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Lo estaba haciendo bien

Lo conocí cuando era un niño rubio y guapo de cuatro o cinco años, al que su madre llevaba al diario Pueblo para ver a su padre, abogado del periódico, que cada noche se quedaba hasta la hora del cierre, revisando que nadie hubiera metido la pata en un artículo y nos cayera un pleito. Su padre fue mi amigo, y lo recuerdo siempre fumando en su pipa, rubio y barbudo, con aspecto de comandante de submarino alemán, y al pequeño David sentado y dibujando entre galeradas, timbrazos de teléfonos y tecleo de máquinas de escribir. Supongo que fue allí donde empezó a mamar el periodismo, pero también donde nacieron las raíces de su vida, su vocación y su obra. Y sobre todo, de su carácter. Su padre, al fin separado de la madre y los hijos, murió trágicamente en 1985; y como decía el propio David, fue el periodismo, o aquella clase de periodismo nocturno, bohemio y golfo que aún practicábamos entonces, el que posiblemente le costó el matrimonio, la familia y la vida. “Te quería mucho —me dijo su madre hace unos días, cuando David agonizaba— porque siempre le hablabas bien de su padre”. Esto que acabo de contar es una intimidad; pero una intimidad necesaria para comprender  a David Gistau. Porque hasta su muerte fue y quiso ser el hijo de aquel hombre que leía galeradas en las madrugadas de Pueblo a punto de que empezaran a funcionar las rotativas. Quiso serlo para expiarlo y corregirlo. Para mejorarlo, reconvirtiendo aquella vida trágica en una vida feliz. Devolviéndole al hombre que de tal modo marcó su vida, que lo dejó huérfano muy pequeño y al que amaba y admiraba con toda su alma, la certeza de que era posible otro camino. Reconstruyendo la vida de su padre a través de la suya propia. En cierta ocasión, una noche en la que paseábamos después de aquellas cenas nuestras en Lucio con Raúl del Pozo, Antonio Lucas, Edu Galán y Jabois, que desde ahora quedan mutiladas sin remedio, me dijo algo que define perfectamente su vida en los últimos años: “Quiero demostrárselo, ¿sabes?… Yo sí quiero hacerlo bien”. Y ésa era, en efecto, su obsesión. Seguir la huella del padre pero con pasos acertados esta vez: una familia unida, hijos bien criados, paz de hogar, libros, cultura, vida. No quería ser González Ruano ni Umbral, ni tampoco Faulkner o Balzac. No lo necesitaba, porque su ambición era otra. Quería ser cabeza de familia a la antigua, clásico, ejemplar. Que sus hijos nunca tuvieran clavada en el corazón la astilla del padre perdido y el hogar destruido, sino todo lo contrario. Deseaba hacerlo bien, y sus amigos éramos testigos de eso: “La felicidad, la normalidad, los niños, la mujer —bromeaba cuando le tomábamos el pelo—. Sólo nos falta el perro para ser un asqueroso anuncio de Corn Flakes”. Ahora, sin embargo, ya no está. La vida, que a menudo premia a los canallas y es despiadada y sucia con los seres nobles, se ha vengado de él casi a la misma edad que la de su padre, volviendo a dejar unos hijos muy pequeños, huérfanos bajo una sombra inmensa. Repitiendo casi punto por punto la vieja tragedia. Por eso confío en que todos quienes hoy nos decimos sus amigos recordemos eso y ayudemos a su mujer y sus hijos en lo que sea posible, como él habría esperado de nosotros. Así honraremos de verdad la memoria del grandullón rubio y barbudo con sonrisa de niño, lector, culto, brillante, mágico, que parecía un ángel del infierno, un vikingo o, como el padre al que tanto extrañó y tanto amó, un comandante de submarino alemán. Quiso hacerlo bien, como decía, y lo estaba consiguiendo. Descanse para siempre David Gistau en el recuerdo de los innumerables amigos a los que deja con el corazón destrozado. Descanse en la paz eterna, tan merecida, de los hombres grandes, nobles y valientes.

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Artículo publicado en el diario El Mundo el lunes 10 de febrero.

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