Un trazo inconfundible es un relato, hasta ahora inédito, del escritor Juan Gómez-Jurado. Zenda reproduce a continuación este cuento del autor, entre otros libros, de Cicatriz y La leyenda del ladrón.
El padre McClasky reprimió una blasfemia justo antes de que abandonase su boca. Antes de ingresar en el seminario había pasado quince años como estibador en los muelles de Portland, y los viejos hábitos eran difíciles de abandonar. Ahora, cercano a los cincuenta, había pasado un tercio de su vida como golfillo a orillas del Willamette, otro tercio cargando barcos y el último echando las redes para pescar almas.
—Todo tiene un poco que ver con el agua —se excusaba ante los feligreses, asustados ante aquel hombre descomunal, en cuyas manos la hostia parecía una moneda de 25 centavos.
La constitución hercúlea del cura servía de envoltura a un alma dulce y un carácter bonachón. McClasky sólo se irritaba ante la injusticia, y el aviso de desahucio con el que le amenazaba el Departamento de Urbanismo de la ciudad de Nueva York entraba de lleno en aquella categoría. Por eso se moría de ganas de blasfemar y acordarse de las madres de todos y cada uno de los funcionarios del ayuntamiento. En lugar de ello agarró un paquete de caramelos de menta del cajón de su escritorio y comenzó a masticarlos nervioso, con tan mala fortuna que acabó mordiéndose un carrillo. El lugar debía ser el mismo en el que se había estado guardando la retahíla de insultos, porque salieron una docena de ellos disparados antes de que el santo varón tuviera tiempo de contenerse.
—¡Padre McClasky! —le reconvino la voz de la señora Peters desde la sacristía.
El cura se encogió ligeramente. No convenía enfadar al ama de llaves, la mujer que controlaba con mano firme la sal en sus comidas. No sería extraño que después de un exabrupto como aquel la sopa de guisantes estuviese sosa durante una semana. La buena mujer tenía un particular sentido de la penitencia. Cuando su rubicundo rostro apareció en la puerta del despacho, McClasky intentó atraerla a su causa esgrimiendo la carta del ayuntamiento.
—Ocho mil dólares. Antes del próximo viernes o nos echan de la iglesia.
Algo temible y definitivo debió de ver la señora Peters en el rostro del sacerdote, porque dejó a un lado la escoba que blandía amenazante y comenzó a retorcerse las manos. Aquella multa por una irregularidad en los terrenos de la parroquia había estado planeando sobre Saint Thomas varios años. Era una desgracia que los funcionarios hubieran decidido cobrarla —y con intereses— en aquel triste 1983, en el que los vecinos de Brooklyn notaban el zarpazo de la crisis económica con toda su fuerza. Los feligreses de Saint Thomas no iban a ser de mucha ayuda para superar aquel bache, y tampoco el obispado, que sólo guardaba telarañas en su caja fuerte.
—¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé, señora Peters. El coche ya lo vendimos el año pasado, cuando lo de las cañerías del centro comunitario. Apenas quedan los muebles de la rectoría, y por esos dudo mucho que nos dieran ni cien dólares. Como no cobremos entrada a la misa…
—¡Padre! ¡No se puede cobrar por la gracia de nuestra Santa Madre Iglesia! Jesús dijo: “Lo que gratis recibisteis, dadlo gratis”!
—Es una forma de hablar, señora Peters. No sea usted mojigata y ayúdeme a pensar algo.
Estuvieron estrujándose el cerebro durante un buen rato, hasta que al final fue el ama de llaves quien propuso la mejor idea.
—¡Ya está, padre! ¿Sigue usted teniendo ese amigo en el Post, verdad?
—Sí, señora Peters, pero con su sueldo de periodista dudo mucho que pueda colaborar.
—No me entiende, padre. La hija de mi prima Jessica va al instituto Feelwood, en Sacramento, y cuando necesitaron un marcador nuevo para el campo de fútbol se les ocurrió organizar una feria de arte. Compraron pinceles y lienzos y pintaron ellos mismos los cuadros. Luego invitaron a toda la ciudad…
El sacerdote meneó la cabeza, desesperado. Tendrían que convencer a los feligreses, pintar los cuadros y organizar la exposición en tan sólo una semana. Era una locura, pero también la única solución.
La señora Peters era más eficaz que la CNN a la hora de propagar las noticias, así que la tarde siguiente la rectoría bullía de gente dispuesta a ayudar. Formaron una cola enorme, muchos de ellos llevando algunas muestras pretéritas de su arte. El padre McClasky los examinaba atentamente, y a los menos lamentables les entregaba un lienzo, un par de pinceles y un paquete de diez tubos de óleo. Para hacerse con un centenar de lienzos y suficientes pinturas el cura había tenido que visitar seis almacenes distintos y desembolsado más de cuatrocientos dólares. El dinero salió de sus gastos de comida, y sintió que estaba jugándoselo todo a aquella última y absurda carta.
Mientras arrancaba a los feligreses la promesa de entregar un cuadro presentable antes de 72 horas, el sacerdote se preguntaba si no había sido un tremendo error. Cuando hubo atendido al último de los solicitantes, inclinó la cabeza, juntó las manos y rezó bajito, rechinando los dientes. Pidió por el éxito de la feria, por que todos los feligreses terminasen su cuadro, porque viniesen muchos visitantes a la exposición…
Interrumpió sus rezos al sentir que había otra persona con él en la estancia. Alzó la vista y se encontró frente a él un rostro triste y escueto. Su dueño sostenía un viejo y arrugado sombrero negro entre las manos y le miraba con timidez.
—Buenas tardes, Beppo —dijo el cura.
El otro asintió, cortés. El viejo Beppo visitaba la parroquia de Saint Thomas a diario desde antes de que McClasky se convirtiera en el párroco. No era raro atisbarle al fondo de la iglesia durante la misa, siempre de luto, siempre en silencio. El sacerdote había creído que era mudo hasta que un día le dijo su nombre, aquellas cinco únicas letras, susurradas como al descuido. No volvió a decir nada más, pese a los múltiples intentos de entablar conversación que había iniciado McClasky. No le conocía ni oficio ni beneficio, más allá de su ocupación diaria del último banco del templo, y supuso correctamente que sufría algún trastorno psicológico.
Por eso lo que sucedió después le sorprendió aún más.
—¿Qué deseas, Beppo?
El viejecito señaló con un dedo huesudo el cartel, escrito a mano con un rotulador grueso, que el cura había situado sobre la puerta de su despacho:
“SALVA A TU PARROQUIA PINTANDO!”
—¿Quieres colaborar? —dijo el cura, cauteloso—. Claro, Beppo. Si pudieras enseñarme alguna obra, algún dibujo que hayas hecho antes…
El otro se encogió de hombros.
—Verás, Beppo, es que ya no quedan lienzos.
La voz de la señora Peters resonó como un graznido desde la rectoría.
—¡Padre! ¿Qué va a hacer con este lienzo que sobra?
McClasky maldijo para sus adentros la oportunidad de la señora Peters, pero no le quedó más remedio que salir de su despacho junto con Beppo. En el pasillo de la rectoría, apoyado frente a una ventana, había quedado un lienzo enorme. Medía dos metros de alto por tres de ancho, y el cura había tenido que sudar tinta para meterlo en la ranchera que le había prestado un parroquiano. No se lo había llevado por gusto. El almacenista que se lo había vendido le había obligado a llevárselo a cambio de hacerle un descuento.
—Nadie lo quiere —había dicho—. Todos se asustan al verlo.
McClasky le mostró el lienzo a Beppo, y este no quitó la vista de él. Se sentó despacio en el suelo, frente a la ventana y habló. Por primera vez en década y media, que el sacerdote supiera.
—Yo… puedo hacerlo.
El cura, asombrado, dejó un juego de pinturas junto a Beppo.
Al día siguiente, el viejo enlutado continuaba en la misma posición en la que le habían dejado la noche anterior. El cura nunca cerraba la rectoría, pues tenía el sueño pesado y quería poder ser localizado en caso de urgencia. Por eso no le molestó que Beppo se quedase allí, pero le asombró el hecho de que el cuadro siguiese completamente intacto. Siguió así todo el día y la noche siguientes, con el viejo Beppo mirándolo fijamente sin apenas cambiar de posición, ignorando las bandejas de comida que le acercaba la señora Peters, y bebiendo tan solo un poco de agua de tanto en tanto. La mañana en la que los parroquianos debían entregar sus obras, aparecieron unas manchas verdes y caóticas por diversos puntos del lienzo. Nada más. El padre McClasky meneó la cabeza, pero estaba demasiado atareado organizando la distribución de los cuadros en el centro comunitario, así que prefirió ignorar aquel problema.
Quedaban menos de diez minutos para que se inaugurase la exposición cuando una señora Peters sin aliento tiró de la manga al sacerdote.
—Padre, tiene que venir a ver esto.
—Ahora no, por favor.
Estaba desesperado. Tan sólo la mitad de los feligreses se habían presentado con cuadros dignos de tal nombre, y de esos más de la mitad apenas valían para nada. Había un par de bodegones por los que, con buena voluntad de los donantes, podría sacarse un par de cientos de dólares. No sólo no conseguiría el dinero necesario, sino que estaría peor que antes y perderían la iglesia.
Iba a despedir al ama de llaves con cajas destempladas cuando se fijó en sus ojos desorbitados y la siguió.
Al entrar en la rectoría, por un momento no supo dónde se encontraba. Donde debía haber una pared, ahora había un bosque. Un bosque estilizado, entre pardo y verdoso, con un camino de tierra que lo cruzaba en diagonal. Por él caminaba una figura morena, una mujer de talle estrecho que sostenía una flor en la mano mientras miraba de frente al espectador. El conjunto transmitía una paz y una tristeza infinitas, y el sacerdote casi pudo escuchar el rumor del viento entre las ramas.
Beppo seguía sentado en el mismo sitio, como si no tuviera nada que ver con aquello, la mirada clavada en los ojos de la mujer de la flor. Los restos de pintura que le cubrían los brazos y la ropa eran el único testigo de que aquel hombre encerrado en sí mismo era el autor del cuadro.
Cuando llegó su amigo del New York Post, lo hizo acompañado de un compañero crítico de arte. El cura le observó mientras alzaba la nariz con desprecio, mirando por encima del hombro las obras expuestas. Finalmente se detuvo ante el enorme lienzo de Beppo. No estaba en el mejor sitio, pues el párroco lo había colocado apoyado sobre los peores cuadros de la muestra, tapándolos. Tal vez eso hizo que la sorpresa fuese mayor, pues el crítico no se acercó al cuadro de manera gradual, sino que lo encontró de golpe al volver una esquina. Por un momento se quedó petrificado, y luego pareció que se mareaba y estaba a punto de caer al suelo. Así habría sucedido si McClasky no le hubiera sujetado con sus enormes manazas.
—¿Qué le ocurre, amigo?
—Este cuadro… ¡no es posible!
El crítico se incorporó y acercó mucho la nariz al cuadro.
—La pintura está aún fresca. ¡Es imposible!
—Bueno, es que está recién pintado.
—Pero ese trazo inconfundible… no, no me engaño. ¡Este cuadro es una obra inédita del genial Fortichiari!
—Se equivoca. Es de un feligrés de mi iglesia.
—Yo le digo que es un Fortichiari. ¿Acaso no han oído hablar de Giuseppe Fortichiari, de cómo revolucionó el neorealismo europeo en los años treinta, de cómo fue perseguido en Italia durante la Segunda Guerra Mundial? Desapareció en un campo de concentración en 1945, y el mundo de la pintura aún lamenta su pérdida.
El padre McClasky se rascó la cabeza, confuso.
—Pues yo al señor Fortichiari no lo conozco, pero con mucho gusto les presentaré al autor. Síganme.
Al ver a Beppo, el crítico de arte permaneció unos minutos escrutando su rostro, cambió unas pocas palabras en secreto con su compañero y dijo que tenía que irse, dejando al padre McClasky sumido en la incertidumbre. Cuando regresó al cabo de una hora, lo hizo acompañado de una mujer madura y canosa, que entró en la rectoría muy seria. El sacerdote no necesitó mirarla dos veces para comprender que era la mujer del cuadro. Por fuera podía estar llena de arrugas, pero la profundidad de aquellos ojos no engañaba.
—¡Beppino! —gritó ella al ver al viejo enlutado—. ¡Mi amor! ¡Te he esperado, te he esperado todos estos años!
El viejo se incorporó despacio, con una mirada que bailaba del temor a la alegría. Fue como si ante ellos se levantase un telón invisible.
—¡Valentina!
—Has tenido suerte —le dijo al cura su amigo periodista—. Ella está forradísima. Al desaparecer su marido invirtió en bolsa todo lo que habían ganado con los cuadros, y ahora nada en dólares. Creo que tu iglesia está salvada.
El cura no le escuchaba. Estaba demasiado ocupado contemplando el amor verdadero. Ese que, como la pintura de Fortichiari, tiene un trazo inconfundible.
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