Por un impulso que no acierto a explicar y para el que no encuentro respuesta me decidí a hacer un retrato de Góngora en este momento en el que realizo un conjunto de obras que no tienen nada que ver ni en lenguaje plástico, ni en concepto, ni en técnica, con este trabajo. ¿Y por qué lo he hecho? Seguramente porque hace algún tiempo, quizá excesivo, que no releo la singularísima y gongorina obra poética de Góngora.
Creo que en este retrato está todo el poso de pasadas lecturas, las confusiones, el extravío, el placer y la insegura e inquietante paz que provoca en mí la lectura de los poemas del genial y perverso clérigo cordobés. Esto, junto a una técnica de ‘collage’ con papeles accidentales e inservibles de antiguas pruebas serigráficas, hizo que apareciera esta obra apoyándome en el recuerdo del conocido retrato de Góngora atribuido a Velázquez, el que todos conocemos.
Para mí lo importante no es haber realizado sin propósito alguno este retrato del grandísimo poeta barroco del Siglo de Oro español, sino el despertar de nuevo en la conciencia, en mi espíritu y en mi ánimo la inmensa necesidad de releer y reinterpretar la más que singular poética (interminable chorro de luz y vida) que encierran los versos de este difícil, controvertido y estoico cura nacido en Córdoba.
Los grandes poetas no necesitan retratos. Es más importante para los buenos lectores cogerlos desprevenidos en sus versos más supremos. Ahí está para todos ellos asegurada la posteridad, la grandeza y la razón más verdadera de sus existencias.
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