones opuestas: una hacia las callejuelas y rincones del ser, otra hacia los calles y las aceras del mundo. La contorsión es captada por Villanueva felizmente al seguir los pasos del joven, su mirada empapada aún de los sucesos vistos en la pantalla y la consecuente pérdida “su pequeño escudo de fe” (“Soñando en el crepúsculo”). La experiencia existencial de contemplarse en el espejo de la pantalla como niño mexicano de otro momento, aborrecido por Sarge, de saberse parte de una historia de destitución, heredero (considerado ilegítimo) de la tierra de “otro tiempo, que también es el hogar» (35), es lo que lanza al joven a buscar su lugar y expresión en el mundo camino a casa. Un hogar para el presente, para los vivos, uno que el poeta Tino Villanueva sigue construyendo en Boston décadas después, a través de la palabra. Y para nuestro deleite: la calidad narrativa y cinematográfica de su poesía puesta al servicio íntegro de la búsqueda de ese hogar.
Hablamos por teléfono, y aunque Villanueva me dice que la memoria es su musa, creo que ella es algo más. Recuperarla, indagarla, nombrarla en Scene es hacerse, crearse en el presente a través de la escritura. A medida que el poeta versa su historia se actualiza, se construye a sí mismo. El poema que cierra la incesante película de don Tino, «The Telling», nos aclara que «la ceniza de la memoria” es “mi nombre.» Y nombrar hoy a través de un recuerdo, más que la creación de una escena del pasado, es re-crear al mismo poeta, al ser entregado a su oficio de versar y buscar quien se es en el mundo.
Así se cumple el deseo de Tino Villanueva en cada poemario, como pidiera en su plaquette Primera Causa / First Cause (1999):
Memoria mía, memoria mía,
dame lo que es mío y enséñame
la pura manera de contar lo que se ha ido
—que pueda más la voz que el tiempo.
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