Cuando le comentaron que a poco más de seis meses de que comenzara su gobierno, dos sectores de la sociedad parecían muy decepcionados (la cultura y la ciencia) porque temían no solo falta de recursos, sino eliminación de programas y recorte de personal en las instituciones, hechos hoy consumados y por agravarse, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), reveló lo que entendía por “cultura”, y dejó no solo boquiabiertos, sino profundamente preocupados a amplios sectores de la sociedad mexicana.
Dijo: “Es que todo es relativo, porque habría que definir qué entendemos por cultura, porque si se trata de apoyo a la cultura, les podría decir que nunca se había apoyado tanto la cultura como ahora, en mi concepción de cultura. Porque la cultura es lo que tiene que ver con los pueblos, y nunca los pueblos originarios, los integrantes de nuestras culturas, habían sido atendidos como ahora. Imagínense que (en) todos los programas sociales, el objetivo preferente son los pueblos indígenas, que es la verdad más íntima de México, es lo más importante culturalmente hablando”.
Pero ¿quiénes son los “pueblos originarios” en México? Atendiendo a lo señalado en el artículo 2º de la Constitución mexicana, son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas.
La Constitución reconoce a esos “pueblos originarios”, entre otros, el derecho a la libre determinación para decidir sus formas internas de convivencia y organización social; para aplicar sus propios sistemas normativos; para elegir de acuerdo con sus normas, procedimientos y prácticas tradicionales, a las autoridades o representantes para el ejercicio de sus formas propias de gobierno interno, para preservar y enriquecer sus lenguas, conocimientos y todos los elementos que constituyan su cultura e identidad.
Es cierto e indiscutible que estas poblaciones han sido marginadas sistemáticamente no solo desde la época colonial, sino por los sucesivos gobiernos mexicanos tras la Independencia, y existe una deuda histórica con ellos, pues representan una expresión de la memoria viva de las tierras americanas, y son ellos los que han resguardado, a través de los siglos, la riqueza del pasado precolombino. Como afirman los más acérrimos defensores de estos “pueblos originarios”, la diversidad cultural que implica tenerlos muy en cuenta es un medio para acceder a una vida intelectual, afectiva, moral y espiritual más enriquecedora.
Hasta aquí, las palabras de AMLO cobran sentido. Pero que el responsable último de velar y gobernar para todos los mexicanos exprese que esa es su única misión cultural y no ofrezca ningún matiz que mencione al resto de mexicanos, se pasa de castaño oscuro. Y es que según la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, antes Instituto Nacional Indigenista, son 12 millones de personas las que integran esos “pueblos originarios” en México, un país con 120 millones de habitantes. Esto es, que solo el 10% de la población está siendo considerada y será atendida en lo que a la “cultura” tiene en mente el jefe del ejecutivo mexicano. Por otra parte, sigue sin existir un Plan Nacional de Cultura. El Plan Nacional de Desarrollo solamente hace alusión a la política cultural en una página, donde se lee que la Secretaría de Cultura “promoverá la difusión, el enriquecimiento y la consolidación de la vasta diversidad cultural que posee el país y trabajará en estrecho contacto con las poblaciones para conocer de primera mano sus necesidades y aspiraciones en materia cultural”. Pero como señalan algunos analistas, no hay diagnósticos, programas, estrategias, presupuestos y objetivos a alcanzar.
Ese es el contexto que está inmerso el sector cultural y que ha puesto en pie de guerra a intelectuales, artistas, funcionarios y ciudadanos de todo pelaje político, que están viviendo y padeciendo una visión tan limitada como sectaria o, si se me permite, casi inexistente de lo mucho que se podría y debería hacer en materia cultural en México.
Por ejemplo, Juan Villoro, un creador nada sospechoso de ser de derechas, escribió que, aparte de la extrañeza que produjo que el Palacio de Bellas Artes, máximo templo de la cultura mexicana, fuese arrendado a la Iglesia de la Luz del Mundo para un acto que celebró a su ahora arrestado líder, Naasón Joaquín García (acusado de pornografía infantil, violación, tráfico de personas), o de la chapuza que significó el supuesto hallazgo de una grabación con la voz de Frida Kahlo que resultó falsa, o de la apertura de plicas en los certámenes nacionales de literatura, hay motivos para la preocupación. Villoro comenta la propuesta de la espléndida actriz y directora teatral Jesusa Rodríguez, hoy flamante senadora del partido gobernante, quien propuso acabar con las becas a los creadores, y puntualiza que la solución no consiste en erradicar el impulso a la creación sino en organizarlo mejor, señalando que “es necesario diversificar las oportunidades, no liquidar apoyos”.
Villoro menciona el hecho muchas veces acusado de que el Fonca (Fondo Nacional para la Cultura y las Artes) surgió como un posible instrumento de cooptación de intelectuales en tiempos de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). “Pero no sólo ha sido eso”, aclara. “Algunos artistas son serviles al poder con o sin beca, otros aprovechan el dinero para hacer obras extraordinarias y otros más lo usan para favorecer a terceros (el caso más evidente es el de Francisco Toledo y los muchos proyectos que ha impulsado en Oaxaca)”.
El combate a los “privilegios» en la cultura se extiende de forma tan indiscriminada, afirma Villoro, “que se corre el riesgo de considerar que incluso el talento y el conocimiento son privilegios a combatir”.
En efecto, México está viviendo una situación paradójica, pues con una retórica de izquierda se está ejecutando una política de derecha, afectando la ciencia, la cultura y la educación. Un dato significativo: el Presupuesto de Egresos para 2019 preveía un monto de 5,838,059 millones de pesos para la Federación, de los cuales 12,394 millones eran para la Secretaría de Cultura, el equivalente al miserable 0,21% del gasto público. Por otro lado, las políticas de austeridad de AMLO han llegado a los trabajadores de las dependencias culturales y a comienzos de este año decenas de empleados del Fonca, la Biblioteca Vasconcelos, el Instituto Mexicano de la Radio, el Instituto Nacional de Antropología e Historia y el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura fueron despedidos. Además, la situación de quienes estaban contratados por honorarios en instituciones culturales se volvió más precaria, pues quedaron fuera del amparo de la Ley Federal del Trabajo, se les negó el registro en los servicios médicos del Estado (ISSSTE), se les dieron contratos anuales no de enero a diciembre sino de marzo a noviembre, aunque trabajen en diciembre, enero y febrero, y sus pagos se retrasaron, provocando un lógico encabronamiento que les ha llevado a protestar públicamente en las calles.
Como dice Villoro, quienes estamos hartos del viejo politiqueo de los partidos que han gobernado México y quisiéramos que este gobierno pudiera ser mejor, no podemos obviar que el costo social de la discrepancia va en aumento. Y las voces se parapetan como un coro wagneriano.
El poeta David Huerta acusa que la idea de la cultura está severamente acotada por los prejuicios del presidente en un país donde el estilo personal de gobernar lo determina todo. Todo. Huerta pone un ejemplo (y hay muchos): hace no mucho AMLO condenó a Amado Nervo porque no fue un “poeta comprometido”, y con ello se apartó de las enseñanzas que le dio Carlos Pellicer, un poeta de izquierda, un cristiano compasivo, paisano suyo. “No le parece que Nervo fue un ‘poeta del pueblo’, ¡pero es el poeta más popular, más del pueblo, que uno puede imaginarse! A eso lo llamo desinformación y es muy preocupante”, indica Huerta.
Jorge Volpi, un intelectual que ha trabajado desde las instituciones, también muestra su lanza en ristre y asevera que “a partir del 1 de diciembre las contradicciones de la 4T (Cuarta Transformación, como la llama AMLO) no han hecho sino recrudecerse. Si de un lado ha proclamado el fin del neoliberalismo, del otro se ha visto obligada a aplicar políticas que difícilmente escapan a esta etiqueta, sea en la ferocidad de la austeridad republicana —y sus consecuencias en áreas centrales para el desarrollo del país como la salud, la cultura o la ciencia—“.
El escritor y catedrático Fernando Solana Olivares aprecia en este panorama “un peligroso anti intelectualismo” que “parece ir dominando las políticas culturales del gobierno de López Obrador”, que como hemos indicado, tienen como principal interés los pueblos originarios y los impulsos nacionalistas teñidos de una perspectiva histórica. Por exclusión, agrega Solana, también parece haber un encono institucional contra lo que los nuevos funcionarios perciben como una cultura elitista, una desconfianza resentida y el total desinterés que hasta hoy ha mostrado el presidente al respecto, quien como muchos han podido observar, asiste al béisbol o a un mitin, pero nunca a un concierto, una exposición o una obra de teatro.
La cuestión de fondo, como explica Solana Olivares, es que el gobierno de López Obrador reduce todo tipo de complejidades estructurales a un problema de corrupción. Y por un cierto número de irregularidades detectadas, diversos procesos se suspenden o se ponen en duda, y son descalificados en su totalidad. El último embate contra el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes parte del hecho de que cinco o seis becarios en Letras y otros tantos en Artes Plásticas monopolizaron los estímulos económicos por cerca de dos décadas. Pero los soportes éticos de las condenas culturales por corrupción, como dice Solana, “no tienen por qué derivar en la cancelación de la inversión y el financiamiento estatal de la cultura”.
Es un hecho que el sector cultural mexicano votó mayoritariamente por AMLO, pero su desencanto por esta especie de guerra de baja intensidad que está padeciendo, es cada vez mayor y puede convertirse en necesidad defensiva y guerrillera, pues hasta ahora, salvo por la medida de hacer de Los Pinos (residencia presidencial) un espacio cultural, la cultura solo ha merecido recortes, no reorganizaciones presupuestales o auditorías para mejorar procedimientos. Y de esta forma, como reflexiona Solana Olivares, la cultura acabará convirtiéndose en cultura artificialmente dividida entre alta y baja, popular y excluyente, ajena y propia, una triste simplificación extrema que si no se corrige pasará a la historia de México como uno de los periodos presidenciales donde por necedad y desidia se faltó más al respeto de forma institucionalizada a la inteligencia y la creación artística mexicanas.
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