Permita, querido lector, que a la anécdota de hoy en estas habituales Romanzas le añadamos la dosis exacta de imaginación. Recree en su inventiva la Quinta del Sordo, un caserón humilde dentro de una finca gigante, a las afueras del Madrid decimonónico, sito, en concreto, más allá del río Manzanares, allí donde la ciudad se hacía sombra y misterio. Imagine ahora al Baron d’Erlanger, un estrambótico personaje cuya biografía le propongo que busque en Wikipedia, adquiriendo las llaves de la reseñada finca. Y ahora imagínelo ahí, entrando por primera vez al chamizo con la ilusión del hombre que estrena hipoteca. De pronto, se topa con ellas. En las paredes de la Quinta del Sordo alguien ha pintado una serie de imágenes lúgubres, oscuras. Tipos matándose a garrotazos, gigantes devorando a sus hijos, perros enterrados en la arena. El Baron d’Erlanger se hallaba delante de las más tarde famosas pinturas negras de Goya. Se hallaba delante, sin saberlo, del germen de la pintura moderna.
Estos días hemos conocido que en Madrid se va a recrear el escenario de la Quinta del Sordo, el caserón que siglos atrás visitaba tenebrosamente el Baron d’Erlanger. Hoy, la vieja edificación ha sido sepultada por viviendas y centros comerciales. La Ermita del Santo ha arrojado varios quilos de cemento sobre lo que un día fue el hogar de uno de los pintores más grandes, para desgracia del patrimonio. Paradójicamente será otro pelotazo urbanístico aprobado en la zona el que nos devuelva la magia romántica que se respiraba en aquel terreno, cuando la razón produjo los suficientes monstruos en la mente del artista como para recrear este prodigio de sinrazón lúcida y gris realidad. Hace ya mucho tiempo que el Museo del Prado se fijó en las pinturas aún incrustadas en la pared para restaurarlas sobre el lienzo en el que hoy descansan, allí siguen desprendiendo esa clarividencia trágica que describe como pocas el XIX español, y por ende la esencia del alma hispánica moderna. Poder imaginarlas ahora colgadas sobre su pared original será una experiencia única.
Hace bien la ciudad de Madrid en recuperar a estos gigantes de la cultura universal para su causa. El patrimonio de la región sería casi inigualable si se honrase, como se debe, a Quevedo o a Velázquez, a Goya o a Gertrudis Gómez de Avellaneda, a Federico García Lorca o a Paco de Lucía. Una ciudad que ha refugiado a varias de las mentes más brillantes de la cultura universal, y que tendría que hacer lo posible por lucirlas como merece: ¿Por dónde pasearon? ¿Qué paredes habitaron? ¿Qué aire decidieron respirar? Uno ve los trabajos que se han llevado a cabo, por poner dos ejemplos cualesquiera, en la casa de Sorolla o en la vivienda de Lope de Vega y sólo puede imaginar en esta especie de Atenas bajo Pericles en que se convertiría Madrid. Pero a menudo son los propios gobiernos patrios quienes ponen trabas al asunto —véase el flagrante caso de Velintonia—. En este sentido, déjenme cerrar parafraseando al propio don Francisco de Goya: el mayor enemigo del español es el español.
Fernando el Católico era mejor gobernante que cualquier político actual. En serio. Me basta para afirmarlo un par de cosas: los delincuentes temían a la Justicia y no era tan generoso en gastar el dinero público como nuestros políticos. Era tan cavernícola que no gastaba más de lo que ingresaba y, para colmo, dejó por escrito que no era moral esquilmar a sus súbditos con impuestos. Conocía bien a los españoles, de los que decía que eran vulgares, egoístas y turbulentos en la paz, pero esforzados y generosos en la guerra, que «no había en el orbe nación más apta para la guerra que la española». En nuestros defectos, posiblemente hemos empeorado; en nuestras virtudes, han acabado teniéndose por defectos, de los que nos mofamos con refinada soberbia.