La historia de un aristócrata confinado en una cárcel de oro, el hotel Metropol, en la Rusia bolchevique.
Los hoteles proporcionan argumentos literarios fascinantes, mucho más fascinantes que las casas, más que las familias o incluso más que las familias elevadas al cubo, que son las sagas.
Será porque en los hoteles cabe de todo y mezclado de forma aleatoria, sin que al narrar lo que ocurre en él sea preciso encontrar un vínculo lógico para explicar la vida. Y es que las habitaciones de los hoteles son, precisamente, como la vida sobre la tierra: historias distintas e inconexas que solo tienen en común la coincidencia casual en el tiempo y en el espacio; en el caso de los hoteles, los de un mismo edificio en una misma ciudad y únicamente de forma provisional.
Es decir, como la mismísima vida.
Estos son los pensamientos que asaltan a un lector ya viajado por el mundo del papel cuando tiene en sus manos una novela que transcurre en un hotel. Antes de conocer en qué hotel, o en qué momento, o con qué personajes, llegan a la memoria otras historias y las sensaciones que traían consigo: Veinticuatro horas en la vida de una mujer, de Stefan Zweig, Muerte en Venecia, de Thomas Mann, los hoteles rodantes y flotantes de Agatha Christie en el Orient Express y en el Nilo, la excelente Hotel Transición, de Jesús Ruiz Mantilla… y mil más.
Ahora se añade a la lista un nuevo título, Un caballero en Moscú, la segunda novela del escritor estadounidense Amor Towles, que fue éxito absoluto de ventas en Estados Unidos y que acaba de llegar traducida al español gracias a Salamandra. Al navegar por ella, además de lo evocado, lo primero que se advierte es que posiblemente faltaba algo en la narrativa hotelera: otro uso del hotel no como lugar de ocio ni como segundo hogar en sitios que no son los del nuestro, sino como uno del que no se puede salir porque se ha convertido en cárcel. Agravado, además, por su ubicación temporal en una de las épocas más opacas, peor estudiadas y menos comprendidas de la historia: la Rusia bolchevique.
Así se traduce el panorama que presenta Towles:
Aleksandr Ilich Rostov, de 33 años en 1922, es un conde ruso oriundo de San Petersburgo y dueño de una mansión en Nizhni Nóvgorod, condecoraciones suficientes que le hacen merecedor de una condena a muerte en los años en los que aún borbotea la efervescencia de la revolución.
Stalin acaba de llegar al secretariado del Comité Central, tres años después de la muerte del legendario Yakov Sverdlov, y las purgas ya empiezan a gestarse. Pero al conde Rostov le salva algo: un ambiguo poema publicado en 1913, durante la represión posterior al primer levantamiento de 1905, que el Partido Comunista interpreta como una llamada a la acción revolucionaria, por lo que le conmuta la pena de muerte y lo deja castigado bajo arresto domiciliario en el hotel Metropol, el mismo en el que ha residido los últimos cuatro años. Con algunas diferencias, eso sí, porque debe cambiar su lujosa suite 317 por un pequeño cuarto de nueve metros cuadrados en el desván y bajo la advertencia de que, si vuelve a poner un pie fuera del Metropol, será ejecutado.
Si el lector cree que ese es el principio y el fin de la historia, se equivoca. A partir de ese momento, el de la descripción del interrogatorio en el que el Comité de Emergencia del Comisariado Político de Asuntos Internos decide imponerle la pena, se suceden 32 años y más de quinientas páginas.
Entre las virtudes de la novela está el estilo cuidado, elegante y exquisitamente sarcástico con el que Amor Towles diseña a su personaje, abocado primero a reconstruir, a pesar de sus escasos medios, una burbuja de refinamiento que recree parte de las glorias pasadas, y después a desarrollar y mantener, encerrado en la cárcel de lujo de un edificio magnífico de la capital de la nueva Rusia, algo parecido a una vida.
En ese microcosmos, el conde Rostov fabrica su propio universo. En primer lugar, el logístico: cuenta con barbería, restaurante elegante, otro más informal, un discreto lugar de café y copa, quiosco de prensa… Más tarde, el vital: entabla amistades y enemistades, recibe visitas de su más querido amigo de la juventud, consigue trabajo como jefe de sala del restaurante, mantiene un idilio sempiterno con una actriz de moda e incluso crea un nido que puede llamarse familia…. Y, en medio de un argumento impecable, algo que parece menos creíble, sin menoscabo de la lista de virtudes e incluso puede que encabezándola: el halo de distinción que envuelve no solo al conde sino a toda la atmósfera del Metropol en los peores años de la autocracia y de la escasez de la Rusia posrevolucionaria.
Cuesta imaginar a un aristócrata ruso, por muy preso que estuviera, que en 1922 se permitiera pedir una botella de Château de Baudelaire para acompañar una okroshka y un lenguado… ¡y que se le sirviera sin asomo de precariedad! O desdeñar un Rioja para que no arruinase un estofado letón y sustituirlo por un Mukuzani… ¡y que no se alzase voz que cuestionara el despilfarro!
El hotel Metropol de Rostov que dibuja la novela es una isla de elegancia (y de lujos superfluos) zarista: eso es lo que resulta más difícil de encajar veraz y congruentemente en el auténtico Moscú bolchevique. Hasta puede que, a la vista de ciertos remilgos y afectaciones del protagonista, no falten lectores que tiendan a comprender cómo y por qué fue declarada la revolución, aunque otros, sin duda, a lamentar que lo fuera.
Por otro lado, también se deslizan tópicos previsibles, como la ignorancia soviética frente a la vasta cultura aristocrática del prisionero, que esconde a Montaigne en una sala de lectura improvisada detrás de un armario; la inevitable y relevante presencia de un huésped, cómo no, norteamericano; el germen de la guerra fría, propiciado por un Nikita Jruschov en alza y una energía nuclear incipiente, y, en suma, la supuesta dicotomía que marcó toda una era de contraposición entre potencias: el oro frente a lo gris, la delicadeza frente a la tosquedad, el glamur frente a lo uniforme… Esa es la forma en que describe Towles al conde Rostov y al hotel Metropol frente a la Rusia de Stalin. Pero no tengan miedo los lectores de cualquier tendencia política: sea cual sea, la lectura de esta novela no les herirá. Porque, a pesar de incoherencias y concesiones, o tal vez gracias a ellas, es la narrativa de cada una de sus páginas, su humor suave y la esponjosidad con que fluye el relato, siempre sembrado de ironía amigable y abundante documentación histórica, lo que hace que pasen ligeros, como de puntillas, los treinta años del régimen estalinista. Y que el lector se enamore del hotel Metropol. Por cierto, aún en pie y uno de los más bellos de Moscú, doy fe.
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Autor: Amor Towles. Título: Un caballero en Moscú. Editorial: Salamandra. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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