Saturno devorando a su hijo, Francisco de Goya
Conozco a Google desde hace muchos años. Podría afirmar con rotundidad que, dentro de las deidades del siglo XXI, el llamado buscador me es sumamente familiar. Desde allá por 2004 estuve en el germen de una de las primeras agencias de marketing online en España, y su alargada sombra siempre se me pega, incluso cuando no hay sol.
Luego, siendo hijo del Erasmus, me convertí en divulgador de mi Sicilia querida y en contador de fábulas periodísticas. Escritor pertinaz pegado al teclado, me convertí en un ilota lacedemonio, con pluma como espada espartana, pero siempre a merced de los caprichos de Google, que a fin de cuentas es quien provee en esto de aparecer arriba en las búsquedas.
Durante años Google, este Proteo, maestro de la metamorfosis, fue mutando para adaptarse a los cambios de usuarios y competencia, al calor del compás que marcaba su algoritmo. Ora importaba el contenido, luego los links hacia la web del cliente, más tarde la experiencia del usuario, ora el tiempo de permanencia en la web.
Con la la llegada de la IA (Inteligencia artificial) Google se apuntó una de Bruto con César y ha tomado la decisión de incorporar en su algoritmo los contenidos generados por las máquinas. Pero hete aquí que las máquinas no han generado nada nuevo ni propio. Los resultados que ofrecen los robóticos escritores son un mejunje regurgitado en los cuatro estómagos del algoritmo, fruto de los contenidos generados por humanos.
Esta decisión nos lleva a plantearnos dónde quedamos todos esos humanos que durante décadas hemos estado generando contenidos en artículos, blogs y demás escritos volcados online. Fuimos —y somos— generadores de bytes de contenidos, a menudo de forma gratuita, vertiendo párrafos al agujero negro de Google, al que desconocemos si la luz —o el sano juicio— accede.
Hasta ahora, esa democracia online, en la que cualquiera puede escribir y que apareciese en los primeros puestos, suponía el riesgo de encontrar información no siempre veraz o contrastada. Sin embargo, ahora el peligro de que lo que aparezca en Google no se atenga a la realidad se potencia aún más con la inclusión de los resultados de contenido generado por las diferentes Inteligencias Artificiales.
Google se ha convertido en un buscador caníbal que tarde o temprano se va a comer sus propios terabytes. La deriva que desde hace años lleva el dios tecnológico para maximizar el beneficio está matando al mismo buscador. La entrada de la IA (que solo es contenido de otros pasado por una batidora) contribuirá a que los resultados sean aún menos fiables y manipulados. Porque los humanos podemos tejer mayores ardides que los de Ápate y Dolos, ambos expertos dioses en la materia del engaño. La diferencia es que estas dos deidades griegas salidas de la Caja de Pandora no se meten en nuestros teléfonos, no son capaces de rastrear nuestras búsquedas y, como las fábulas esópicas de Fedro, buscan educar, no ganar dinero.
Google es el Cronos griego, el Saturno romano de nuestra época. Hijo de Urano (el cielo) y de Gea (la Tierra), destronó a su padre y se hizo señor del reino de los dioses. Para evitar que sus hijos llevasen a cabo su propio fratricidio, Cronos los devoraba nada más nacer. De esa fagocitación se libró Zeus, y esa es la esperanza que nos queda: esperar que algunos escépticos humanos enarbolen la lucha por el espíritu crítico y se pongan vallas al campo de Google.
Y si no pasa esto siempre nos quedará la Inteligencia Artificial, capaz, como Goya, de pintar un Saturno devorando a su hijo. Seguramente no represente al dios con rasgos descomunales, desnudo, anciano, con frondosas barbas y cabellos grises, con los ojos perdidos y la carne humana fresca en su mandíbula. Con toda probabilidad pondrá la cara de un tirano, no de Siracusa, sino los más cercanos a nuestro tiempo. Por cierto, si me escucha Google, aquí en Zenda la IA no tiene sitio: aquí se piensa y se invita a pensar, no qué pensar.
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