Es muy difícil diseccionar las varias facetas de Graham Greene. El escritor se empeñó en fusionar en una sola la amalgama de todas sus habilidades. Fue la suya una existencia con muchas ramificaciones. Está la vida de novelista, que por su brillantez opacó todas las demás. La de espía, que cuenta a su favor con el imán de lo secreto. Y la del periodista, indispensable para entender las otras dos, pero víctima del menosprecio hacia los considerados oficios menores.
La labor periodística de Graham Greene va mucho más allá del mero recurso alimenticio para financiar sus novelas, como con frecuencia se ha dicho. En su amplia producción para periódicos y revistas, destacan las crónicas como enviado especial, la mayoría de las veces como corresponsal de guerra. Aunque también merecen atención sus trabajos como crítico literario y cinematográfico. Sólo en los años 30, publicó más de 800 reseñas, entre libros y películas, algunas de las cuales se pueden leer en este volumen.
Greene consiguió ensamblar a la perfección el trabajo de reportero con el de novelista. Viajaba a los lugares, se empapaba del ambiente, se documentaba de los detalles más nimios con la precisión que exige una crónica. Los artículos publicados acababan, con frecuencia, por ser el primer borrador de la novela. Sin sus vivencias sobre el terreno, sin sus artículos desde Indochina, no hubiera sido posible una novela como El americano impasible, rica en datos, realista y con un ambiente asfixiante que solo puede describir quien lo ha padecido.
Lo mismo se puede decir de otros muchos de sus libros. Sus reportajes sobre México fueron el embrión de El poder y la gloria. Los que realizó sobre Cuba dieron lugar a Nuestro hombre en La Habana. Los de Liberia se convirtieron en Viaje sin mapas, un clásico de la literatura viajera que no hubiera sido posible sin el previo trabajo periodístico. Los de Argentina desembocaron en El cónsul honorario. Y si no hubiera viajado a las cloacas de los servicios secretos y el mundo del espionaje —a ambos lados del Muro—, tampoco hubieran sido posibles títulos fundamentales como El factor humano o El tercer hombre.
En Reflexiones nos encontramos muchos reportajes que servirían de base a esas novelas que ya son historia de la literatura del siglo XX. Pero también, haciendo honor al título, pensamientos del escritor sobre lo divino y lo humano, entre lo que, por supuesto, se encuentra el periodismo.
La editora de la antología explica en el prólogo cómo entendía Greene el periodismo: «Viajar, contemplar, consignar: he ahí los medios idóneos para moverse fuera de la propia clase social, fuera de las propias experiencias culturales, fuera de la propia conciencia».
Su preocupación por los desfavorecidos derivó en un sentimiento moral y político que impregnó toda su obra, incluidos los artículos. Su idea de la profesión tiene mucho que ver con la concepción de Kapuściński, tan generosamente citada como mal interpretada. El polaco decía que para ser buen periodista hay que ser capaz de ponerse en el lugar del protagonista de la noticia. Es decir, tener empatía, facultad que solo se supone a las buenas personas. Y esa esa es también la intención de Greene a la hora de trabajar sus artículos: «errar a mis anchas por cualquier mentalidad que tenga el ser humano».
Greene es un testigo excepcional de la historia del siglo XX. Desde la convulsa Irlanda inmediatamente posterior al asesinato de Michael Collins en los años 20 hasta la represión de los alemanes por parte de los franceses ocupantes de la cuenca del Rhur tras la Primera Guerra Mundial. Desde la huelga general en París en 1934 hasta la histórica visita del rey Jorge cuatro años después a la capital de la república. Desde la revolución de los barbudos en Cuba hasta la tiranía del tan estrafalario como sanguinario Papa Doc en Haití. Pocos acontecimientos del siglo XX se han quedado sin la particular visión de Graham Greene, siempre, en palabras de la editora de este volumen, «con un desapego crítico que le permitió ver las cosas con claridad».
Con claridad, que no es lo mismo que objetividad, ya que siempre eligió bando. Hay incluso quien le invalida como testigo dadas sus simpatías hacia el primer comunismo o por sus conversión al catolicismo. Su forma de entender la labor del escritor, y por tanto del periodista, la deja bien clara en uno de sus artículos: «Ser protestante en una sociedad católica, católico en una sociedad protestante, ver las virtudes de la economía capitalista en una sociedad comunista, y viceversa…» Por si no quedara suficientemente claro, Greene remata su proclama con una cita de Thomas Pine: «Hemos de guardar incluso a nuestros enemigos de toda injusticia».
Hay una muy interesante precisión de Judith Adamson en el prólogo. Sostiene que es más adecuado considerar a Greene reportero que periodista. Contra lo que pudiera parecer, no son términos sinónimos ni mucho menos. Todos los reporteros son periodistas, pero no todos los periodistas son reporteros. El matiz no es baladí.
Leyendo a Greene enseguida se detecta su debilidad por el reporterismo. Así, describe la necesaria frialdad que ha de mantener el corresponsal de guerra ante situaciones dramáticas con una metáfora escalofriante: «Hay una astilla de hielo en el corazón del escritor».
El novelista deja traslucir en sus crónicas sentimientos que brotan en todo reportero en el campo de la batalla. «Siempre tengo una sensación de culpa —escribe— cuando me veo en el papel de civil, turista para más señas, en las regiones de la muerte; a fin de cuentas, nunca se visita una zona catastrófica si no es para prestar ayuda. Uno se siente un mero voyeur de la violencia…»
Sentimientos que explican por qué a menudo los corresponsales se ponen en riesgo más allá de lo estrictamente necesario para elaborar su crónica. «Cuando uno escribe a propósito de la guerra —explica Greene—, ese mínimo respeto que uno ha de tener por sí mismo exige que de vez en cuando comparta cuando menos una pequeña porción del riesgo».
Como ya se ha dicho, el escritor transita con facilidad de la crítica a la crónica o de la novela al cine, porque todo viene a ser lo mismo: maneras de contar. Y lo que vale para una película vale también para una crónica. Este consejo para un director o un guionista, por ejemplo, es perfectamente útil para un enviado especial. «Los cineastas —recomienda— deberían comenzar por los asuntos dramáticos más sencillos y populares (una mancha en el suelo de un garaje, el chirrido de los frenos de un automóvil que se da a la fuga) y sólo entonces, en secreto con un movimiento lento y astuto, pasar hacia niveles más sutiles, más pensados, en los que sea posible sugerir los valores humanos».
El paso del tiempo da fe de lo acertadas que son las reflexiones de Graham Greene. Ya en 1954, a propósito de Indochina, «la corona de espinas» de Francia, vaticinaba cómo acabaría la enquistada contienda de Vietnam. «La guerra quedará resuelta lejos de los campos de batalla… se resolverá por medio de una serie de hombres que jamás se habrán metido hasta la cintura en los arrozales, que no habrán subido nunca por las laderas de los montes, que nunca habrán estado sometidos al frenesí de un ataque enemigo, ni al larguísimo aburrimiento de una espera». Y así fue. En 1973 Henry Kissinger y Le Duc Tho se dieron la mano en París después de tres décadas de guerra y más de cinco millones de muertos.
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