Sánchez Ron indaga en la búsqueda de la totalidad del genio alemán a través de la ciencia. Pero… ¿lo consiguió?
En ese almacén que alberga los recuerdos, cada vez más atiborrado y desordenado, me he dado recientemente con uno que ocupa Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), el inmenso escritor que también quiso ser —y supuso que lo era— un gran científico. Mi recuerdo se remonta a junio de 1980, como tantas otras cosas hace ya demasiado tiempo. Yo me formaba para ser físico teórico y asistía a una Conferencia Internacional sobre Relatividad General y Gravitación que se celebraba en Jena, entonces parte de la RDA. No me acuerdo mucho de las conferencias que escuché allí, pero sí de otras cosas. La primera, que para llegar a Jena, después de aterrizar en el aeropuerto de Berlín en la zona perteneciente a la República Federal, tuve que atravesar uno de esos lugares que ahora sobreviven en las viejas películas de espías o en las novelas de John le Carré: el Checkpoint Charlie (Punto de Control Charlie), imperativo para atravesar el Muro de Berlín. Como en algunas de esas películas, era de noche, lo que daba un aspecto más ¿siniestro? a la situación. La negra espalda del tiempo.
Otro de mis recuerdos tiene que ver con Goethe. Como parte de las actividades lúdicas de la conferencia se organizó una visita a la cercana Weimar. Allí visité el mausoleo —frío y sombrío como la noche invernal— en el que se encontraban, una al lado de la otra, las tumbas de Goethe y de su amigo el poeta Friedrich Schiller. Fue la suya la más intensa amistad que se ha dado en la literatura alemana. Muchos años después un estudio genético reveló que los restos que habían permanecido al lado de los de Goethe no eran de Schiller sino de varias personas no identificadas. Y es que en 1826 se decidió exhumar sus restos de la fosa común donde se habían depositado —como sucedió con Mozart—, y obviamente no se eligió bien. Pero, ¿importa semejante equivocación? Al fin y al cabo, lo que se hallaba allí era, sobre todo, fosfato cálcico, que a eso se reduce la huella material que dejamos. Lo importante no es esa materia mineral, sino el recuerdo, la memoria que se deja.
Me ha venido todo esto a la mente por la publicación (Atalanta, 2020) de dos libros dedicados al autor de Fausto: La metamorfosis de las plantas y La naturaleza como totalidad: La visión científica de Goethe, de Henri Bortoft. Dos libros que hacen honor al espíritu de Goethe, a cómo entendía él la ciencia, una forma holística que aspiraba a captar, y de alguna manera describir, la “totalidad” tal y como la perciben las personas. Lo que pretendía e hizo es más fácil de entender en el caso de la botánica, la zoología y la anatomía, campos en los que quería identificar la “unidad” que se escondía tras las variaciones de las formas observadas. Pero no sucede lo mismo en la física, donde dista de ser inmediato entender su “método”. Si pensamos en una de las aportaciones de Goethe más recordadas, su teoría de los colores, que condensó en un libro publicado en 1810, ¿qué le diferenciaba de Isaac Newton, cuyas aportaciones a la óptica, basadas en los experimentos que realizó con prismas mostrando que la luz “blanca” está formada por diferentes colores elementales, tanto y tantas veces criticó? En el libro antes citado, Bortoft escribe al respecto: “A Goethe no le interesaba la óptica instrumental […]. Lejos de preocuparse por las imágenes ópticas en los telescopios, su principal interés era la fenomenalidad del color. Quería entender las condiciones necesarias para que surgiera el color”.
Para ello recurría a la experiencia sensorial, en un enfoque más propio de lo que hoy podríamos denominar “psicología cognitiva” que de la física. Y no tenía duda alguna de la superioridad de su enfoque, y de la de él como científico. En un libro que continúa tan vivo como cuando fue publicado, Conversaciones con Goethe (Acantilado, 2005), y que tendría que figurar en el catálogo de las obras que nunca está de más leer, Johann Peter Eckermann recogió la siguiente manifestación de Goethe: “De lo que he logrado como poeta no me siento especialmente orgulloso […]. Pero que en todo el siglo que me ha tocado vivir y en la difícil ciencia de la teoría de los colores yo haya sido el único conocedor de la verdad, es algo de lo que me envanezco y que me procura la sensación de ser superior a muchos otros”.
El poeta Goethe creía que el estudio de la naturaleza podía prescindir de los instrumentos, que bastaba con la observación directa. Atinadamente, el gran Hermann von Helmholtz señaló en una conferencia de 1853, que dedicó a las investigaciones científicas de Goethe, que “en la poesía, como en todas las demás artes, lo esencial es una idea. En la obra perfecta de arte, la idea debe estar presente y dominar el conjunto, no como resultado de un largo proceso intelectual, sino como inspirado por una intuición directa de ojo interno”. Raras veces sucede esto en la ciencia, donde domina el proceso empírico. “Para comprender los fenómenos de la teoría de los colores —confesó Goethe también a Eckermann—, basta con la simple contemplación y con tener la cabeza en su sitio”. No podía estar más equivocado. Como también lo estuvo cuando declaró: “El mundo ya es muy viejo, y ha habido tantas personas relevantes que han vivido y pensado en él desde hace milenios que poca cosa nos queda por descubrir o por decir”. Se equivocaba, sí, pero ¡qué ejemplar ambición la suya!
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Artículo publicado en El Cultural
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