Acabo de regresar de Grecia por séptima ocasión. Por primera vez en el nuevo instituto donde presto servicio se plantearon organizar hacia allá un viaje de estudios. Inma Perán, bajo cuya responsabilidad recaen estas actividades, me invitó. Conocía mi pasión por la Hélade.
Vivir Grecia en plenitud requiere un bagaje de lecturas que mis zagales, apenas cumplidos los 17, no podían tener. Las demenciales leyes educativas de los últimos lustros les han hurtado a Homero, Hesíodo, Safo, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Solón, Pericles, Leónidas, Temístocles, Heródoto o Tucídides. Apenas reciben un pequeño esbozo sobre Sócrates, Platón o Aristóteles. Sólo los privilegiados que estudian Historia del Arte han escuchado hablar de Ictino, Calícrates, Fidias, Escopas, Mirón o Praxíteles. Esto los ha convertido en unos analfabetos en potencia, privándolos de los cimientos que los enraizaran con el mundo que los precedió.
No quedaba nada más que confiar en que la Hélade los hechizara a poco que se dejaran seducir y que pasaran por alto el caos tan oriental en el que los actuales helenos se desenvuelven.
Es muy complicado moverse con 66 adolescentes. A su cargo íbamos como profesores Inma, Antonio y yo, mientras que José Manuel cumplía su parte como dueño de la agencia. Quien no se haya ocupado jamás de un viaje de estudios ignora que los profesores han de estar las 24 horas a disposición del alumnado. Prestos a solucionar mil entuertos: chicas que olvidan su documentación en el avión y a las que hay que acompañar a la embajada para que consigan un salvoconducto, muchachas que se pasan la noche vomitando, a quienes hay que llevar al hospital, pequeñas heridas que curar solícito cual mamma amorosa… Sin olvidar las rondas por pasillos y habitaciones para que no alboroten en demasía, no consuman alcohol, ni turben el descanso del resto de huéspedes. Ellos tienen 17 años. Su cuerpo puede aguantar durmiendo apenas dos o tres horas, pero sus profesores pasamos los 50. La falta de reposo nos hace arrastrarnos al día siguiente como almas en pena.
A nuestra llegada nos aguardaban Yorgos y sus guías, Angelikí y Panos, que introdujeron a la zagalería en una Atenas prenavideña que dejaba entrever sus encantos, con la Acrópolis engalanada al fondo. Los sedujo con su magnificencia y simbolismo el fastuoso Estadio Panatenaico, el de bellos mármoles, erigido para inaugurar las nuevas olimpiadas en 1896. En él vuelve a prenderse la llama olímpica, traída de las ruinas de Olimpia, para dar salida a cada olimpiada actual. Fueron conscientes de lo que el atletismo le debe a Grecia: la misma palabra procede del griego ἆθλος, prueba. Muchos se han hecho asiduos del gimnasio, donde machacan sus músculos (ojalá se pusieran de moda los gimnasios en los que fortificar el intelecto) ignorando que la palabra proviene de γυμνάσιον gymnásion y que significa desnudo, ya que se ejercitaban sin ninguna prenda encima.
Angelikí y Panos les contaban que esa avenida que veían conectaba con la llanura de Maratón, a unos 42 kilómetros. La leyenda quiso que por allí un tal Fidípides corriera para avisar a sus conciudadanos de la victoria de los hoplitas atenienses sobre los persas en el 490 a.C. y que su corazón reventara al gritar νενικήκαμεν, Nenikḗkamen, «Hemos vencido”. Con mucha nostalgia miro a mis niños: sus almas ya no tiemblan como lo hacían las nuestras cuando en aquella destartalada escuela unitaria de Peñarrubia nuestro Maestro nos contaba los pormenores de la batalla donde 10.000 atenienses y plateos hicieron morder el polvo a 50.000 persas. “Allí combatió a quien le debe usted su nombre, Mínguez: Arístides, el Justo. Hágale honor y sea siempre digno de él. No lo deshonre, ni a él ni a su familia”. Ahí comenzó mi maldición: amar a Grecia por encima de mis posibilidades más de 20 años antes de poder visitarla e intentar ser digno de la fama del Justo y, sobre todo, de mi Maestro, mi padre en los ratos libres, a quien debo cuanto de bueno en mí puedo albergar.
Visitamos luego la tumba del soldado desconocido, frente al Parlamento. Los evzones, con sus pintorescos uniformes y pasos decimonónicos, rinden tributo a cuantos helenos cayeron en defensa de su patria. Conmueve leer los epígrafes que homenajean a los caídos en las batallas más emblemáticas, con los soldados vestidos como los héroes que se enfrentaron a los otomanos en la Guerra de Independencia velando su memoria. Su cambio de guardia, sus zuecos acabados en vistosos pompones atraen multitudes.
El heleno ha sido siempre un pueblo belicoso según atestiguan Homero, Heródoto, Jenofonte o Tucídides. Incluso de las derrotas como las Termópilas, donde mil hoplitas plantaron cara a 250.000 bárbaros, hacen leyenda. El Molón Lavé que Leónidas le espetó al emisario meda que les pedía que entregaran las armas se ha convertido en un lema de resistencia y dignidad, aun sabiendo la guerra perdida. Las revueltas para acabar con la dominación turca o con la invasión nazi-italiana dan fe de la indomabilidad de estas gentes. Su divisa nacional, Ελευθερία ή θάνατος, libertad o muerte.
Al día siguiente visitamos el Ágora antigua. El verbo apasionado de los guías, orgullosos de ser helenos, tan generosos que querían compartir este don, condujo a mis muchachos por las ruinas del lugar donde la democracia cobró cuerpo, con todas sus virtudes y miserias.
El Ágora está surcada por la Vía Panatenaica, que arrancaba de la Puerta Dipylon, en el barrio del Cerámico. En éste, aparte de una necrópolis, había bastantes talleres de alfarería, que exportaban sus creaciones a todo el orbe occidental. Las piezas aquí elaboradas comenzaron a ser conocidas por el nombre del barrio y así surgió el término “cerámica” u objetos del Cerámico.
Por la Panatenaica cada cuatro años pasaba el carro que transportaba el enorme peplo que los atenienses ofrecían a su patrona, Atenea, cuyas estatuas de culto se hallaban en la Acrópolis. Esta procesión, la de las Panateneas, marcaba el ritmo vital de esta polis y aparece representada en los frisos interiores que decoraban el Partenón, en los que los mortales fueron puestos a la misma altura que los dioses.
Lo que más impactó fue el Hefesteion, el templo que corona la pequeña colina y que se conserva en un estado excepcional. Cuentan que su arquitecto y el del templo a Poseidón del Cabo Sunion son el mismo, mas sólo hay sospechas, pocas certezas.
Angelikí iba señalando las cicatrices que dejó la estoa o pórtico donde Zenón de Citio puso los cimientos de la filosofía estoica. Alguno se interesó por el lugar en el que Sócrates recibió la cicuta: la guía señaló un espacio cercano y dijo que posiblemente fuera juzgado allí, pero que la celda en la que aguardó la muerte se hallaba en una esquina algo distante. En la visita al museo del ágora pudimos ver algunos de los cuenquecillos en los que suministraban el veneno a los condenados: su visión y el evocar lo que nos cuentan Platón y Jenofonte sobre los últimos momentos de su maestro impacta. Algunas criaturas, las más, pasaron de largo, pero otras se demoraron y le dedicaron un pensamiento a que una dosis así acabó con su vida.
En las inmediaciones de la estoa de Atalo han levantado dos esculturas: Sócrates charlando con Confucio, significando la importancia que el primero tuvo para la cultura occidental y el segundo, para la oriental. Históricamente no hubieran podido coincidir, pero su imagen, con la Roca de fondo, tiene una explosiva carga simbólica.
Mi padre, mi primogénito y yo le debemos el nombre a Arístides el Justo, uno de los héroes de Maratón. Su ciudad, ingrata, lo condenó al ostracismo y hubo de exiliarse en la isla de Egina. Exilio del que volvió para ponerse a las órdenes de uno de los culpables de su destierro, Temistocles, y combatir bajo su mando en Salamina y Platea, batallas cuajadas de épica, en las cuales los helenos se libraron del yugo persa. Me estremece observar los ostraka (pedazos de cerámica) con su nombre, sabiendo que eso lo condenó y que volvió sin resentimiento cuando la ciudad que lo exilió lo necesitaba.
Al salir del ágora nos encaminamos al cabo Sunion a tiempo de disfrutar de la puesta de sol, una de las más espectaculares que Grecia ofrenda. Con los últimos rayos las columnas del santuario de Poseidón se visten de oro viejo. Tras ellas, el mar infinito, algún islote y, al fondo, la isla de Egina, con el templo de Afaya coronándola, formando un triángulo mágico con este de Poseidón y el Partenón.
Cada accidente geográfico, cada fuente o cada árbol singular esconden un mito: desde este acantilado saltó el rey Egeo al pensar que su hijo Teseo había fracasado en su intento de matar al Minotauro. Volvía con las mismas velas negras de luto con las que había partido. A partir de este luctuoso hecho ese mar comenzó a llamarse Egeo.
El día era desapacible. Rachas de viento helado azotaban a los visitantes. Nubes bajas tapaban el sol poniente. Mas los dioses se apiadaron de los que aguantaron la intemperie y descorrieron el velo nubloso para teñir de bronce las columnas y de añil el mar.
Uno de los pilares que enmarcan el naos o cella del templo atesora un grafiti que dejó grabado Lord Byron poco antes de morir. Había acudido allí llevando bajo el brazo un ejemplar de la Descripción de Grecia de Pausanias, que encontró en la biblioteca de su mansión de Newstead, siendo apenas un adolescente. Así penetró en él el veneno de Grecia. A la Hélade arribó con la ilusión de ser el héroe que en sus poemas había soñado y combatir contra los turcos para liberar a los helenos. Antes quiso honrar a Pausanias visitando el enclave que aquel había descrito. De esta visita dejó constancia con algún que otro verso:
Place me on Sunium’s marbled steep,
Where nothing, save the waves and I,
May hear our mutual murmurs sweep;
There, swan-like, let me sing and die:
A land of slaves shall ne’er be mine-
Dash down you cup of Samian wine!
Abandonadme en el marmóreo promontorio de Sunion,
Donde nada hay excepto las olas y yo,
Que escuchar pueda nuestra mutua respiración.
Allá, como el cisne, dejadme cantar y morir:
Una tierra de esclavos nunca será la mía.
¡Apurad la copa de vino de la lejana Samos!
(Traducción de J.M. Martín Triana)
Otro día visitamos Epidauro y Micenas. La grandiosidad del teatro de Epidauro y la perfección de su arquitectura, capaz de proporcionar una acústica sublime, impresionó a mis muchachos. Notaba que les faltaba algo para valorar lo que les debemos a los atenienses tras que inventaran el teatro. A media voz, para no advertir a los vigilantes, que con un silbato amonestaban a quienes dieran la nota, les recité un fragmento de un coro de la Antígona de Sófocles. Hubiera querido montar una pequeña coreografía con mis zagalas, pero las estrictas normas de comportamiento en los lugares arqueológicos (supongo que deben de estar hartos de soportar a gente haciendo la chota) me obligaron a declamar sottovoce el himno a Eros.
Micenas no entusiasmó tanto a algunos. Aquellos muros ciclópeos, aquellos túmulos que asistieron al asesinato de Agamenón y Casandra, a la venganza de Orestes y Electra no les decían nada. Veían sólo piedras, indiferentes a sus 3.000 años de antigüedad y a su simbolismo. Bastantes no sabían ni siquiera quién era Homero, a pesar de estar en el último año de su educación media. Aquiles, Héctor, Agamenón, Menelao, Helena, Clitemnestra eran sólo nombres más o menos raros, sin ningún peso emocional. No podía culparlos: eran víctimas del robo de la educación y de la cultura que les han perpetrado las últimas leyes educativas desde la LOGSE.
La misma amargura me embargaba el día que viajamos a Delfos. Por el camino dejamos a nuestra izquierda Tebas, cuna de algunas de las sagas que más huella causaron en la Mitología. Allí nació por vez primera Dionisos, el Baco romano, cuando su padre Zeus lo extrajo aún feto del vientre de su madre Sémele, chamuscada por un rayo del Cronida, y se lo introdujo en el muslo, de donde el dios volvería a nacer meses después. Allí penó Layo el haber inventado la homosexualidad entre humanos al raptar y violar a Crisipo, hijo de Pélope. Allá hubo de soportar la maldición que Pélope arrojó sobre él y su descendencia por tan nefando crimen: “Tu estirpe se exterminará a sí misma. Tu hijo habrá de darte muerte”. Por ello a Tebas envió Hera la esfinge como castigo, a la cual venció Edipo, hijo de Layo y homicida involuntario del mismo sin ser consciente de quién era y de que habría de casarse con su madre Yocasta sin saber ninguno aún el lazo que los unía. De Tebas huyó Edipo, desolado y ciego por haberse arrancado él mismo los ojos al descubrir la maldición que los asoló. Sólo la piadosa compañía de su hija Antígona lo veló en su miseria. Por Tebas se mataron los hijos de Edipo, Eteocles y Polinices. Por dar sepultura en Tebas a Polinices contraviniendo las órdenes de Creonte halló la muerte Antígona. En Tebas vio la luz Heracles, Hércules, tras que Zeus dejara embarazada a Alcmena bajo la forma de su esposo Anfitrión.
Angelikí y yo intentamos compartir con nuestros acompañantes todas estas historias. Los más dormían o estaban pendientes de las chorradas de sus redes sociales, ajenos al paisaje y a sus mitos. Enjugué mi tristeza gozando de la panorámica sobre el Helicón, el monte en el que las musas besaron a Hesíodo mientras pastoreaba vacas y lo animaron a ser poeta. Estaban sus cumbres cubiertas de nieve. El bucolismo de aquella tierra donde la naturaleza tallaba mitos no nos abandonó en nuestro ascenso al Parnaso en pos de honrar los vestigios de Delfos. No me extrañaba que en aquellos parajes situaran el hogar de Apolo y las Musas e imaginaran que los artistas vivirían eternamente allí después de su muerte tras haber alcanzado la gloria con sus obras.
La visita a la Acrópolis colmó las expectativas que todos tenían, aunque los que más gozaron fueron los que estudiaban Historia del Arte, Griego o Mitología. No es lo mismo devorar con tus ojos y el alma abierta aquellos monumentos que verlos en una pantalla. Ante ellos se alzaba el prodigio que Ictino y Calícrates, sus arquitectos, soñaron para festejar la resurrección de Atenas tras la devastación de la misma a manos de los persas unas pocas décadas atrás. Frente a sí tenían lo que quedaba de lo que Fidias ideó para que un ejército de canteros y escultores tallaran los frisos y metopas del Partenón. Aprendieron a maldecir a Lord Elgin por haber saqueado el monumento en tiempos de la dominación turca y haberse llevado los mármoles al British Museum.
Visitando el Erecteion conocieron el rastro que la disputa del Ática entre Poseidón y Atenea dejaron en aquel lugar: admiraron el vástago del olivo primigenio que hizo brotar Atenea al clavar su lanza. Vieron de lejos el pórtico que cubría el pozo de agua salada que hizo manar Poseidón al hincar el tridente. Bajo el pórtico de las cariátides adivinaron el lugar donde Cécrope y Erecteo, hijo de Atenea, yacieron.
La mañana del último día tuvimos la suerte de ser agasajados por Pedro Olalla, por cuyas arterias asturianas corre el fuego de Grecia desde hace décadas. Nos habíamos encontrado antes precisamente en el ónfalos, la piedra sagrada que los antiguos helenos colocaron en Delfos para marcar el ombligo, el centro del mundo. Nos llevó a tomar café a una de las terrazas que se yerguen sobre la Plaza de Monastiraki, ombligo de Atenas a su vez. Ante nuestra mirada, ávida de belleza e historia, la Roca, con el Partenón, majestuoso, besando el cielo preñado de nubes, y, a la derecha, un poco más distante, la colina del ágora, en la que el Hefesteion pretende combatir con la acrópolis en su poder de evocación.
Fue Pedro Olalla quien nos recomendó hace años realizar una Ruta mitológica por Atenas bajo la cautivadora guía de Nadia Pavlikaki, uno de esos regalos que uno ha de concederse al menos una vez en la vida. Esta vez Pedro nos condujo por las cercanías de Monastiraki. Bajo su guía descubrimos que la plaza está atravesada por un río subterráneo, el Erídano, que nace en la cercana colina de Licabetos, desde la que se goza de la vista más privilegiada sobre Atenas. Nos mostró la iglesia del antiguo monasterio bizantino que dio nombre a la plaza, la mezquita que ordenó construir el gobernador (vaivoda) otomano de Atenas, Mustapha Agha Tzistarakis, en la época en la que Grecia estaba sometida por los turcos. El vaivoda mandó usar columnas del templo de Zeus Olímpico y de la cercana Biblioteca de Adriano para reducirlas a polvo y hacer la cal con la que se construyó la mezquita, queriendo simbolizar el triunfo del islam sobre el paganismo. Esto escamó tanto a los atenienses que comenzaron unas revueltas, cuyo eco llegó a Estambul e hizo que el sultán destituyera al gobernador.
Olalla camina con elegante apostura. Al igual que las míticas sirenas, esos seres híbridos con cuerpo de ave y rostro de hermosa mujer, su voz te cautiva, erige ante ti monumentos henchidos de vida y esplendor donde otros sólo ven ruinas invadidas por la maleza. Bajo su hechizo vimos a san Pablo predicando en la colina del Areópago con la intención de convencer a las élites de que el dios desconocido al que adoraban en algunos altares era el Dios cristiano. El apóstol fracasó en su empeño, pues los filósofos le rebatieron con acritud que alguien pudiera resucitar. Sí que convirtió a algunos, entre los que descuella Dionisio, miembro del Tribunal del Areópago, que acabará siendo el primer obispo de Atenas y posteriormente santificado con el nombre de san Dionisio Areopagita.
El relato de Pedro levantó ante nuestras almas la sede de la última escuela neoplatónica, descendiente de la fundada por Plotino, postrer vestigio de la resistencia del paganismo ilustrado frente al oscurantismo cristiano. Escuela que fue mandada clausurar por Justiniano en el 529.
Al final del camino de tierra, enlodado por la reciente lluvia, nos hizo detenernos ante las ruinas de un edificio situado al pie de la Pnyx, la colina en la que la Democracia echó a andar. Nos indicó que aquella fue la prisión donde Sócrates tomó la cicuta. La tradición popular sitúa este hecho en una cueva excavada en la colina de Filopappos, pero la arqueología ha corroborado que el que teníamos ante nosotros era el lugar exacto: en él se hallaron varios vasitos en los que los condenados tomaban el veneno y un altar que Atenas, avergonzada por el crimen, erigió después al filósofo.
Mientras nos despedíamos de la ciudad al amor de una botella de nemea, unos pistachos de Egina y unas lalaya (rosquillas exquisitas fritas con aceite de oliva) y aceitunas de Kalamata (divinas), con el templo del Hefesteion y la Acrópolis enmarcando nuestra mirada enamorada, reflexionábamos sobre lo que Grecia ha dado a la cultura occidental y lo poco que ahora se lo agradecemos, arramblando los estudios humanísticos en una sociedad que aspira a ser una pocilga moral y cultural.
Si yo puedo expresarme usando el abecedario que ustedes son capaces de descifrar es porque los griegos crearon su alfabeto adaptándolo de los fenicios. Los romanos se limitaron a adaptar estas letras a su lengua e idearon el sistema de escritura en el que medio mundo se comunica.
Homero, al que se estudiaba en todas las escuelas de occidente, nos mostró a través de Héctor que no hay nada más glorioso que dar la vida por tu patria, recalcando la crudeza de la guerra, que causa estragos tanto entre mortales como entre dioses. Con Odiseo nos señaló que hay que tener una Ítaca a la que volver, grabada a fuego en tu mirada. Safo cantó que no hay nada más bello que lo que uno ama y que no importa el sexo de tu amado siempre que Eros incendie tus arterias. Los helenos encauzaron el manantial que hacía a los humanos expresar sus cuitas en verso, surgido posiblemente en Mesopotamia en el tercer milenio antes de Cristo. Lo llamaron poesía, de ποίησις poíēsis, relacionado con el verbo poiéo, crear, hacer. A la más intimista la llamaron lírica, pues se cantaba al son de la lira, mientras a aquella que glosaba las hazañas de los héroes la denominaron épica. De ellos empezó a manar toda la literatura posterior en sus múltiples géneros: inventaron para Occidente el teatro, la novela, la oratoria, la filosofía, la fábula,… Sólo por esto merecen gloria y gratitud eternas.
Visitando la Hélade uno comprende que helenos y romanos situaran allí el hogar de sus dioses y las localizaciones de tantas hazañas míticas: Grecia es, sin lugar a dudas, donde viven los dioses. Los griegos nos enseñaron a través de sus mitos no sólo a comprender las pasiones humanas, sino los orígenes de algunos accidentes geográficos, fuentes, árboles o animales. No hay mayor poesía que la que ocultan sus mitos.
Llevaba en mi memoria el libro de mi querido Mario Agudo, Atenas, el lejano eco de las piedras, lo cual me hizo disfrutar estos lugares en vivo tanto como lo había hecho cuando lo leí en casa. Al descender de la Acrópolis hacia su museo, a mano izquierda se hallan los restos del teatro de Dionisos, el primero que se construyó en el mundo. En el mismo emplazamiento Esquilo, Sófocles y Eurípides estrenaron sus tragedias. Aquí Antígona, Edipo, Medea o Creusa estremecieron por vez primera el ánimo de los espectadores. Sus voces aún resuenan por centenares de escenarios de todo el orbe.
El estadista Pericles, bajo el cual se consolidó la Democracia y empezó a dar muestras de sus peligros, quiso erigir sobre las ruinas de los templos arrasados por los persas en la Segunda Guerra Médica un santuario que asombrara al mundo. De acuerdo con su amigo Fidias, contrató a los arquitectos Ictino y Calícrates que diseñaron los planos del Partenón, siguiendo unas proporciones matemáticas que aún se estudian en las escuelas de arquitectura, vocablo de origen griego.
Los mismos Fidias, Mirón, Policleto y Praxíteles marcaron el camino para los escultores posteriores. Sin ellos ni Miguel Ángel ni Bernini hubieran podido explicarse.
La construcción del Partenón atrajo a los mejores artesanos y artistas de todas las ramas. A su lumbre acudieron también los más sobresalientes matemáticos, literatos y filósofos.
Contemporáneamente, en la isla de Cos Hipócrates revolucionó la medicina, apartándola de la magia y la religión, convirtiéndola en una ciencia: en su honor cantidades de vocablos griegos (oncólogo, pediatra, análisis, diarrea, termómetro, analgésico, farmacia,…).
Apenas llegado de la Hélade, los dioses me llevaron a Brindisi, en la Apulia, el tacón de Italia. Allí, a la vera de las dos columnas que daban inicio a la Vía Apia, la Regina Viarum, pude honrar la memoria de Virgilio, gloria de las letras universales. El autor de la Eneida murió en ese mismo lugar. A sus pies, una monumental escalera desde la que se acaricia el mar que comunica Italia con oriente. El vate falleció allí, traído por Augusto, que lo encontró enfermo precisamente en Grecia, a donde había acudido para documentarse sobre aquellos territorios y poder culminar su epopeya inmortal.
A esta peregrinación me acompañó el libro de mi amiga María José Solano Una aventura griega. La sevillana, transida como yo por la pasión helenófila, se desplazó al país balcánico siguiendo los pasos de sir Patrick Leigh Fermor que, entre todos los países que recorrió a pie en su viaje iniciático, maravillosamente narrado en sus libros, eligió la Hélade para asentarse. El fluyente verbo de Solano, su frenesí por Paddy y, por ende, por Grecia me confirmaron aún más en mi filohelenismo. No hay mejor vademecum para adentrarse en un territorio amado a la par por mortales y dioses: la autora nos regala momentos y personajes inolvidables para paladear al amor de una copa de retsina.
Muchas veces la tarea del profesor es semejante a la de un campesino: él se limita a sembrar en las almas de sus alumnos unos conocimientos y una pasión que, si éstos consiguen abonarlos y regarlos con el paso de los años, tal vez den fruto y los conviertan en personas de bien. El problema es que la cosecha no es inmediata y que el profesor la mayoría de las veces no puede saber si la simiente granó. También hay alumnos que desprecian esta sementera y la dejan agostar por desidia, enjaulados en la rutina vacua y superficial.
Mi padre y Maestro, el faro junto a mi Magister Raimundo en los que me miro en la docencia, pasó 40 años de su vida enseñando en escuelas. Cuando se percató de que me había contagiado el veneno del amor por la educación pública, me sentó a una mesa frente a un porrón de jumilla y unas almendras tostadas y me dio una de sus más grandes lecciones de vida: “Hijo, los alumnos son pájaros encerrados en la jaula de su ignorancia. La función de un maestro es darles alas, enseñarles a volar, abrirles la puerta y dejarlos libres… La pena es que algunos, aun teniendo las alas vigorosas que su maestro le enseñó a usar, prefieren volver a su jaula y encerrarse en su ignorancia”.
Lo que tengo claro es que he servido de puente para que alguno de los chicos del IES Licenciado Francisco Cascales reciban en su interior el embrión del amor a Grecia y la conciencia de lo que ésta, humilde y generosa, aún puede aportar. De que Yorgos, Angelikí, Panos, Giannis, Yola y Olalla les ofrecieron el mejor ejemplo de lo que es Filoxenía, el amor al huésped.
Puede que algunos no vuelvan a ella jamás, pero sé que otros sí lo harán y, cuando lo hagan, recordarán este primer viaje y sentirán, plenos, que volver a Grecia es volver a casa de tu madre.
Un artículo delicioso, una ‘delicatessen’, un lujo oriental. Pero, ¿qué hay de lo mío y lo suyo? ¿Qué hay de aquéllo de la cultura griega que hizo que se convirtiera en la de todo Oriente y el Imperio Romano? ¿Qué hay de las preguntas que se hace cada hombre que, como los griegos, se paró y levantó la mirada sobre el comedero? ¿Qué hay del alma, de la inmortalidad del espíritu, de la razón como órgano del alma, de las maravillosas premoniciones de los antiguos griegos sobre el Xristós? Y por cierto, ¿por qué Grecia es sólo Atenas y no Constantinopla? ¿Y Roma, y Rávena, y Alejandría, y Tarraco, y Nicea? ¿Por qué el Nuevo Testamento, escrito en griego, no es considerado por los helenistas como una obra fundamental, la más fundamental, de la ecúmene griega?
Aunque el propósito del autor me parece encomiable (qué digo encomiable, es necesario volver a la cultura para ser hombres), temo que el mundo de hoy no va a hacerle, ni a usted, ni a mí, ni a los antiguos griegos, el menor caso. No es por los planes de educación, que al fin y al cabo son obra de los políticos, y éstos son reflejo de su sociedad. Tenemos los planes de educación y los políticos que nos merecemos (unos más que otros), porque el mundo ha regresado a la satisfacción de los instintos primarios como fin de la vida. Todo se compra y se vende. Poder, dinero, sexo y yo, yo, yo. Ésa es la religión de hoy. Ya no queda más que ruinas. Jerjes venció… Aunque aún quedan aldeas galas que resisten, ahora y siempre, al invasor.
Siempre Atenas, a pesar de ser de ciencias.
«y, cuando lo hagan, recordarán este primer viaje y sentirán, plenos, que volver a Grecia es volver a casa de tu madre.»
Hermoso relato, sr, Arístides.
Gracias.
Maravilloso recorrido helénico de la mano de quien profesa un amor profundo por la cultura clásica y por enseñarla.
Un privilegio compartido.
¡Excepcional labor, la que ha realizado!
Gracias por su relato, estimado Profesor.
Solo puedo dar las gracias por ese escrito tan hermoso