Grecia quintuplica lo que llevas dentro. Ya lo dijo Kavafis, un heleno de Alejandría, en su Ítaca, poema de eterno retorno:
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Mi último viaje a la Hélade no había tenido los mejores prolegómenos. Una madre, a cuya criatura me negué a aprobar tras dejarse todos los exámenes casi en blanco o respondidos al tuntún, quiso castigarme por no haber sucumbido a su chantaje emocional vomitando una grave calumnia contra mí, de la que hube de defenderme con asesoramiento legal. Acabé destrozado, con el ánimo turbado por esta infamia, que, aunque obligada a retirar, emporcaba un año duro, en el cual me había vaciado atendiendo no sólo a mis estudiantes, sino también a algunos con problemas de convivencia con el resto de la comunidad escolar.
No las tenía todas conmigo, ya que sabía que mi alma albergaba demasiados lestrigones y cíclopes y en mi interior se había despertado el furibundo Poseidón. Nuestra amiga Yola Kaskouti nos había invitado a su boda con Giannis en Kalamata, al suroeste del Peloponeso, y queríamos honrarlos como se merecían. Temía que los lestrigones, avivados por la impertinencia de una madre que quiso ponerme en la picota por no haber prevaricado, acabaran devorándonos.
La Hélade se apiadó de mí, y en vez de quintuplicar los monstruos que cobijaba mi espíritu mostró, compasiva, su poder lenitivo. Nada más aterrizar recogimos el auto alquilado y nos encaminamos al Cabo Sunion, del que se enseñorea un templo consagrado a Poseidón, desde el cual se goza de una de las mejores puestas de sol que este fauno errante ha podido disfrutar.
Hordas de turistas acuden a figurar en sus redes sociales graznando más que gaviotas, turbando la paz de la bandada de pingües perdices que picotean ajenas a la turbamulta y de los viatores que, informados de lo que aquel enclave atesora, sólo quieren honrar el ocaso con el silencio reverencial y sosiego que el entorno requiere.
Un poco escorada a la izquierda, a escasa distancia, está la isla de Makrónisos, donde cuentan que Helena pasó una noche con su amante Paris cuando ambos huyeron de Esparta y prendieron la chispa que deflagraría la Guerra de Troya. Del promontorio desde el que oteábamos el panorama narran algunos mitógrafos que, desolado porque regresaba con velas negras el navío en el que viajó su hijo Teseo a Creta para acabar con el Minotauro, Egeo, rey de Atenas, se precipitó al mar. Le dio su nombre a la franja de agua que se pierde al frente y sube por la izquierda (donde se hallan las islas más turísticas, las del Egeo), quedando el apelativo de Jónico para la otra porción, que engloba el Peloponeso, asciende hasta Albania y llega hasta Sicilia y parte de Apulia. Algunas de las islas del Jónico son Corfú e Ítaca, cuna de Odiseo.
Antes de la pandemia, en nuestra última visita a Grecia, tuvimos la fortuna de hacer con Nadia Pavlikaki una fascinante ruta mitológica por Atenas. El verbo de Nadia, la excelente documentación y la pasión que destilaba nos cautivaron. Visitando el Erecteion y las huellas que en él dejó la disputa por el patronazgo del Ática entre Atenea y Poseidón, nos contó que se impuso la diosa con el don que hizo a la humanidad clavando su lanza y convirtiéndola en el primer olivo. El dios de los mares se enfureció ante el desprecio. Los atenienses, dado que Atenea había vencido porque las mujeres la votaron mayoritariamente, para apaciguar al sembrador de terremotos prometieron no volver dejar votar a las féminas (así explicaban que en la primigenia democracia sólo los varones tuvieran derechos plenos) y erigir al señor del tridente un santuario majestuoso, donde las aguas del Jónico se besan con las del Egeo: justo el templo desde el cual libábamos la puesta de sol.
En una de las columnas del edificio se muestra la firma que Lord Byron hizo en ella cuando acudió también a honrar el crepúsculo, muy poco antes de morir en Missolonghi, empeñado en ayudar a los griegos en su guerra de independencia contra el imperio otomano.
La visita a tan emblemático lugar se rastrea en este fragmento de “Las islas de Grecia” (1821) en Don Juan. Canto III, LXXXVI, 16
“Place me on Sunium’s marbled steep,
Where nothing save the waves and I
May hear our mutual murmurs sweep;
There, swan-like, let me sing and die.”
“Llevadme ante el marmóreo farallón de Sunion,
donde nadie salvo yo mismo y las olas
pueden oír nuestros murmullos mutuos;
allí, como un cisne, dejadme cantar y morir”.
A escasas semanas de su muerte dejó esta entrada en su diario:
‘En este día cumplo treinta y seis años’
Es hora de que este corazón se aquiete,
pues ya ha dejado de agitar a otros:
y aunque no pueda ser amado,
dejadme amar…
Mis días enhebran sus hojas marchitas,
las flores y frutos del amor se han ido;
el gusano, el chancro y el dolor
son míos.
El fuego que hace presa en mi pecho
como ínsula volcánica está solo;
ninguna antorcha prende a su llama
de pira funeraria.
La esperanza, el miedo, el afecto celoso,
el cariz exaltado del dolor y la fuerza
del amor no puedo compartirlos,
pero desgastan la cadena.
Mas no será así, y tampoco es aquí
donde tales ideas agitarán mi alma, ni el día presente
aquel en que la gloria adornará el féretro del héroe
o ceñirá su frente.
La espada, el estandarte, la batalla,
¡la gloria y Grecia veo alrededor!
El espartano que cayó sobre su escudo
jamás fue tan libre.
¡Despierta (no Grecia: ella está despierta),
despierta, alma mía! Piensa a través de quién
tu savia ha de intuir el lago de su origen,
y luego vuelve a casa.
Persigue esta pasión vivificante,
indigna humanidad: así debiera
sonreírte o mirarte indiferente
la Belleza.
Si reniegas de la juventud, ¿para qué vives?
La tierra de la muerte honorable
está aquí. Salta al campo de batalla
y rinde tu aliento.
Busca -a menudo menos buscada que hallada-
la tumba del soldado, la mejor para ti;
luego mira alrededor y elige el sitio,
y toma tu descanso.
Missolonghi, 22, enero, 1824
Diarios. Lord Byron. Traducción, introducción y notas de Lorenzo Luengo (Galaxia Gutenberg).
A lo lejos, con buen tiempo, en línea más o menos recta, se puede vislumbrar la isla de Egina, coronada por el fastuoso templo de Afaya, que, junto a este de Poseidón y al Partenón, forman un triángulo sacro muy apreciado en la Antigüedad.
Por recomendación de Nadia despedimos el día en un restaurante de la primera cala en dirección a Atenas, lamidos por las olas de la bahía, con el templo iluminado de telón de fondo. La humilde ensalada campesina con unas sublimes aceitunas, tomates que sabían a tomate (cosa inaudita hoy) y queso feta, unas sardinas asadas y un retsina del Ática asfixiaron los monstruos que aún poblaban mi espíritu después de haber despedido el sol en compañía de dioses y poetas.
Amanecimos en Agioi Theodoroi, con el Peloponeso a nuestro frente y la isla de Salamina, patria de Eurípides y escenario de la batalla naval que decidió la suerte de la Hélade en la Segunda Guerra Médica, a la izquierda. Un desayuno acunados por las aguas del Golfo Sarónico nos preparó para una nueva incursión en la isla de Pélope: el Peloponeso.
Desde que Pedro Olalla nos lo descubrió, cada vez que viajamos a la zona nos detenemos en el santuario de Zeus en Nemea. Alberga un templo dórico cuyas columnas puedes abrazar, pues a diferencia del de Sunion y del Partenón, es totalmente accesible. Impresiona ver la elegante robustez y el tamaño de las mismas, alguna de las cuales se ve derrumbada en el suelo, con sus tambores luchando durante siglos por no separarse del resto, manteniendo en la ruina la armonía y la distinción con la que fueron labrados. Buscamos en los montes que rodean el complejo el lugar en el que se hallaría la cueva en la que Heracles, el Hércules romano, cercó al temible león de Nemea, lo estranguló con su propias manos, ya que su piel era invulnerable, y, usando las garras de la bestia como cuchilla, la desolló y usó su pellejo como armadura.
La zona es rica en viñedos y ofrece unos vinos muy apreciados. Degustar un nemea te iguala a Heracles en el primero de sus trabajos. En verano ponen a secar las uvas pasas que, como las del cercano Corinto, gozan de renombre. Las secan esparcidas en rectángulos, que van removiendo con rastrillos.
La imagen de estos secaderos con las ruinas del templo y las montañas del león de fondo es de a las que acudes cuando las tormentas de la rutina quieren hacer zozobrar tu nave.
A escasos 400 metros se conserva el estadio en el que se realizaban los Juegos Nemeos, una de las grandes competiciones panhelénicas, al nivel de las de Olimpia. Se puede acceder a la pista de arena por el túnel que usaron los atletas de la antigüedad. Los espectadores, hasta unos 40.000, se situaban en las laderas de la montaña, que no disponen de asientos ni nada parecido. La pista, que mide un estadio (177 m. aproximadamente), como es de ley, conserva la línea de piedra desde la que salían los deportistas y el pequeño foso en el que se situaba el juez principal que, tirando de un complejo sistema de cuerdas y listones explicado en el museo del templo, daba la salida.
Sólo el canto de las cigarras acompaña al viator, ya que tanto el santuario como el estadio están libres por ahora de la plaga del turismo depredador. Las laderas están rodeadas de arbustos y pinos, con bancos estratégicamente situados a la sombra para aplacar la furia de Helios y ofrecer la paz suficiente como para abrir los poros a la magia que exhala este paraje.
De camino a Nauplia, ciudad que merece por sí sola un artículo, nos detuvimos en el Hereo. Este santuario, a medio camino entre Argos y Micenas, fue uno de los principales lugares de culto de Hera, quien en la Ilíada muestra su predilección por Argos. Dicen algunos que aquí Agamenón, monarca de Micenas, fue elegido por los argivos caudillo de las tropas que asediaron Troya. Las fuentes hablan de una estatua de Hera crisoelefantina (como las de Fidias en el Partenón y Olimpia), surgida de los cinceles de Policleto.
Apenas un par de columnas y los basamentos donde se erigieron los diferentes edificios quedan para el disfrute del viator. Un sol justiciero atenaza a quien hasta aquí asciende. Disuade a los que no estén en buena forma y soporten con algo más que con estoicismo la canícula de encaramarse a los muros ciclópeos de la acrópolis micénica que hospedó la vetusta Prosimna, llamada así en honor a una de las nodrizas de Hera. Antes de ser abrasados por Helios nos dio tiempo a mirar hacia la cercana Nauplia y evocar que a una de sus fuentes acudía anualmente la diosa para bañarse y renovar su virginidad.
El Peloponeso se asemeja a una gran mano en cuyo extremo meridional se vislumbran 4 dedos. El que haría las veces de pulgar es en el que está la Argólide, con Argos, Micenas, Tirinto y Nauplia como joyeros.
Kalamata está a la entrada occidental de la península que haría las veces de dedo medio, en el centro del Golfo de Mesenia. A su oriente se yergue, soberbia, la cordillera del legendario Taigeto. A no mucha distancia en línea recta, pero sí por las intrincadas carreteras que osan encaramarse al coloso, se halla Esparta. El viator no puede olvidar que estas montañas que ha venido atravesando hasta llegar aquí, con viaductos y túneles impresionantes en el trazado de la autopista de peaje, el Taigeto y las que se vislumbran a occidente, en la península en la que se guarece la arenosa Pilos de Néstor y las deliciosas dunas que cobijan las kilométricas playas de Navarino y Ciparisia, son los estertores que dan los Balcanes antes de rendir lanzas ante el Jónico. Son cordilleras recias, apabullantes, de caminos y veredas escabrosos, de una belleza sobrecogedora, con las que el mar combate durante milenios para ofrecernos calas y playas que intentan mitigar la aspereza del entorno.
He leído que donde están hoy las ruinas del castillo de Kalamata, a cuya falda hay un vívido y colorido mercado de abastos, pudo alzarse la ciudad micénica de Feras, que Agamenón prometió en asamblea regalar a Aquiles con otras 6 más para intentar aplacar su funesta cólera. La actual población, arrasada varias veces por terribles terremotos, guarda escasos vestigios de su pasado. Entre ellos descolla la reconstruida iglesia de Agioi Apostoloi (Santos Apóstoles), una alhaja bizantina escenario de hechos fundamentales de la historia helena: el 23 de marzo de 1821 iniciaron aquí la revuelta contra el imperio otomano, que, tras años de sangre y sufrimiento, pero también de gestas heroicas sin parangón, florecería en el nacimiento de la Grecia actual. Un mural en un edificio cercano representa las figuras de esos héroes que desafiaron al gigante turco.
La iglesia está amparada por varias calles comerciales cuajadas de tabernas y restaurantes donde dejarse seducir por otras de las sirenas que se adueñan de tu espíritu cuando pisas la Hélade: su gastronomía. Esos souvlakia cocinados a la brasa; esas pitas que los abrazan; ese tzatziki en el que el yogur enlaza al pepino y al ajo y los eleva a manjar de dioses; esa melitzanosalata en la que la humilde berenjena se deja embriagar por el ajo, el limón y el aceite en un cuarteto que sublima los sentidos. Esas aceitunas que encierran un olimpo…
Kalamata sirve de pórtico para la Península de Mani, una de las regiones más remotas y aisladas de Grecia por encaramarse en el abrupto Taigeto, que sucumbe al mar en el Cabo Ténaro, entrada al Hades según la mitología. Dicen que los maniotas descienden de los espartanos que se refugiaron en estas tierras agrestes cuando los romanos conquistaron el resto de la Hélade. De ahí su carácter indómito y belicoso, que explicaría que sus pueblos estén plagados de casas torre fortificadas. Mani es un territorio que atrapa a pesar de su escarpadura, con montañas que se precipitan abruptamente al mar y se le ofrecen preñadas de cipreses o tamarices.
Nuestra amiga Nadia veranea desde niña en Stoupa y nos invitó a conocer esta paradisíaca zona. De camino nos detuvimos en Kardámili, la homérica Cardámila, prometida también por Agamenón a Aquiles. Al inicio de la pandemia, en lo más sombrío del confinamiento me hallaba embebido en la lectura de Mani: Viajes por el sur del Peloponeso, de Patrick Leigh Fermor, quien me ayudó a no perder el rumbo en tan siniestra travesía y a mantener la cordura en tiempos aciagos.
Mi compañera zendiana María José Solano es también una devota de Paddy, y en una serie de artículos glosó con su verbo de miel el recorrido que hizo por estos parajes siguiendo las huellas del autor. Nada mejor que acudir a su prosa para vivir estos lugares fermianos.
Nadia nos había emplazado en la playa de Kalogria, confinante con la de Stoupa. Allí nos aguardaba también Pedro Olalla. La playa de Kalogria se abre en forma de teatro a unas aguas cristalinas de un turquesa prístino y está ceñida por una nutrida hilera de tamarices, esos árboles que tan bien se adaptan a las tierras salobres de las costas.
Olalla me señaló una humilde casa de pescadores que cerraba la bahía por uno de sus extremos y me invitó a acompañarlo. A escasos metros del mar, encaramada a un podio de rocas, con un manantial de aguas dulces provenientes del Taigeto a su derecha, manantial cobijado por un afluente pétreo al que acudían los más osados bañistas para sumergirse e intentar aguantar la gelidez de sus aguas. Lo más importante de esa casa, humilde en su apariencia, es que allí acudió desde Creta en 1917 Nikos Kazantzakis para emprender un negocio de minería. Entabló relaciones con un tal Giorgos Zorbás, cuyo carácter le inspiraría uno de los personajes más impactantes de su literatura: Zorba el griego. Dicen que el cretense pasó en esta humilde casa asomada al mar y al manantial períodos entre 1917 y 1918 y que aquí pudo haber dado forma a la novela que le daría la inmortalidad. Ninguna placa recuerda el hecho, aunque más arriba un pequeño busto y un mural en un edificio con los rostros del autor y del verdadero Zorbás dan testimonio de ello.
Un joven tamariz da sombra al porche de la vivienda, en el que dormitan algunos gatos. Entre el porche y el manantial, arbustos de alcaparrones. Desde aquí uno mira la abarrotada y algo afeada por sombrillas y hamacas playa de Kalogria, la de la Monja, las montañas del Taigeto donde estaba la mina en la que trabajaba Zorbás y, ante, todo, el centelleante mar y piensa que Kazantzakis no pudo hallar mejor lugar.
Comimos a menos de 100 metros de la vivienda, en un emparrado desde el que se veían los tamarices, que daban nombre a la taberna, Αλμυρίκι. Nuestros anfitriones encargaron los platos que mejor representaban la gastronomía de la zona. Recuerdo, asombrado, uno que consistía simplemente en las hojas cocidas del tamariz. Aliñadas con un buen chorro de aceite y limón, este humilde manjar, del que me gustaría pensar que Nikos y Giorgos disfrutarían en alguna taberna, era digno de la mesa de príncipes. Como si estuvieras saboreando el mar en las hojas de este arbusto salobre.
Por agua entre Kalogria y la playa de Stoupa el trayecto es corto, pero muy arriscado. En él se encuentra la Cueva de los Turcos, accesible sólo por mar, que alberga una colonia de murciélagos, algo molesta en estas fechas por la continua llegada de hidropedales y canoas. Nadia nos contaba las excursiones que hacían desde niños hasta aquí y los baños en estas aguas verdeazuladas.
Vivimos el ocaso desde Stoupa, con el golfo de Mesenia en primer plano y de fondo la península en la que está, al otro lado, Pilos, solar de Néstor, y las kilométricas playas de Navarino, donde tuvo lugar la batalla homónima en 1827, en la que una coalición griega, británica, francesa y rusa derrotó a las flotas otomana y egipcia, abriendo la puerta a la independencia definitiva de la Hélade.
En los jardines del Enigma, desde los que se goza de una vista privilegiada sobre el mar, Pedro Olalla nos leyó algunos pasajes de su última obra, Palabras del Egeo. La armoniosa cadencia de su voz, el lirismo de sus palabras, el arrullo de las olas y el coro de cigarras que enmarcaban la lectura nos brindaron un marco inigualable.
Yola y Giannis festejaron su enlace en unos salones encaramados al Taigeto, con una vista privilegiada sobre la costa de Kalamata. Como toda boda griega que se precie, la danza tuvo un papel protagonista. Emociona verlos bailar agarrados de las manos, tal y como se puede ver en las arcaicas vasijas helenas, y constatar que esta costumbre ha pervivido durante el océano de los siglos. Compartir su alegría por la vida, cuajada de intensidad, inasequible al desaliento y a los infortunios que seguro les traerá el vivir. Pero a ésos también saben cantarlos y, si es preciso, se atreven a bailarlos.
Un joven alumno de Yola, Mustafá, de familia siria, ejecutó a solas una danza endiabladamente compleja, un ζειμπέκικο (zeibékiko), donde puso a prueba sus dotes acrobáticas. Su concentración, su pasión, lo hondo que sentía la música y cómo su cuerpo luchaba por darle salida a través de sus miembros me dejaron hipnotizado. Como si un hombre ensimismado en sí mismo e inerme ante la divinidad, sin más armas que su cuerpo, conjurara todos sus demonios al ritmo que le marca la melodía, coreado por algunos que, arrodillados ante su gesta, con sus palmadas acompasadas lo animan en su batalla.
Me desvelaron otra de las muchas facetas por las que amo esta nación. Comprendí por qué los dioses eligieron Grecia como morada y desde ella esparcieron entre las criaturas efímeras los mitos, a fin de intentar orientarlos en el complejo laberinto de la existencia humana, advirtiéndolos con relatos cuajados de poesía y lecciones morales.
Vivir la Hélade es como viajar a casa de tu madre, donde siempre te aguarda un plato de esa comida que se te clavó en el alma desde la infancia, que sabes que nadie como tu madre la hará mejor, que tanto añoras cuando la vida te la quita.
Grecia, como la Ítaca de Kavafis, te ofrendó el viaje, la vida. Siempre sientes necesidad de volver a ella, aun sabiéndola humilde y tal vez caótica. Nadie te va a cobijar mejor que una Madre, una Μητέρα.
ARTÍCULOS DE MARÍA JOSÉ SOLANO DEDICADOS A KARDAMYLI
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