–¿Has visto lo que yo he visto?
–Sí, claro.
Dos niñas down con el mismo bañador negro e igual altura se han acercado hasta la piscina. Podría decirse que todos los down se parecen, claro. A ver cómo los distingues. Tienen los ojos glaucos, las orejas de soplillo, el cuerpo sin músculos, desvaídos, los labios carnosos… La mirada es lo que más llama la atención, claro. De ella cuelga una tristeza sin fondo y un base acuosa permanente.
–Aaamo ayán, enga omme!
Adrián no le mira pero se dirige a un amigo enorme, grandote, también down, que se está acabando de cambiar y mete despacio y sin miramientos el niki, el jersey, los calcetines. A estos niños no los había visto hasta hoy. No digo que no vengan sino que no los había visto. Igual venían otros días, martes o jueves, y les han cambiado la cita. A los que suelo ver es a chicos con la mitad del cuerpo casi dormida. Les cuesta desvestirse, pero tampoco tienen prisa. Desconocen, o se les ha olvidado, el valor del tiempo (¿cómo es eso del valor del tiempo, qué valor tiene, para quién?). Siempre están acompañados de un monitor, sin prisa alguna, paciente, que les oye sus quejas continuas y les pastorea. Suelen tener pinta de monitores de piscina (¿porque son musculosos y tranquilos?).
Algunos de esos críos aparecen –cuando aparecen– con media cabeza casi rapada, una coletita u otro tatuaje más en la ingle o en el brazo izquierdo. No sé si vivirán todos juntos en una residencia o si un autobusillo les recoge en su casa los días en que toca piscina. Hablan entre ellos pero no están pegados cuando se desvisten. Lo hacen con delicadeza. Estiran el jersey con la mano “buena” hasta que se lo sacan por encima de la cabeza y lo dejan encima del banco pegado a la pared, tal como caiga. Luego la camiseta y después el pantalón, más tarde el calzoncillo; se tienen que poner como pueden –no se ayudan entre sí– el bañador, le toca entonces el turno a un calcetín y luego al otro. Tienen que guardar todo en la bolsa de deporte, que no se les haya olvidado la moneda para cerrar la taquilla.
Cuando entran en la piscina, bajo la bóveda, apenas se les mira. Los habituales a esa hora, las diez de la mañana, ya están acostumbrados. E imagino que ellos estarán hartos de ser el centro de atención.
–Aaamo ayán, enga omme!
El caso es que el chaval que le increpaba al otro, a Adrián, iba más lento, le faltaba ponerse de nuevo las sandalias de goma y guardar la ropa en la bolsa.
–Juan, te esperamos en la piscina –dijo en alto el monitor, o el que vela por ellos.
Entonces Juan se apresuró, se puso nervioso. No quería tener que meter solo en la taquilla la bolsa con la ropa, coger antes la moneda, girar la llave, sacarla, que no se le olvidara la toalla, las gafas ni el gorro y tener que recorrer solo el pasillo desde las taquillas hasta la piscina, que aunque no es muy largo te puedes caer si vas sin cuidado. Caerse se puede caer cualquiera, no sé cómo eso no lo tienen solucionado. Por allí va y viene gente constantemente, con calzados mojados, escullando agua… Así que si no vas despacio te puedes caer de lado o de espaldas y allá tú.
Para golpes los que me daba al principio de aprender a ir de espaldas. En realidad aprendí no hace tanto que las banderitas que aparecen en el techo son una especie de alarma que te avisa que apenas tienes que dar ¿ocho? brazadas y llegas al final. Como casi todo que te enseñan, no sirvió para mucho. Me di varios golpazos y ahora uno de tanto en tanto, cuando pienso en el trabajo, en cualquier cosa. Se aprende a golpes. Se sigue aprendiendo golpe a golpe.
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