Aún andaba por las rebeldías de la adolescencia, deshaciéndome de los catecismos disciplinarios y otras sintaxis del orden, cuando encontré por las merindades del hogar un libro fértil de imaginación y claro de dibujo. Una edición de Los caprichos comentada por Camilo José Cela. La reunión del pintor y el escritor suponía una conjugación de imagen y palabra que ya me había deslumbrado en otra miniatura de semejante perfil: Izas, rabizas y colipoterras. Tardé en comprender, o descubrir —esa era una época de romper limites y aventurarse por fronteras desconocidas—, que eso de reunir texto y arte ya lo había vaticinado el de Fuendetodos con ese talento que tenía para crear espacios de libertad y disponer a su antojo del ingenio.
Goya fue nuestro primer moderno, un anticipador de contemporaneidades que hizo de la mano, o sea, la técnica, una súbdita de la mirada, que es por donde surge parte de su originalidad y el lugar del que proviene nuestra fascinación. Fue un artista que no disimuló su pensamiento, y un intelectual valiente (una especie rara y no muy extendida), que nos fue adelantando las preocupaciones actuales y preludiando lo que sería la conciencia del hombre actual con sus apuntamientos de la existencia corriente de su tiempo. Una realidad taraceada de pobres, inválidos, desposeídos y ancianos. Goya nos daba lo que Baroja denominaría más tarde la lucha por la vida, que es la pelea ingrata y amarga por la subsistencia, porque a veces se pierde de vista que los hombres (aquí también se incluyen a las mujeres) aún sobreviven de pan y agua, y no de principios o teologías políticas, que es una cosa más propia de cenáculos, grupúsculos y otras camarillas elitistas.
Goya, con sus aguafuertes y bocetos, se revela como un reportero moderno que atiende a lo que encuentra en la calle y lo glosa luego en una estampa gráfica que es su reportaje total. Tomaba la escena deshilachada y falta de orden, y le daba sentido resumiéndola en un apunte condensado y lúcido. Después guardaba esos dibujos tras las talanqueras y bardas de la intimidad, para que nadie viniera luego a acusarlo de alguna hilaridad, como antipatriota, ateo o revolucionario (aquí viene bien señalar que la cautela y la discreción no son sinónimos de cobardía, sino prudencia). Pero ahí, en esos cuadernos y papeles, que son como una Altamira de nuestra moralidad, discernimientos y emociones de hoy, es por donde se ha ido colando, como por una veta imprevista, el sentido moderno de la justicia hacia los marginados y los parias, los derechos de los reos, la denuncia de la prostitución, la violencia contra los hombres (y los animales, aunque no fuera un antitaurino como entendemos en estas décadas) y todo eso que iría eclosionando más tarde…
Pero Goya no confió sus reflexiones y juicios únicamente a la aguada de tinta, que sería lo habitual, sino que los redondeó con la palabra, que fue el detalle importante que a uno se le pasó por alto en aquel librito de Cela. Y aquí es donde topamos con un artista completo que remata lo gráfico con la escritura (lo que no debería sorprendernos, porque, a fin de cuentas, la caligrafía también es trazo). Es un artista que cuando escribe lo hace con tino y un gran instinto del ritmo, como prueba este fragmento, muy aireado, de una de sus cartas: “Agradézcame usted mucho estas malas letras, porque ni vista, ni pulso, ni pluma, ni tintero, todo me falta, y solo la voluntad me sobra”.
Ahora con la exposición del Prado, la que ha rematado lo del Bicentenario, uno puede entretenerse con el Goya dibujante, que es lo más común, pero también puede reparar en este Goya epigramista y creador de sentencias que nos ha dejado frases bien apuntaladas, que se articulan con lo esbozado o sugerido, como Mucho sabes, y aún aprendes, Origen del orgullo, El Cid Campeador lanceando otro toro, Mejor fuera vino (escrito debajo de un vagabundo que bebe agua del suelo), El espartero borracho que no acierta desnudarse y dando buenos consejos a un candil incendia la casa (que es casi como un relato), No es siempre bueno el rigor, No a todos conviene lo justo, El tiempo hablará, Así suelen acabar los hombres útiles (refiriéndose a un mendigo con muletas) o el célebre El sueño de la razón produce monstruos.
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