Su búsqueda permanente de la aventura y la originalidad le mantienen alejado de las salas de cine desde hace más de una década, pero Gonzalo Suárez (Oviedo, 1934) sigue activo y en forma y la última prueba es La musa intrusa, un libro que combina autobiografía y ficción de inspiración «hamletiana».
Sin asomo de nostalgia y fiel a su espíritu lúdico, este creador incansable dice que las cosas han cambiado mucho. «En mis tiempos, hacer una película comercial me daba vergüenza (…); hoy el valor más extendido en el mundo es la vulgaridad, la horterada funciona muy bien».
El director de Remando al viento» (1988) o El detective y la muerte (1994) divide La musa intrusa en dos partes. Una es una relectura de la tragedia de «Hamlet» en la que el propio Suárez se cuela como investigador; la otra, una colección de recuerdos y anécdotas en las que aparecen amigos como Sam Peckinpah o Julio Cortázar.
—¿De donde salió esta idea de mezclar ficción y autobiografía?
—La culpa la tuvo (el editor) Claudio López Lamadrid. El relato era demasiado corto para un libro y él me propuso agregar retazos personales. Me da cierto pudor porque en el fondo he sido muy ingenuo y hay historias que cuento de una inocencia flagrante.
—¿Por ejemplo?
—El juego de la güija que nos dio tanto miedo a mi hermano y a mi… O también me asombra la historia de la bruja doña Pepita, que adivinaba lo que iba a pasar. Me impresionó tanto que dejé de ver brujos. Pero todo esto pone de manifiesto que en el fondo uno era un ingenuo.
—¿Ya no lo es?
—Me temo que no he cambiado, aunque la güija ya no me afectaría tanto. Las autobiografías son muy delicadas. Te sorprendes a ti mismo con que no eras tan inteligente ni tan falto de orgullo y vanidad como creías que eras. Es un autoexamen peligroso.
—Hay una frase que parece resumir su actitud vital: «Acostúmbrate a morir en cada instante y deslízate por el tiempo como un niño por un tobogán».
—Lo malo del tobogán es que va a toda velocidad, tendría que tener freno y marcha atrás. Bergamín dice que el niño que hemos sido nos persigue toda la vida y en la vejez nos alcanza, pero a mi no me ha perdido de vista nunca.
—¿El juego está mal visto en el mundo adulto?
—Los adultos son unos hipócritas. El mejor de los juegos es el cine. Welles decía que el cine es como un tren eléctrico. Aunque a mi no me han gustado nunca los trenes eléctricos, es muy pasivo, lo único que puede pasar es que descarrile, era lo más divertido.
—¿Hoy es más difícil hacer cine con esa filosofía?
—En su día también era complicado, he tenido suerte, se trata de engañar… Son películas que tienen apariencia de seriedad pero en el fondo subyace el juego y tengo esperanza de volver.
—Cuenta que su imaginación se forjó en un pasillo de su casa, de niño.
—Era un pasillo bastante tenebroso, como la época, la posguerra. En ese pasillo me inventé una selva africana.
—¿La imaginación surge como autodefensa?
—Claro, para suplantar la vida cuando la vida era más bien triste. La separación de mis padres la recuerdo con más horror que las bombas. Había que inventarse el mundo, yo he tratado de hacerlo pero al final es el mundo el que te inventa a ti.
—Entre sus amigos recuerda especialmente a Sam Peckinpah.
—Era una figura que yo admiraba mucho. Quería contrarrestar lo que yo mismo he contado de él, la violencia con que trataba por ejemplo a sus secretarias, que obviamente está muy mal visto ahora y entonces y que nos costaba grandes problemas. Pero él era violento en función del alcohol, tenía otra faceta de gran ternura que se manifiesta en sus cartas y quería mostrar eso.
—¿Echa de menos el cine?
—Sí, pero no cualquier película… Renuncié a «La colmena» en su día después de dos años de trabajo y me empeciné en hacer «Epilogo».
—¿Un cine más libre?
—Sí, un cine más libre y otra visión de la vida que no fuera una cosa costumbrista que olía un poco a pies.
—Su última película (El sueño de Malinche) se estrenó en un museo.
—Sí, tuvo mucho éxito en el Prado y ahora me lo piden otros museos. Es un honor pero no es muy rentable.
—¿Qué opina del cine que se hace hoy?
—Ahora impera el resultado. En mis tiempos hacer una película comercial me daba vergüenza. Cuando tuve éxito con «Morbo» la odié porque pensé que había hecho algo mal. Ahora se valora una película porque da mucho dinero. A veces coinciden las dos cosas pero normalmente no tiene nada que ver, sino lo contrario. Me temo que el valor más extendido en el mundo hoy es la vulgaridad, la horterada.
—Quizás es que lo vulgar tranquiliza
—Sí, los héroes del cine español en su día, Landa, Pepe Sacristán, eran pobres hombres, oficinistas; eso daba superioridad al macho de la época. Nosotros no producíamos personajes como los de Gary Cooper. Ahora pasa igual, se hacen películas que te alivian porque son más vulgares que tú, no te proponen inventar, crecer ni hacer esfuerzo alguno.
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