Se dice que siempre que un creador, de novelas, de guiones o de arte en general, mira hacia el pasado lo hace en realidad para ilustrar el presente en el que trabaja. En el caso de Gladiator («gladiátor» en latín, «gladiéitor» en inglés), estrenada en el año en el que George Bush, hijo de George Bush, del clan Bush, el Segundo de su Nombre, ganó unas controvertidas elecciones a la presidencia estadounidense, puede decirse que el tema que se quería iluminar es el de en quién debe confiar un pueblo las riendas de su gobierno. Y es que por debajo de las espectaculares escenas de batallas en Germania y luchas en los coliseos, la película tiene una interesante trama política, con debates como «república o monarquía» (aquí representada en la persona de un emperador) y qué debe hacer un pueblo que no esté contento con sus gobernantes: intentar derrocarlo o conformarse con, literalmente, pan y circo. Gladiator es en lo individual una historia de venganzas personales (tú mataste a mi X, prepárate para morir), pero en lo público una búsqueda de los hombres buenos que merezcan liderar a su pueblo en la búsqueda de sacar ideales supremos adelante, sobre todo cuando estos pasan por una época de declive decisivo.
[Aviso de destripes de los que van a morir en todo el texto]
Como es sabido, la película tiene muy poca fidelidad histórica, tanto en el guion como en lo visual, y la lista de «licencias» que se toma sería tan larga como la propia película (incluso tanto como la inevitable versión extendida de quince minutos extra, que por otra parte no es la preferida de Ridley Scott): el emperador Marco Aurelio, de quien nunca ha habido indicios de que quisiera devolver la república a Roma, y que tampoco prohibió nunca los gladiadores más que en Antioquía, a modo de castigo local, no fue asesinado por su hijo, Cómodo, sino que murió durante una epidemia en Viena. Cómodo, a su vez, tampoco murió en medio del circo a manos de un gladiador, a pesar de que sí es cierto que le gustaba bajar a la arena a participar en combates, sino en el baño a manos de un luchador (la vida es más extraña que la realidad, etc, etc). El hijo de su hermana Lucila, Lucio, ya había muerto cuando Cómodo llegó a emperador, pero a ella sí le quedaban dos hijas, y Lucila, además, sí que participó en un complot contra su hermano, pero fue descubierta, capturada, desterrada a Capri y luego asesinada, todo esto al segundo año de gobierno de Cómodo, de los doce que duró. Y sobre todo, a la muerte de Cómodo no siguió una época de salud y república, sino una caótica lucha por el poder que culminó en el llamado Año de los Cinco Emperadores, que solo con ese nombre ya merece su propia saga. En el capítulo de anacronismos están uniformes del siglo que no es, cascos de pura fantasía, caballos con estribos, catapultas en un bosque, edificios en Roma que aún no existían, etc. Scott reconoció que a la hora de lo visual se dejó llevar por la influencia del cine de romanos anterior, el «de toda la vida», que el público ya tenía más o menos fijado en la mente por superproducciones como Ben-Hur, Quo Vadis, Cleopatra, Espartaco o La caída del Imperio Romano, en lugar de intentar excesivas renovaciones. Incluso, habiendo leído en libros de historia que muchos gladiadores llevaban anuncios de comercios locales, o sea, publicidad de patrocinadores, tal cual, se negó a incluir eso porque el público moderno no se lo creería.
Pero, al igual que hizo Shakespeare, entre otros, si los personajes históricos se cambian, reducen, retuercen e incluso inventan (Máximo, por descontado, es ficticio) es por una razón literaria específica, y el esqueleto que de ellos queda se supone que representa grandes ideas hechas a grandes trazos. Máximo Décimo Meridio se nos presenta desde el principio como el hombre que sabe ganar batallas, pero primero intentando parlamentar (son los jodíos germanos, siempre igual, los que le matan al mensajero) y segundo comprendiendo al enemigo y hasta poniéndose en su lugar: cuando su fiel segundo, Quinto, le dice que «la gente debería saber cuándo se la ha conquistado», Máximo le responde: «¿Lo sabrías tú, Quinto? ¿Lo sabría yo?». Tampoco es Máximo una bestia sedienta de sangre sino, en el fondo, un hombre de paz que solo quiere volverse a Extremadura («Truhilo», como lo pronuncia), donde, por alguna razón tiene un hijo que habla italiano («Mamma, i soldati») a cultivar su tierra, «negra como el cabello de mi mujer» (interpretada por la esposa de Scott, Giannina Facio) y que «se limpia más fácilmente que la sangre». En medio de este deseo de huir del mundanal ruido, el debate político aparece de repente enmarcado por una especie de sarcasmo mutuo, donde ambos bandos en la lejana capital se tildan de lo mismo unos a otros: los senadores que quieren volver a la república, «que es como Roma fue fundada», son acusados de tirar la piedra y esconder la mano: «En una república quien tiene el poder es el senado, pero al senador Cayo eso no le influye, por supuesto». Marco Aurelio, además, dice que los senadores conspiran, se pelean, engatusan y engañan, y que hay que salvar a la patria de tales políticos. Pero Máximo, preguntado «¿y tú de quién eres?», se escurre refugiándose en el uniforme: «Un soldado tiene la ventaja de poder mirar a su enemigo a los ojos».
Cómodo es seguramente el mejor papel de la película, en la larga tradición cinematográfica de que el malo tiene más carne que morder para un intérprete que el bueno. Cómodo es, simplemente, el macho beta resentido a quien las expectativas, la falta de estima ajena y de autoestima propia y su propia personalidad humillan hasta llevarlo a la crueldad y el deseo de revancha contra sus abusadores. Ridley Scott confirma que él lo quería enfocar como alguien que solo desea ser amado, o al menos estimado, al principio por sus padres y luego por la gente que lo rodea, como cualquier otro ser humano, pero él no tiene la posibilidad de escaparse e irse por el mundo adelante, cual Harry y Meghan. «Sacrificaré cien toros para honrar tu triunfo», anuncia al llegar a Germania demasiado tarde no solo para la batalla sino para la guerra entera. «Ahórrate los toros y honra a Máximo, que es quien ha ganado la batalla». Soplamocos así debieron de ser constantes durante la vida del chaval. Cuando se le anuncia que no sucederá a su padre, Cómodo le responde: «Una vez me escribiste una lista de las cuatro virtudes principales: sabiduría, justicia, fortaleza y templanza. Al leer la lista, supe que no tenía ninguna de ellas. Pero tengo otras, Padre. Ambición, que puede ser una virtud cuando nos lleva a la excelencia. Inventiva. Coraje. Quizá no en el campo de batalla, pero hay muchas formas de coraje. Devoción a mi familia. A ti. Pero ninguna de estas virtudes estaban en tu lista». Scott también dice que, según lo que leyó, Cómodo, aparte el trato que pudiera recibir por parte de su padre, debía de ser un fulano bastante peculiar, y además de eso de bajar a la arena a luchar con gladiadores (que lo hizo, pero claro, a ver quién se atreve a hacerle pupa al jefe), se sabe que a veces le daba por andar por ahí vestido de Hércules, con una cabeza de león sobre la mollera, con colmillos y todo, y un pellejo por los hombros, o sea un poco como el pirao aquel de los cuernos de búfalo que fue uno de los asaltantes al Congreso de Estados Unidos en nombre de Donald Trump. Joaquin Phoenix queda perfecto, haciendo uno de esos papeles tan suyos donde su mirada azul intenso anhela lo que no puede tener y a la vez refleja cierta fragilidad mental al borde de la violencia por pura frustración. Sin embargo, la principal humillación, aparte de que su padre prefiera a Máximo como su sucesor, seguramente sea que Marco Aurelio también habría puesto a Lucila por delante de él, si hubiera nacido hombre. Lucila, sin embargo, tampoco es tonta. Cuando Marco Aurelio le hace tal halago y le dice «habrías sido fuerte, pero ¿habrías sido justa?», ella le contesta: «Habría sido lo que tú me enseñaras».
El papel de la propia Roma tampoco es que aparezca muy definido en la película. La idea principal parece ser la de una nación, o al menos un emperador, hartos de guerra («cuatro años de paz en veinte»), que busca denodadamente la batalla final que termine por fin con todo, que marque una fecha que rememorar en el calendario y que acabe con un desfile de victoria por las calles. Pero no se nos cuenta, por ejemplo, qué pintaban los romanos en Germania, a qué fueron allí, y qué consecuencias causó su presencia. Quizá pintaban lo mismo que el nuevo imperio del cambio de milenio, los Estados Unidos que financiaron la película, en ese mismo territorio alemán a mediados del siglo XX. Aún hoy la imagen de lo que es una guerra en el imaginario norteamericano es algo con fecha de inicio y de fin, un primer disparo o cañonazo y una firma de rendición, que dura quizá cuatro o cinco años si es una cosa seria e importante (la de Secesión, la Primera Mundial, la Segunda Mundial), al final de lo cual se rememora a los muertos, se honra a los vivos y se hacen películas sobre ello. Un poco también como un partido de fútbol americano. Vietnam les empezó a torcer el relato, y hoy en día aún andan despistados con lo de los varios iranes, iraques y afganistanes. Pero, volviendo a la película, parece en ella que Roma es un imperio que se creó porque los imperios son una cosa natural, que ocurre de vez en cuando, que se consolida a base de avasallar a los que se le quieren oponer, pero cuyo ideal último es, al final de todo eso, una paz general, culta y bienhechora, tras una lucha inicial contra una bárbara e inhumana injusticia. El propio Máximo así lo dice: «He visto mucho del resto del mundo. Es brutal, y cruel, y oscuro. Roma es la luz». Así se veía a sí mismo el imperio americano cuando se liberó de la oscuridad de Europa y se puso a llevar «la luz» a los nativos de Norteamérica, incluyendo entre ellos doscientos años de descendientes españoles. Si esa paz imperial es sometimiento, genocidio o esclavitud, o es algo acordado entre iguales, eso ya no se explora. En la obra de teatro que estamos viendo, simplificada por necesidad, la guerra acaba de terminar en el prólogo, es la típica penúltima misión, en la que justo pillamos a James Bond acabándola con éxito, y ahora pasamos al encargo siguiente: buscar un gobierno justo y una reparación personal. Qué coincidencia, sin embargo, que ambos objetivos sean comunes y el mismo: liquidado Cómodo, la familia de Máximo quedará vengada, y a la vez Roma se verá sanada por una república del pueblo, con el pueblo, para el pueblo, por el pueblo y todas las demás preposiciones.
Sin embargo, Máximo, antes de que maten a su esposa e hijo y tenga como único motivo la venganza, no parece ignorar del todo la situación política. Cuando Lucila, que aún no sabe que Cómodo no sucederá a Marco Aurelio, pregunta a Máximo si «servirás a mi hermano como serviste a su padre», él responde «serviré a Roma». ¿Y en qué consistirá eso? Ya lo veremos. Por de pronto, Máximo le dice a su sirviente, Cicerón, que «quizá no vayamos a poder irnos a casa después de todo», y no parece decirlo con fastidio. Y desde luego, cuando Cómodo mata a su padre, no dobla la rodilla ante él, causando todo lo demás, desde la muerte de su familia hasta la venganza final.
Marco Aurelio, por su parte, aparece como un anciano sabio, más por ser viejo que por ser sabio, que se da cuenta de cosas como que a quien adoran los soldados es a Máximo, no a él, y que esa «luz» que ha de guiar al mundo conocido no es lo que debería ser, si es que alguna vez lo fue, sino un frágil susurro que desaparece en cuanto alguien grita más alto. Sin embargo, habiendo identificado al senado y sus políticos como la corrupta causa de los males (no a sí mismo como emperador, por supuesto), su idea es «empoderar» a Máximo «para un único objetivo: devolver el poder a la gente de Roma y acabar con la corrupción que la ha tullido». Mmmvale, pero ¿cómo, exactamente? ¿Siendo el propio Máximo una especie de no-emperador, pero sí «hombre fuerte» con la garrota preparada? ¿Buscando alguna manera de co-gobernar con el senado? ¿Dejando que el senado gobierne e intervenir él solo en casos extremos? Lo único que Marco Aurelio dice después es que «mis poderes pasarán a Máximo, para que los retenga en confianza, hasta que el Senado esté listo para gobernar de nuevo». ¿Y cómo van a hacer que el Senado «esté listo»? ¿Con nuevas elecciones democráticas con sufragio universal y observadores internacionales? ¿Con una buena purga? No se explica, pero sí las razones de Marco Aurelio para su decisión: que su heredero, Cómodo, «no es un hombre moral [ético], no debe gobernar», que Máximo no ha sido corrompido por la política, que es el hijo que él debería haber tenido, que al ofrecérsele el poder lo rechaza… y que tiene la lealtad del ejército. Es curioso que Marco Aurelio, tras llamar «no moral» a Cómodo, no dice expresamente que Máximo sí lo sea. Más bien parece basar su decisión en que Cómodo no ha logrado lo que se propone en la vida y Máximo sí, que Máximo es un triunfador y Cómodo no. Que Máximo es un alfa y Cómodo no. El ser humano durante la historia a menudo ha acabado buscando a, o al menos cediendo ante, ciertas personalidades arrolladoras, a quienes incluso se llega a idealizar.
El guión de la película viene oficialmente firmado por tres nombres: David Franzoni, John Logan (luego creador de Penny Dreadful) y William Nicholson, pero Russell Crowe se involucró tanto que debería aparecer bajo ese epígrafe de los créditos también: frases de la película que se han hecho archifamosas, como «fuerza y honor» o «desencadenad el infierno», se las inventó él, y también el gesto de coger un puñado de la tierra sobre la que va a luchar y frotarse con ella las manos, en respetuoso recuerdo a su pasado campesino. Según se cuenta, peleaba por cada detalle en los rodajes y se levantaba ceñudo de las reuniones cuando no le gustaba lo que se iba cociendo. Todo esto viene porque, cuando se empezó a rodar, el guion no estaba terminado, el personaje no estaba definido y solo había un tratamiento preliminar de 32 páginas (la idea original de Franzoni basada en una novela de gladiadores publicada en los años 50) con el que empezar a filmar. Fue también Crowe quien insistió en que Máximo no se acostara con Lucila, ya que detraería de la idea central del personaje, que es buscar su venganza y nada más. Sí se deja caer, sin embargo, que los dos pudieron tener algo en el pasado, unos diez años antes quizá (ambos tienen hijos de ocho años de edad), pero la disciplina del soldado se opuso al «talento para la supervivencia» que Máximo acusa amargamente a Lucila de tener. En una escena eliminada (o añadida después, como se prefiera), Máximo y su colega germano Hagen aparecen por las calles de Roma rodeados de mujeres guapas que se les arriman a modo de groupies, y Máximo tiene bastante cara de fastidio al respecto.
Todo esto, que puede pasar desapercibido tras la gran batalla inicial, en la que a Scott le premitieron quemar de verdad un trozo de bosque inglés que iba a ser desbrozado de todas formas, ocurre en los primeros cuarenta minutos de película. Después, el victorioso general se convierte en condenado a muerte, luego en fugado, luego en herido capturado, luego en esclavo vendido, luego en gladiador carne de cañón, luego en El Hispano (The Spaniard), gran estrella de los coliseos y por último en Máximo el Misericordioso, uno de los grandes romanos de toda la historia, comandante de los ejércitos del norte, general de las legiones Félix, sirviente leal del verdadero emperador Marco Aurelio, padre de un hijo asesinado, marido de una esposa asesinada, que se vengó en esta vida mejor que en la próxima, antes de pasar la mano por un campo de trigo y traspasar la puerta por la que no se vuelve. Entre las demás cosas que se pueden comentar de la película está el estupendo papel secundario de Oliver Reed como Próximo, el mercader y entrenador de gladiadores, última actuación de su vida, ya que murió de un infarto durante el rodaje; la música de Hans Zimmer, que a veces componía antes incluso de rodarse algunas escenas, y a la que el montador, Pietro Scalia, seguía, en lugar de al revés, como se hace casi siempre; el uso de efectos visuales de última generación para agrandar el coliseo, adecuar el movimiento de los tigres y dar tamaño a la película; los colegas gladiadores de Máximo, el gigantesco alemán Ralf Möller y el beninés Djimon Hounsou, uno blanco y uno negro; o la sucesión de luchas cada vez más espectaculares.
Cuando Cómodo vuelve de Germania, ya emperador, hay una escena en el Senado de esas que parece escrita hace nada. Graco, el senador interpretado por Derek Jacobi, el inmortal Claudio de Yo, Claudio, que aquí encarna al tipo de político del que se considera que se deberían llenar las gradas, anima al nuevo César a remangarse y ponerse a currar con lo que la ciudad necesita: medidas sanitarias en el barrio griego para detener la epidemia (de la que el verdadero Marco Aurelio murió). Pero Cómodo pasa mucho de limpiar retretes, y en vez de eso se escurre con que su padre no paraba de estudiar, y de leer, y que «mientras, el pueblo quedaba olvidado». La conversación se pierde por vericuetos de si el Senado representa al pueblo porque está elegido de entre el pueblo, de si los senadores comen y viven mucho mejor que el pueblo, o de si el emperador ha visto alguna vez de cerca a un muerto de peste. Se los puede uno imaginar hasta en un recopilatorio de zascas en Twitter. Es decir, mucho hablar del pueblo y pocas soluciones reales, cotidianas y específicas para ese mismo populus. ¿Cuántos pueblos y gobernantes de todo el mundo, locales y nacionales, se pueden ver reflejados en esto? Y así, se acaba decidiendo que en lugar de medidas sanitarias, mejor unos buenos juegos en el circo, que duren ciento cincuenta días, que vaciarán las arcas provocando carestías en menos de dos años (pero mientras tanto que te quiten lo bailao), y que son mejores para el pueblo romano que una lejana guerra que ni siquiera han podido ver en persona. De hecho, vaya idea que me has dado, vamos incluso a hacer recreaciones de victorias famosas de nuestro glorioso pasado, para que la gente, por ósmosis, me ame todavía más.
A Graco no le sorprende nada de esto, e incluso reconoce que Cómodo ahí ha estado más listo de lo que pensaba: «Miedo y maravillas: una poderosa combinación. Sabe lo que es Roma: una muchedumbre. Hazles trucos de magia y los distraerás». Este tema del amor del público también lo recoge Próximo con sus gladiadores: matad a mansalva y os amarán por ello. E incluso vosotros acabaréis amando al público por amaros de esta forma. Esta búsqueda de la estima ajena a base de muerte y violencia es algo que une a Cómodo y Máximo, y el propio emperador se lo dirá al exgeneral, en esa clásica frase tan peliculera de «en el fondo tú y yo no somos tan diferentes» que a menudo aparece en muchas historias de grandes enemigos. Y ya que les une su búsqueda del amor de las muchedumbres, y que, como dice Graco, eso es lo que es Roma en realidad, una gran muchadumbre, quien controle a esa masa, quien sea más popular, es quien tendrá el poder real. Esto es un poco reductivo, porque en aquella época más que la masa civil importaba la masa militar, como pudo atestiguar Julio César (y en el 40º aniversario del 23-F en España eso es también un elemento relevante), pero resulta muy efectivo a la hora de aumentar la pila de fichas sobre la mesa: no solo está en juego vengar a una casi anónima familia muerta, sino el futuro de todo un pueblo, a través de la manipulación de los deseos de sus propios habitantes. Fuerza y honor, sí, pero ¿cómo se usa la fuerza, y qué consideramos honor?
(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)
GLADIATOR II:
Mucha fotografía, preciosista, y poca sustancia: eso es lo que pensé de las primeras películas de Ridley. Sí estupenda y atrayente iluminación, mucha “guerra” de luces y sombras, mucho Caravaggio, el artista marcando estilo, el Suyo personal e intransferible etc. etc., ¿pero dónde está el brío de una potente historia, que te hacer pegarte a la butaca y te hace reír, emocionarte, inquietarte, apasionarte, llenarte de expectativas, bajarte la moral a los pies, dejarte boquiabierto etc. etc. Con los años he cambiado mi perspectiva ante Ridley, reconociendo que es uno de los grandes nombres creadores de imágenes en movimiento; porque soy de los que ven desde esta perspectiva el cine, no como teatro filmado o Mensaje (de denuncia, de revolución, de nueva ideología, o de lo que sea).
Sí Ridley es artista con imágenes, tan bellas como cuadros, aunque en ocasiones peque de excesivo virtuosismo, casi de esteticismo: ¡qué bueno soy como fotógrafo, y como pintor! Gladiator II es paradigma de ello; por consiguiente es un caramelo para los sentidos …, “el mejor Ojo (sentido visual, estético) del negocio (del cine)”. Estoy de acuerdo, aunque no le doy el número 1, que para mí está en discusión entre Wes Anderson y Paolo Sorrentino. Porque el séptimo arte, además de lienzos es ángulos de cámara, planos panorámicos, compleja edición (descuella), planos secuencia con desplazamiento (casi no los utiliza), dirección de actores, tempo (logrado, sí; a través de la edición), primeros planos, ajuste diálogos/guión e imágenes, composición de las figuras en el encuadre etc., ¡lo de siempre!
Eso sí, desde el perfil de la estricta belleza, los planos de nuestro realizador son incomparables. En esta área Gladiator II es muy similar a la primera, de manera que el disfrute sensorial está garantizado; por otra parte se pierde la sorpresa/originalidad de la primera. Para mí hay tanta pasta metida que en ocasiones (batalla inicial p.ej.) los efectos especiales (Marvel) se “comen” el argumento, y me generan una sensación (incómoda) de no-realismo. Pero sí, son pinturas, de la calidad de Gérôme,
Couture, Bouguereau, Courbet et alii (lo habitual para mí).
Hay momentos, ya imaginan Vds. cuáles, en que me veo sumergido casi en un folletín; pero, en fin, son convenciones del género (me refiero al cinematográfico), y las perdono. Otras encuentro una película bastante “política”, que tampoco me encaja con el resto del largometraje, pero entiendo que los políticamente correctos camparán a sus anchas por esa Roma ridleyna.
Se va a repetir mucho, ¡porque es la pura verdad!, que Paul Mescal no es Russell Crowe; este último, desde mi punto de vista (y el de Anthony Hopkins) es de los mejores de los últimos decenios.
Sospechaban Vds., en la primera, que … (no quiero hacer un “destripe”, de culebrón). Pues ello sería otra convención, que me sospecho permitirá a nuestro artista hacer Gladiator III dentro de un par de años. Yo desde luego iré también a verla, porque el espectáculo fílmico está asegurado.
Esta segunda parte me confirmar que la primera es un clásico de la Historia del Cine, un hito de éste; me congratulo por ello, porque me gustó mucho mucho cuando la vi de estreno, y hoy mantengo ese juicio.