A Gustavo Adolfo Bécquer le llamaban tanto la atención estas juguetonas, pequeñas y tan comunes aves, abundantes, sin duda, en su Sevilla natal, que goza de sol durante todo el año, que llamó Libro de los gorriones a su obra, presente y futura, de toda una vida, fechada en la ciudad de Madrid, a donde ya se había trasladado el autor de las Rimas, un diecisiete de junio de 1868, con unas palabras preliminares en donde el propio poeta dejaba constancia de que se trataba de una “colección de proyectos, argumentos, ideas y planes de cosas diferentes que se concluirán o no, según sople el viento”. ¿Qué vería Bécquer en estos insignificantes pajarillos para unirlos para siempre a su obra literaria?
El pobre gorrión siempre ha sido el chivo expiatorio de todas las demás aves. El payaso de las bofetadas. Y, en ese sentido, el refranero es concluyente: ‘Todos los pájaros comen trigo y la culpa se la lleva el gorrión’. Cervantes, por su parte, tampoco lo tenía muy claro con el asunto de los gorriones, de ahí que, en clave humana, dejara bien claro, con su labia maravillosa, que ‘dos gorriones sobre la misma espiga no estarán mucho tiempo juntos’. Un manchego puro, de Tomelloso, como Paco García Pavón, el inventor del detective Plinio, llamaba a los gorriones “pájaros cagoneros’” Y razón no le faltaba: en los atardeceres de verano, poner una mesa de dominó a la sombra de un árbol suponía todo un riesgo para la integridad de nuestra vestimenta y para nuestro propio café, que podía ser bautizado de manera inesperada. Eva Perón, la Evita que se convirtió en una leyenda, casi en una santa, se definía a sí misma como un gorrión entre una banda de gorriones; otorgando el papel de cóndor, el ave más grande del universo, a su marido, el todopoderoso Juan Domingo Perón.
El gorrión, frente a esas otras avecicas mucho más vistosas y cantoras, de exuberante y atractivo plumaje, posee un inequívoco carácter proletario, como si fuera un pájaro bohemio y del arroyo. Así lo entendió, con su inteligencia natural de huertano sabio, nuestro Miguel Hernández cuando escribió el cuento titulado “El gorrión y el prisionero”. El oriolano dejó escrito que “los gorriones son los niños del aire, la chiquillería de los arrabales”. Y añadía poco después en clave política: “Son el pueblo pobre, la masa trabajadora que ha de resolver a diario de un modo heroico el problema de la existencia”.
La historia del Libro de los gorriones, por si alguien aún no lo sabe, concluyó mal, muy mal. Bécquer, unos dicen que tuberculoso, otros aseguran que aquejado del mal de la sífilis, murió dos años después —a finales de 1870— de que plasmara en ese manuscrito cuáles eran sus planes de futuro. No obstante, la obra, aunque inconclusa, fue publicada, con la mayor parte de sus conocidas rimas, gracias a la generosidad de sus amigos, lo que permitió, al menos, que no se perdieran los papeles, y, por ende, que no se malograra la fama de uno de los mejores poetas románticos de todos los tiempos, paladín de humildes gorriones y oscuras golondrinas.
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