La literatura se ha ocupado muy poco —por no decir nada— de las mujeres gladiadoras que también pisaron el circo de Roma. Por suerte, Juan Tranche presenta ahora una novela histórica protagonizada por tres gladiadoras que, a través de sus ansias por hacer justicia, encarnan una figura, la de la gladiadora, que no por poco frecuente podemos decir que no existió. Una ficción con una amplia documentación que aborda, entre otras cosas, las injusticias que sufrían las mujeres en aquel imperio ya lejano.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Gladiadoras (Planeta), de Juan Tranche.
***
I
Roma (Campo de Marte), 124 d.C.
La noche amenazaba con caer sobre la Ciudad Eterna. La oscuridad, acompañada de una fría niebla, iba envolviendo las calles, refrescando el empedrado de las calzadas y destemplando los cuerpos de sus habitantes.
Sin siquiera esperar a que los comerciantes arrearan a los mulos para abandonar el mercado, un tumulto de indigentes comenzó a rapiñar todo cuanto encontraban. Desde ese momento solo las prostitutas, sus clientes, los borrachos y todo aquel que no sentía apego por su vida poblaban los callejones entre ladrones y asesinos que buscaban, amparados en la oscuridad, satisfacer sus deseos. La ciudad albergaba un escenario diferente cuando la noche se adueñaba de las vías de Roma convirtiéndolas en uno de los lugares más peligrosos del Imperio.
Octavia se dirigía a la ínsula donde vivía con un caminar mucho más rápido de lo habitual, a pesar de su cansancio tras una jornada extenuante. Era una de los miles de prostitutas que hacían la calle en Roma. Lucía un largo vestido rojo, sucio y con el bajo desgastado. Tenía el rostro cubierto de restos de maquillaje seco, tras los restregones para eliminar la saliva y el sudor de sus clientes. Su pelo era de color azul. Por ley estaba obligada a teñírselo para que todo el mundo supiera que se dedicaba a uno de los oficios más antiguos del mundo.
La joven siempre llegaba a su vivienda antes del anochecer. Estaba acostumbrada a tratar con hombres de toda calaña y, sin embargo, sentía pánico hasta del más inocente cuando la oscuridad gobernaba las calles. Su último cliente la había entretenido mucho más de la cuenta. Ebrio, tardó una eternidad en alcanzar el clímax y, aunque gracias a ello llevaba la faltriquera llena de monedas, maldijo ese servicio por enésima vez.
Octavia dejó atrás el mercado, y su bullicio se fue perdiendo en la lejanía. Descartó varias calles angostas y buscó las más anchas para sentirse algo más segura. Aceleraba en cada paso, aún le quedaba un buen trayecto, y, al contemplar la niebla cada vez más densa, una incómoda tensión se empezó a apoderar de ella.
Unas voces a su espalda la pusieron en alerta. Se volvió hacia el ruido, pero la calle estaba vacía y reinaba el silencio. Suspiró negando con la cabeza y aceleró el paso con más miedo aún. Por aquellas calzadas no había ni rastro del cuerpo de los vigiles, los hombres reclutados desde tiempos del emperador Augusto que velaban por la seguridad nocturna.
Octavia agarró con fuerza la lúnula que colgaba de una sencilla cuerda en su cuello, con la inscripción del nombre que habían decidido para ella. Aquel amuleto protector, que la había acompañado toda su vida, era lo único que poseía desde que nació.
Cuando alcanzó a un grupo de esclavos que portaban antorchas para custodiar a su dominus [1], respiró aliviada y trató de mantenerse a una distancia prudencial para no ser reprendida, pero sin perderlos de vista. Aun así, no dejaba de mirar hacia atrás con la extraña sensación de que alguien la estaba siguiendo.
A todos los lupanares, a todas las termas y a todos los rincones donde se practicaba sexo a cambio de dinero había llegado la noticia de las prostitutas asesinadas de forma violenta. Las mujeres habían aparecido violadas y con tres cortes en la cara.
Con sus antorchas, los siervos continuaban iluminando el empedrado hasta que llegaron a un cruce. La joven suplicó interiormente que giraran en dirección a la ínsula donde ella vivía; en el último momento torcieron por la calle opuesta. Octavia sintió ganas de gritar, pero su garganta solo emitió un lastimero gemido. Trató de hacerse pequeña, de que su enjuto cuerpo se confundiera entre la oscuridad, la misma que la estaba devorando por dentro.
Aguzó el oído; varias pisadas en un ritmo diferente al suyo la alertaron de que no se encontraba sola. Sintió un escalofrío. Se detuvo y, al mismo tiempo, el ruido que la perseguía también cedió. Notó la frente perlada de sudor. Nunca había experimentado un pánico como el que en aquel momento envolvía su mente.
Comenzó a andar de espaldas tratando de atisbar algún movimiento, algo que la impulsara a pedir auxilio, pero las calles estaban desiertas y la niebla le impedía ver bien. Se dio la vuelta y levantó las faldas de su vestido para avanzar con más rapidez.
Por fin vislumbró luz al final de la calle. La caupona de Vetusto, próxima a la puerta Salaria donde ella vivía, seguía abierta y las antorchas centelleaban sobre sus paredes. Se detuvo ante la puerta del local, tentada de entrar, de pedir a Vetusto que la acompañara a su casa, pero a esa hora los clientes estarían muy ebrios y todos tratarían de abusar de ella.
Un ruido en un callejón próximo la paralizó. De nuevo oyó pasos que se encaminaban hacia ella. El pánico se apoderó de su ser hasta impedirle entrar en la caupona a pedir ayuda. Las pisadas eran cada vez más audibles, las tenía encima. Se agarró con fuerza al ladrillo de la pared que tenía a su espalda.
Un hombre encapuchado salió de la oscuridad de un callejón confundido entre la niebla.
—¿Buscas compañía? —preguntó el extraño, que echó hacia atrás la capucha dejando a la vista su rostro. Todo su ser desprendía un fuerte olor a sudor y a alcohol.
La joven, aterrorizada, negó con la cabeza y el hombre se resignó levantando los hombros.
—Tú te lo pierdes —dijo tras escupir varias flemas a los pies de la joven mientras se daba la vuelta y entraba en el local de Vetusto.
Octavia respiró hondo. Se armó de valor y continuó su camino.
La distancia era cada vez más corta, casi podía sentir el olor de su exigua vivienda, de las lucernas con perfume que prendía hasta que entraba en calor bajo las varias capas de lana en su lecho. Aquella sensación la reconfortó.
Se paró al oír el caminar de otras sandalias. No eran imaginaciones suyas, varias personas se habían unido a la marcha. Ya no albergaba duda alguna, varios hombres la seguían.
Gritó, pero nadie oyó su voz.
Llamó a varias puertas, pero ninguna alma se compadeció de ella.
Se arrepintió de no haber entrado en la caupona de Vetusto y decidió volver, pero los pasos venían de esa dirección. Rasgó con fuerza su vestido y echó a correr.
Giró por el callejón que daba a su ínsula golpeándose contra los muros. Cayó al suelo y se raspó una pierna; desesperada, se incorporó sin dejar de girar la cabeza. Ya se encontraba frente a la puerta, estaba a punto de conseguirlo.
La pierna le escocía. Su pecho se agitaba con angustia por el esfuerzo. Con el dorso de una mano limpió sus lágrimas mientras la otra se abría paso por la faltriquera buscando la llave. Los nervios le impedían hacerlo con rapidez.
Algo tocó su espalda.
Octavia se giró. Cerró los ojos cuando sintió que algo le cruzaba el rostro. Se lo tocó y un líquido espeso resbaló entre sus dedos, hasta que percibió el sabor metálico de la sangre. Iba a gritar cuando un golpe seco en el estómago la dejó sin aliento. Levantó la mirada, creyó percibir la figura de tres hombres encapuchados frente a ella. Quería rogar que no le hicieran daño, suplicar que la dejaran con vida, pero las palabras eran incapaces de brotar de su garganta.
Uno de los encapuchados le propinó otro corte en la cara que la alcanzó el ojo izquierdo. Fue una punzada de dolor como nunca había padecido. Un tercer tajo mordió su piel.
Octavia sintió un miedo atroz al ser consciente de que sería víctima de la más cruel de las torturas, y de que no había hecho más que comenzar.
***
[1] Señor.
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Autor: Juan Tranche. Título: Gladiadoras. Editorial: Planeta. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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