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Proyecto Itinera (LXXIX): Goethe golpeado por la muerte

Proyecto Itinera (LXXIX): Goethe golpeado por la muerte

Eckermann da fe en sus famosas Conversaciones con Goethe de que aquel día la alegría reinaba en casa del poeta y su familia. Era domingo, quince de junio de 1828. Cantantes y bailarines tiroleses habían venido acompañados por el señor Seidel, y se habían instalado en el jardín mientras los pobladores de la casa disfrutaban del espectáculo musical desde el interior del hogar. Las melodías montañesas excitaban la atención de la concurrencia, que se interesaba por las letras de las canciones. Flautas traveseras, cítaras y danzas deparaban un humor inmejorable. Sin embargo, en un solo instante la felicidad más completa puede desmoronarse como un castillo de naipes, y todo el bien del mundo puede desaparecer en solo un día.

August, hijo del escritor, era portador de una noticia terrible. El Gran Duque Carlos Augusto había expirado mientras regresaba de Berlín. Un gran afecto le había unido al poeta, quien sin la regia asistencia del amigo, más joven que él, no hubiera alcanzado de la misma forma las cimas de su madurez personal, intelectual y política. Nadie sabe cómo comunicar el suceso, que será devastador. De la jovialidad inicial no queda más que un tenso muro de silencio y una sonrisa helada convertida en mueca grotesca. Los invitados se apresuran a marcharse con cualquier pretexto nada más terminada la comida. Deben dejarlo a solas con su hijo. Goethe está admirado, molesto por el hecho de que nadie tenga tiempo ni siquiera para un café, cuando aún quedan bastantes horas para la representación teatral. Pero no habrá función alguna ese día, Weimar está de luto. Al fin solos, su hijo se atreve a desvelar el misterio.

"El trabajo con la nueva edición de Los años de peregrinaje había quedado en suspenso durante el verano por la muerte del Gran Duque y ahora le costaba mucho, muchísimo, volver a empezar"

Eckermann, con la devoción que profesaba a Goethe, refiere respetuosamente la profundidad de su dolor, de su pena. Llantos y sollozos del gran hombre se oían desde el piso superior. Pocos días después el infeliz abandonaba Weimar con destino al castillo de Dornburg. Ya había estado allí otras veces, cuando estudiaba la morfología de las plantas. La montaña, los valles y la naturaleza en toda su vitalidad proporcionaban sosiego al alma herida del poeta; allí encajaba el dolor, y recibía la visita de su nuera y de su nieto. Goethe, octogenario, siempre pensó que la muerte se lo llevaría antes a él que al amigo querido, pero no hace reproche alguno a la voluntad inescrutable de Dios.

El once de septiembre Goethe está de nuevo en Weimar, bronceado por el sol. Los paseos y ese diálogo secreto que su corazón mantenía con la naturaleza parecen haberle repuesto por completo. Pero no es así, la herida por la desaparición del amigo es profunda. El trabajo con la nueva edición de Los años de peregrinaje había quedado en suspenso durante el verano por la muerte del Gran Duque y ahora le costaba mucho, muchísimo, volver a empezar. En aquellos días llegó un regalo que se había guardado para su cumpleaños. Se trataba de una colección de los dichos de Schiller, el gran amigo de Goethe cuyo fallecimiento años atrás había sumido al poeta en lágrimas y dolor. Los recuerdos de una pérdida antigua venían a sumarse al dolor por una muerte reciente. Goethe brillaba imperturbable cuando recordaba a Schiller y lo definía como una personalidad de altura y grandeza, capaz de tener la misma dignidad ya hablara sentado a la mesa entre iguales y gentes sencillas, ya estuviera en la tribuna del orador. El único ser humano, que Goethe hubiera conocido, capaz de mantenerse constante sin dejarse influir por las circunstancias cambiantes. Aparentemente estaba tranquilo al pronunciar unas palabras que adquirían la forma de un canto fúnebre.

Eckermann, su confidente y su mayor admirador, sabía que tales manifestaciones eran en realidad el resultado del más profundo dolor. Convertido en el cronista de su vida lo comprendía todo, lo meditaba todo con el máximo cuidado; en silencio lo guardaba celosamente en su corazón, para más tarde plasmarlo en el paciente papel y convertir el sufrimiento del poeta en un evangelio de amor a la belleza y añoranza de la amistad.

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