Una novela policíaca, cuajada por el suspense, se alza con uno de los premios literarios más deseados de nuestro país. Su autor, que ya nos había conquistado con Los crímenes de Oxford —llevada con éxito a la gran pantalla—, vuelve a Oxford, al ambiente académico, para traernos, quince años después, Los crímenes de Alicia (Destino), una visita a los andamios literarios de Borges, Carroll y Agatha Christie.
Guillermo Martínez acaba de conseguir el premio Nadal. Su novela es un ejercicio literario atrapante. Con base matemática y filosófica, una doble trama nos conduce al enigma de uno de los escritores más fascinantes de todos los tiempos, Lewis Carroll. Tras la figura del padre de Alicia en el país de las maravillas podrían esconderse algunos secretos. El desvelo de uno de ellos por parte de una becaria de Oxford a una sociedad de eruditos sobre el escritor provoca una cadena de asesinatos marcados por un patrón literario.
Nos encontramos con Martínez en la biblioteca del Hotel de las Letras. Sobre la mesa nos aguarda una desconcertante caja de bombones y una batería de preguntas sobre literatos y sus secretos. Martínez es tranquilo y reflexiona antes de responder. Libre de prejuicios sobre Lewis Carroll, Martínez investigó durante años su figura antes de enfrentarse a un texto como este, un texto que (nos confesará) “no podía dejar escapar”. La frase que despertó la historia era el conejo blanco de este escritor formado en la ciencia que la aparcó (quizá temporalmente) para adentrarse en la literatura
Hablamos con Guillermo Martínez de literatura, juicios morales, matemáticas y filosofía. Desentrañamos con el ganador del Premio Nadal esta trama criminal y académica, así como sus vínculos con la clásica literatura policiaca. Comenzamos.
—¿Quién es Guillermo Martínez?
—A estas alturas tuve ya varias vidas, así que es difícil de contestar. Creo que esencialmente también permanecí en algunas líneas: una de las primeras actividades que hice, casi naturalmente, fue precisamente escribir. Desde muy chico la lectura, la escritura, estuvieron en mi familia. Mi papá era escritor, mi mamá profesora de letras. Mi primer nombre es Néstor, que tiene que ver con que mi mamá estaba estudiando La Ilíada y le gustaba mucho el personaje de Néstor. Luego tuve muchos intereses en mi vida, todavía los tengo. Creo que una de las cuestiones maravillosas de la literatura es que justamente la diversidad de intereses también te permite escribir en diferentes registros, interesarte por distintas cosas. Me parece que la literatura es una actividad que lo absorbe todo. Incluso cuando uno pierde años, como fue el caso cuando estuve en Oxford (estuve dos años sin escribir), esa experiencia finalmente me ha dado estas novelas. A la larga uno recupera… Dicen que en los escritores no hay tiempo perdido. Yo recuperé esos dos años, que no pude escribir mientras estaba allá, con estos dos libros y haré todavía un tercero.
—¿Cuánto pesa un Premio como el Nadal?
—Nada. No, para mí no es un peso, es algo que ya me han dado, que lo tomo como un inmenso honor. Nunca dejé que ningún premio me condicionara en ningún sentido, ni los premios ni el éxito relativo que puede tener un libro o el desconocimiento relativo que pueda tener otro. Creo que el mundo de los lectores es un mundo muy fragmentado. Sería muy extraño que todos los libros tuvieran la misma repercusión. Me parece bien que los lectores elijan su libro favorito, que lean, prueben y dejen… Yo escribo sin pensar en esto. Digo siempre que soy un escritor «gánico», porque escribo lo que se me da la gana. Entonces, fijate, mi novela anterior (Los crímenes de Oxford) había sido un éxito que yo nunca había tenido. Y dejé pasar 15 años para escribir una segunda novela sobre este tema.
—¿De dónde surgió la historia?
—Surge de un prólogo que me encargaron para un libro que se llama Lógica sin pena, de Lewis Carroll, en su faceta como matemático. Al investigar algo de su biografía para escribir este prólogo descubrí esta partícula de incertidumbre alrededor de la vida de Carroll. Hay unas páginas que arrancaron sus familiares, con un contenido que podía ser quizá perturbador. En el año 1994 una joven dramaturga, Karoline Leach (esto es histórico) encontró un pedazo de papel que tenía la información resumida de qué había en cada una de las páginas arrancadas. A partir de eso, y sobre todo a partir de una de estas páginas que se refieren a una discusión brutal que tuvo con la madre de Alicia, se me ocurrió la idea de la novela y se me presentó el desafío de desarrollar toda una novela a partir de esa única frase.
—¿Qué tiene Oxford para convertirse en un escenario recurrente de sus novelas?
—Oxford es un lugar absolutamente maravilloso, como el ideal platónico de lo que puede ser un lugar hermoso. Es hermoso parte por parte. Hay mucha homogeneidad. Esa atemporalidad, esa atmósfera imperturbable a través de los años también creo que da un buen contraste para los crímenes. El crimen es como la irrupción del humano en ese mundo en principio que parece tan atado a rituales, tan rígido e inamovible. Es como si el crimen fuera el soplo de vida.
—¿Qué van a encontrar los lectores que se acerquen a esta novela?
—Van a encontrar dos intrigas principales y un mundo cerrado, una hermandad de estudiosos de la vida de Carroll, cada uno con su personalidad algo excéntrica y dos enigmas: uno de ellos centrado en la biografía de Carroll, el motivo por el cual esas páginas fueron arrancadas; y otro enigma que corresponde a la serie de muertes y sobre todo a cómo aparece —una relectura de— el mundo de Alicia. El libro de Alicia lo hemos leído en la infancia como un libro para niños, y sin embargo tiene elementos angustiantes y pesadillescos. La novela trata de mostrar ese otro costado siniestro. Hay una cantidad de muertes que están en ciernes, que son sugeridas en Alicia. Por ejemplo: Alicia llora y sus lágrimas forman un río que está a punto de ahogarla. O Alicia crece tanto que parece que va a asfixiarse dentro de la casa, o Alicia cae indefinidamente en un pozo que parece no tener fin. Yo saqué provecho de esas escenas para imaginar los crímenes.
—¿Considera esta obra una secuela de su novela Los crímenes de Oxford, o cree que podrían leerse por separado?
—Es una novela absolutamente independiente, pero sí comparte con Los crímenes de Oxford la misma dupla de protagonistas, alguno de los escenarios y alguno de los personajes secundarios. Pero no es necesario, para nada, haber leído la novela anterior para adentrarse en esta.
—La novela arranca con un misterio en relación a los diarios de Carroll. ¿Se considera usted mitómano de este escritor?
—¿Un mitómano? ¿En qué sentido lo dicen acá? Mitómano significa alguien que inventa.
—En el sentido de seguidor.
—No, es un sentido muy diferente. No, la verdad es que no me considero un experto en Carroll ni un seguidor exhaustivo de sus libros, para nada. Sabía incluso muy poco de Carroll antes de emprender esta novela. Pero fue el libro para el que más investigué. Hice algo así como una investigación ad hoc para este libro: me leí las biografías de Carroll, artículos, polémicas en torno a su figura, libros sobre historia de la fotografía en su época (porque fue un gran pionero de la fotografía en Inglaterra)… En fin, una cantidad de materiales como nunca antes había leído para ningún otro libro en mi vida. Justamente porque no tenía familiaridad con la figura de Carroll.
—Es una trama detectivesca en el ámbito literario y universitario. ¿Quiénes fueron sus referentes de la literatura policiaca para construir la historia?
—Hay algunos que están mencionados, por ejemplo Chesterton. Hay una idea que tiene que ver con un cuento de Chesterton, con la idea del mensajero. Hay un cuento sobre jinetes de Chesterton que tiene algo que ver con esta trama. También, en cierto estado de evocación nostálgica, las novelas de Agatha Christie que leí en mi adolescencia. Esta es una novela del género del whodunit, de la intriga, la manera cuasi antigüedad de la novela policial clásica en la que yo intenté rescatar y reformular con la idea de un segundo nivel que yo llamo epistemológico. Creo que hay un segundo nivel en la novela que se puede advertir, que tiene que ver con la estética de las teorías, por qué algunas teorías se propagan más fácilmente que otras, qué es lo que hace que una teoría se sostenga aun cuando no sea verdadera. La forma en la que se contraponen las teorías entre sí. Y hay también un nivel que tiene que ver con un cuento muy famoso de Borges que se llama “Pierre Menard, autor del Quijote”. Es un cuento en el que un autor contemporáneo se propone escribir El Quijote como si nunca hubiera existido El Quijote. Es decir, redescubrir y reescribirlo. Lo interesante es que al escribir las mismas frases, con las mismas palabras, el significado —por el solo hecho de haber sido escritas esas frases en la época contemporánea— difiere radicalmente del significado que tenía originalmente. Esa es la magia del cuento. Hay algo de eso también en la manera en que se miran hoy los hechos fundamentales de la vida de Carroll con respecto a cómo se miraban en su época.
—No se puede juzgar la historia con los ojos del presente.
—Bueno, o sí se puede, pero hay que tener en cuenta también cómo se hubieran defendido en el pasado. Sí, todas las épocas juzgan, es inevitable para los seres humanos juzgar. Y mucho más en Twitter, ¿no? [risas]. Pero es verdad que intervienen factores que tienen que ver con el espíritu de la época. Hay algo que es muy difícil de comprender desde el presente. Lo mismo ocurre con lo que fueron las luchas revolucionarias en la década de los 70. Vistas desde hoy se ven como asesinatos a sangre fría. En su momento eran ejecuciones del pueblo alzado en armas. Cada época tiene una música y sus propias excusas, sus propias defensas, diría.
—¿Qué papel juegan las matemáticas en su literatura?
—Las matemáticas me han dado personajes, escenarios, líneas de diálogo, analogías… Por ejemplo, en la novela aparece una reflexión que a mí me parece muy interesante que hace la estadística, que dice: “No importa cuán grande sea la olla, la sopa se puede probar con una sola cucharada”. Pero a la vez, también, el profesor de lógica le dice a su discípulo: “Pero, ¡atención!, que si es una sopa de letras, la cucharada tiene que contener todo el abecedario”. Es decir, una muestra pequeña pero que lleve en sí toda la complejidad del asunto. Entonces esa clase de reflexiones, ese intento de hacer esos balances delicados, es lo que me interesa de la matemática y lo que yo trato de llevar a la literatura. Hay mucha reflexión filosófica en la matemática, solo que es difícil discernirla porque está escrita con fórmulas, no es una clase de filosofía que se pueda divulgar tan fácilmente. Pero hay mucha destilación de pensamiento para tratar de llegar a decir ciertas cuestiones microscópicamente precisas todavía con el lenguaje. Solo que el lenguaje, para llegar a discernir esa sutileza, necesita de las fórmulas matemáticas.
—En su novela la ficción es el tema principal, el tablero de secretos y vanidades sobre el que se mueven los personajes. ¿Por qué eligió el estudio o los secretos de un escritor como Carroll para esta obra?
—No es que lo elegí. El tema estaba ahí. Yo descubrí ese tema. El tema, de alguna manera, se me impuso porque me parecía demasiado bueno para pasarlo por alto. Yo construí todo el texto a partir de ese núcleo que era la página. Me interesa mucho la cuestión, me interesa mucho… En todas mis novelas hay una línea, que es las distintas conjeturas sobre un mismo hecho, cómo un mismo hecho se puede ver muchas veces desde puntos de vista diferentes. Tengo una novela que se llama La muerte lenta de Lucía B, donde la culpabilidad o inocencia de un personaje depende casi de cómo evaluó los hechos cada lector. Distintos lectores piensan diferente. Esto es lo que me interesa, en general, en la literatura: esa especie de equilibrio inestable en que el lector tiene que asignar también sus propios valores a lo que lee. Acá, en el caso de esta novela, toda la información contradictoria sobre Carroll está a la vista. Y el lector tiene que decidir qué hace pesar más, dónde pone el acento, si considera que es decisiva tal o cual cosa. Es una especie de juicio que se lleva a cabo mientras se lee.
—La novela está narrada en primera persona y el lector avanza con el protagonista, G., a la hora de conocer los secretos y los vínculos que hay en esta aventura. ¿Por qué lo hizo así?
—Casi todas mis novelas están escritas en primera persona. Me interesa mucho, de la primera persona, la verosimilitud inmediata que se consigue, la empatía con el lector, la sensación del lector de que aquello que le cuenta el narrador efectivamente lo vivió. También tiene otro elemento muy interesante la primera persona, que es que permite fácilmente hacer amplificaciones de campo. La primera persona permite acercarse y analizar, examinar tanto como se quiera. Permite manejar el tiempo de la narración.
—Presenta una galería de personajes del ámbito académico muy polarizada: los académicos o catedráticos interesados en publicar y en vestir galones, y los estudiantes, becarios que parecen perseguir un sueño romántico relacionado con Lewis Carroll. ¿Cuándo cree que un personaje como G. —estudiante de matemáticas— deja de soñar? ¿Qué sucede para que lo haga?
—Muy interesante la pregunta. Sí, bueno, eso depende mucho del objeto de investigación de cada científico. Hay un caso muy patético en la historia de la matemática, que es el de Farkas Bolyai (padre) que estudiaba la cuestión del quinto postulado de Euclides, lo que se llamaba “el problema de las paralelas”. Dedicó toda su vida a esa investigación y su hijo (János Bolyai), que era un matemático brillante, también quiso incursionar en ese terreno. Farkas le escribió a su hijo una carta rogándole que por favor no desperdiciara su vida como la había desperdiciado él. Y, sin embargo, el joven Bolyai encontró justamente lo que su padre no pudo hallar. Es la misma pasión en los dos, sólo que uno triunfó y el otro no logró llegar a lo que quería. Lo que ocurre muchas veces en la ciencia contemporánea es que los investigadores necesitan, para sobrevivir —en la manera en que está organizada la actividad académica—, exhibir cantidad de resultados. Muchas veces tienen ideas extraordinarias pero no se animan a proseguirlas hasta el final porque no les daría el tiempo. Fijate que el gran descubrimiento del siglo pasado (la prueba del último teorema de Fermat), para desarrollar la prueba Andrew Wiles, que ya era un matemático excepcional, experimentado, un profesor universitario, etcétera, tuvo que aislarse durante siete años. Tuvo que salir del circuito, no pudo hacer lo que quería dentro de su vida normal como investigador. Se recluyó durante siete años para salir con la demostración. Es un lujo que la gran mayoría de los matemáticos ya no podría darse en esta época. Entonces, hay algo de la forma en que se genera el prestigio de los investigadores actualmente que lleva a una preferencia por los resultados que son fácilmente asequibles, en contraposición con los grandes problemas que siguen abiertos. Esa es otra tension. Pocos temas y con mucha profundidad o muchos papers con poca profundidad. Esa es una disyuntiva que tienen los investigadores.
—Usted, como Carroll, tiene un vínculo profesional con las matemáticas.
—Tuve durante 25 años. Di clases de matemáticas, fui investigador, publiqué papers, dirigí incluso a algún alumno de doctorado, escribí un libro de divulgación matemática, escribí otro que se llama Borges y la matemática, escribí un libro sobre el teorema de Godel… No me considero del todo retirado. Sigo leyendo libros sobre matemática, cada cuanto doy una charla… Me sigue interesando sobre todo la parte de la filosofía de la matemática.
—¿Qué otros puntos o aspectos tiene en común con el escritor?
—Espero que ningún otro [risas].
—La trama de la novela pivota sobre un secreto del pasado de Lewis Carroll. ¿Qué cree usted que se esconde de inmoral o de reprobable en la biografía o en la conducta de Lewis Carroll?
—La conducta de Carroll dio lugar a muchas suspicacias, sobre todo en la época contemporánea. En su momento pasaron inadvertidas, porque había mucha confianza quizá en los adultos sobre la figura prestigiosa de un profesor de Oxford, que era a la vez un clérigo, y porque Carroll sacaba estas fotos a plena luz del día. Pero sin duda, al mirar alguna de sus fotos bajo la luz contemporánea, y con algunos otros datos que hay sobre lo que fue el final de su vida —no tanto al principio pero sí hacia el final de su vida— aparecen indicios de que, posiblemente (no hay una prueba definitiva) su interés por las niñas no era sólo la contemplación subyugada en la que él se escudaba. No era sólo un ideal de belleza helénico, sino que había un elemento sexual de por medio a punto siempre de asomar. No quiero ser muy tajante con esto porque realmente no hay evidencias muy claras, y por eso en la novela están todas las perspectivas posibles.
—¿Qué es la hermandad Lewis Carroll?
—La hermandad es un grupo imaginario de biógrafos imaginarios. Pero sí tomé parcialmente información de varias biografías y construí personajes imaginarios a partir de esas biografías reales. Tomé los puntos de vista en polémica que aparecían, las dudas, las contradicciones… y con esos datos imaginé diferentes personajes. Hay uno, por ejemplo, que sale directamente de la fusión de dos autores reales, que son Martin Gardner (autor de una edición de Alicia que se llama Alicia anotada, que es extraordinaria) y Raymond Smullyan (que es un gran autor de divulgación de la matemática, acertijos, problemas lógicos, etc.). Yo fusioné esos dos matemáticos e hice uno solo, que es el personaje de Raymond Martin en la novela. Los demás son puramente imaginarios.
—¿Sobre qué o quién se podría armar una hermandad literaria hoy día?
—Sobre Borges, sin duda, porque hay un gran volumen de bibliografía, de puntos de vista, de detalles. Sobre Borges hay algo así como una hermandad mundial: escriben artículos sobre él, hay revistas dedicadas a Borges… En ese sentido, Borges se parece mucho, en cuanto a recurrencia sobre su figura. Es decir, pasan los años y siguen saliendo biografías, comentarios, artículos. Es como una máquina incesante de estudios académicos.
—¿Cuánto tiempo tardó en escribir la novela?
—Tres años.
—¿Se considera usted un escritor mapa o un escritor brújula?
—Sería mapa en el sentido de que antes de partir tengo, aunque sea, el GPS del lugar del que salgo y el lugar a donde voy a llegar. Conozco algo del principio y algo del final. Hay siempre una especie de zona de incertidumbre en el camino que ¡es también la riqueza de escribir! Al escribir aparecen soluciones, complejidades, rodeos que hay que dar.
—¿Qué lecturas le acompañan? ¿Algún libro que desee compartir con sus lectores?
—Hay una última novela que publicó Pablo de Santis, que me parece extraordinaria, que se llama La hija del criptógrafo. También la novela que sacó el segundo Premio Nacional de Novela en Argentina, Gustavo Ferreyra, se titula La familia. Es una novela como Los Buddenbrook (de Thomas Mann) en clave de diatriba sobre la familia. Una gran novela. Esas son dos de las que me impresionaron últimamente.
Termina la conversación y el autor pule con la responsable de marketing algunos detalles que llevarán a Los crímenes de Alicia junto a sus lectores: presentaciones, viajes promocionales, ferias literarias… El autor vivirá los próximos meses un ritmo de vértigo junto a este texto que fue labrado durante años. Gracias a este tour promocional Los crímenes de Alicia acercará a los lectores los misterios en torno a la figura de Carroll. La obra les planteará preguntas y sembrará dudas que pondrán, quién sabe, una pequeña semilla, una idea para que una historia germine y se ofrezca en un futuro, generosa y valiente, desde las librerías.
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Autor: Guillermo Martínez. Título: Los crímenes de Alicia. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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