Grand Union (Salamandra), de Zadie Smith, son relatos que van desde lo histórico y lo actual hasta la más absoluta distopía, y componen una reflexión estimulante sobre el tiempo y el espacio, la identidad y el renacimiento. Zadie Smith convierte todo lo que toca en algo fresco y relevante.
Zenda publica uno de estos relatos, el que da nombre al título de la obra.
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Después de chillarle a mi hija de seis años hasta el punto de que se arrojó sobre la cama y se echó a llorar, sentí la necesidad de salir de casa e ir a ver a mi madre. Ella estaba muerta y en el cielo, pero por una cuestión de conveniencia quedamos en la puerta de la pollería que hay al final de Ladbroke Grove. En ese momento fue el lugar más negro que se me ocurrió. Nos sentamos juntas en los escalones del Golden Dragon. Chicos y chicas pasaban por delante de nosotras en busca de sus salteados y su salsa sichuán. Mi madre y yo nos miramos. Para estar muerta se la veía fantástica. La muerte no podía marchitarla. Era tan sólo una en la larga lista de las cosas que no podían marchitarla. Llevaba sus rastas envueltas a la perfección en un recogido alto e imponente. Nunca cenicienta, su piel oscura resplandecía. Era la viva imagen de la reina Nana en el billete de quinientos dólares jamaicanos.
No es una coincidencia, me advirtió cuando le mencioné el parecido. Con la muerte me he convertido en Nana, la reina de los cimarrones. O sea, siempre lo fui, pero ahora se ha revelado. Okey, dije, pero ella me regañó por usar un americanismo y me preguntó si aún vivía en aquellas diabólicas tierras. Le tuve que confesar que sí, pero había venido desde allí cruzando el océano sólo para conversar con su espíritu. Bueno, ahora eres asante, me dijo, y me alegré de oírlo porque siempre lo había sospechado. De todos modos chasqueé la lengua con el fin de dejar claro que, como todas las hijas guerreras, quería más de mi madre guerrera, mucho más, y que nunca me cansaría. Mi madre también chasqueó la lengua indicando que lo entendía.
Juntas contemplamos la escena. Nos rodeaban los detritos del carnaval: latas de Red Stripe, restos de empanadas de cordero, silbatos rotos, brillantes de fantasía para adornarse la cara, plumas sucias y simpáticas tarjetas de la policía describiendo el protocolo correcto para la detención y el cacheo, informándonos sobre los límites de sus poderes. ¡Ah, el carnaval! Mientras bailamos al sol de agosto es estupendo, una alegría pegajosa, el dulce papel atrapamoscas de la vida, pero luego llega la noche, la policía nos mete prisa para que nos vayamos a casa, observamos las calles devastadas y pensamos «¿de verdad volveremos a soportar toda esta mierda el año que viene?». (Nana ha ido al carnaval cada año desde 1972.) O quizá sólo yo lo pienso. (Nunca me han quedado claras las fronteras que me separan de los demás.) Tal vez todos los ciclos deben respetarse.
Las mujeres de nuestra familia, anunció mi madre, no reconocen a las mujeres de nuestra familia. La verdad es que me pareció una afirmación simplona y tautológica, así que entré a pedir pollo. El local es chino, pero simpatizan con su clientela, de modo que ese día estaban vendiendo falso pollo a la jamaicana con arroz y guisantes y dos tenedores de plástico. Me fijé en que la hija de los dueños suspiró cuando la dueña madre le criticó en cantonés acelerado la técnica empleada para cerrar la caja de porexpán. Una vez conocí a una muchacha llamada Hermione cuya madre nunca se sentaba para comer. Pasaba directamente de cocinar a limpiar y si alguien intentaba que fuera a la mesa ella decía, «oh, no, no, no, estoy bien aquí con mi platito», y recogía y lavaba lo de todo el mundo y picoteaba de aquel platito como un pájaro, un bocado cada media hora, pongamos, hasta que la comida se quedaba fría y se formaba una capa encima. Entonces la mujer tiraba las sobras a la basura y lavaba ese platito también. Era su manera de mostrar cariño y a mí me parecía tan exótica que me fascinaba. Fui a su funeral. Setecientas personas se levantaron para cantar al unísono «¡siempre pensaba en los demás, nunca en sí misma!». Aun así, sólo puedes conocer de verdad la sangre en la que nadas.
Cuando volví afuera, mi madre había adoptado la postura de una vieja hechicera obeah: en cuclillas con las piernas muy separadas, las faldas colgando en medio y los pies abiertos como un pato. Seguía estando fantástica. Muchas veces se había lanzado a comer directamente de mi plato antes incluso de que yo levantara el tenedor, pero entendí por qué en una ocasión los arahuacos acudieron a ella en manada. Si estás al borde de la extinción, tan sólo Nana podrá salvarte. Y sin embargo, ni siquiera sabes cantar una nota, le dije a mi madre (por fin me decidía a ir al grano), y en cambio mi hija canta con el alma, con el alma de verdad, y sospecho que me preocupa el sentido que tiene eso. Entonces mi madre y las demás hechiceras del barrio se echaban a reír a carcajadas viendo cómo las inquietudes brotan en suelo húmedo y fértil, aunque rara vez se molestan en florecer donde reinan las sequías que ellas habían conocido.
A ver, si le preguntaras a Billie Holiday, dijo mi madre, ella te diría con los ojos cerrados: «Nadie canta la palabra hambre como yo. Ni la palabra amor.» Eso no es una excusa por nada, aclaró mi madre, es sólo un hecho. Y eso que, como bien sabes, hija mía, personalmente no soy muy fan de Billie. ¡Rodigan es mi amor en la música, antes, ahora y siempre!
Me puse de pie. Le dije que la quería. Fui paseando hasta el Grand Union Canal, que bien podía ser uno de esos cauces por donde fluye el agua que todas las hijas del mundo beben sabiendo que no han de beberla. No pueden evitar los malos tragos. ¿Déjala correr? Por esas mismas aguas navegan los americanismos, pero también el amor y el reconocimiento a la historia y la vastísima sombra de las Montañas Azules en cuya cima encontraréis a mi abuelo cimarrón, que nunca muere, un desmuerto, un desmuerto que vive eternamente entre sus pollos y sus cabras, sus parcelas de tierra disputada, sus docenas y docenas y docenas de hijos diseminados fuera de casa, entre los cuales unas cuantas niñas intrépidas se abren camino por la ladera en sombra de la montaña siguiendo los pasos de mi madre y de la madre de mi madre y de la madre de la madre de mi madre avanzando a la velocidad necesaria, no siempre de la mano.
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Zadie Smith (Londres, 1975) estudió Filología Inglesa en la Universidad de Cambridge. Con Dientes blancos (Salamandra, 2001) ganó el Premio Whitbread para Primera Novela, el James Tait Black Memorial de Narrativa, y los premios para Primer Libro de los Escritores de la Commonwealth y The Guardian. El cazador de autógrafos (Salamandra, 2003) fue galardonada con el Jewish Quarterly Wingate Literary Prize y fue finalista del Premio Orange, y su tercera novela, Sobre la belleza (Salamandra, 2006), obtuvo dicho premio en 2006 y fue finalista del Premio Booker en 2005. En 2013 apareció en español su cuarta novela, NW Londres, y en 2017 Tiempos de swing. Ha publicado también la selección de ensayos Cambiar de idea (Salamandra, 2011) y editado la antología El libro de los otros (Salamandra, 2009). En el año 2003 fue elegida Mejor Novelista Joven Británico por la prestigiosa revista Granta, hecho que se repitió en 2013. En 2006 la revista Time la incluyó en su lista de las cien personas más influyentes del año. Zadie Smith es miembro de la Royal Society of Literature.
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Autora: Zadie Smith. Título: Grand Union. Traducción: Eugenia Vázquez Nacarino. Editorial: Salamandra. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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