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Guinea española, de Gustavo Adolfo Ordoño

Guinea española, de Gustavo Adolfo Ordoño

El periodista e historiador Gustavo Adolfo Ordoño resume en este libro la última etapa de la historia guineana bajo dominio español. Se trata de una crónica que arranca a mediados del siglo XIX y, tras pasar por el periodo franquista, termina con la independencia del país africano en 1968.

En Zenda ofrecemos un extracto de Guinea española (Almuzara), de Gustavo Adolfo Ordoño.

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Siglo XIX

«Guinea española, pero no tan española»

Cuando se escribe sobre la historia de un país se suele tender a buscar unos inicios interesados, que por motivos de prestigio nacional procuran ser lo más remotos posibles y sugestionados con la épica. El problema está cuando ese país es el resultado de una colonización de otro. Hasta hoy día, la historia de los países sigue obligada a considerar el «proceso de construcción de la identidad nacional» como pauta fundamental para expresarse. De esta manera, cuando esos países tienen un pasado colonial muchas veces buscan su identidad en imaginarios de realidades anteriores a ese periodo. Algo bastante «irreal» o impreciso cuando se trata de acercarse a la verdadera y actual realidad identitaria como país o nación. Así, «imaginar» la historia guineana con la supuesta existencia de una Guinea Ecuatorial pre-colonial no sirve para establecer los inicios históricos —historicistas— del país.

Aunque hemos podido comprobar que ha sido una tentación lógica para el nacionalismo guineano y un primer capítulo válido para los estudiosos de la historia del país, aquellos que han privilegiado al enfoque nativo africano. Podemos referenciar a este respecto los trabajos de estudiosos guineanos, que aportan una historiografía nacionalista —historicismo— desde el etnicismo. Son, por ejemplo, las tesis hamitas ndowé que realizan una comparación etnográfica entre los ndowés y los antiguos egipcios. Los ndowés eran clanes que ocupaban la costa guineana en los siglos XVIII, XIX, y buena parte del XX. A los que se les fueron sumando paulatinamente en esa zona los fang, que provenían del interior de la cuenca del río Muni. Estas teorías consideran a ambas etnias como poblaciones migrantes, cuyo foco origen de su migración estaría nada menos que en el Egipto Antiguo. Una manera de elevar el «pedigrí civilizador» de las culturas de esos pueblos del África subsahariana. Algo, como hemos dicho, muy habitual en el proceso estructurador de una identidad nacional, sea la de una metrópoli o una colonia, cuando se construye utilizando mimbres históricos.

Así, inquiriendo en lo que pensamos comenzó a convertir a Guinea Ecuatorial en una realidad histórica, debemos rebuscar en los datos que argumentan nombrarla como «española», como Guinea española. Y esos datos, documentos, publicaciones, discursos y hasta boletines oficiales que la nombran como española comienzan a darse a finales del siglo XIX. Concretamente en la década de 1880, en pleno apogeo del debate intelectual español acerca del nacionalismo de Estado. Antes la idea de España y de lo que era español, se asociaba con la monarquía y sus posesiones; y no había mucho más que debatir. Por eso es significativo que la historia de Guinea, con el apellido de española, se deba perfilar cuando España comenzaba a intentar verse a ella misma como una nación-estado. Su trabajo la estaba costando; venía de una revolución liberal que había destronado a Isabel II, una corta monarquía parlamentaria con el saboyano Amadeo I y de la efímera primera República. El régimen de la Restauración, con la alternancia de los partidos liderados por Canovas y Sagasta, se caracterizó, precisamente, por un quiero y no puedo en esa tarea de construir una España estatal. Digamos, para apuntar al centro de la diana del planteamiento expuesto, que la cuestión de posesiones de ultramar dejaba de ser exclusiva de la Corona y con el apelativo española significaba que comenzaba a ser una «cuestión de Estado».

Con este método de buscar una «genealogía» que le da apellido de española a la Guinea Ecuatorial, queremos ir desarrollando la argumentación de este epígrafe con el significativo título de «Guinea española, pero no tan española». Los años finales del siglo XVIII y las siguientes décadas primeras del siglo XIX son un páramo documental español respecto a la supuesta Guinea española. En realidad, los mismos tratados de cesión de esos territorios a España por parte de Portugal mencionan únicamente los nombres de las islas cedidas, Fernando Poo y Annobon. Ni para señalar a las costas continentales próximas a estas islas, donde se podrá comerciar y hacer enclaves para ello, se habla de «Guinea». Tampoco en el caso de las islas de Corisco y Elobey Grande y Chico, que finalmente forman parte del mapa territorial del Estado ecuatoguineano. Aparece más a menudo el gentilicio de Guinea en los Asientos Reales de esclavos de Francia y Portugal, que en las denominaciones de compañías españolas y en los nombres de posesiones de España en la región. Esto, obviamente, responde más que nada al abandono casi absoluto que hizo España de esas nuevas posesiones territoriales en el golfo guineano. Aunque también recuerda que, en los reinos de la península, desde el siglo XV de las exploraciones ibéricas, el término de Guinea era empleado para referirse —ambiguamente— a una región ignota en forma de golfo al sur de Cabo Verde. Tras la expedición de Argelejo, si aparecían esas tierras nombradas o mencionadas eran como las «posesiones de Fernando Poo y Annobon», encerrando todavía la idea de su pasado nominal portugués.

Debió existir la sensación de que esas islas seguían sin dueño o que solamente eran de un supuesto propietario «legal». Y como España y Portugal habían actuado casi en total secreto en sus acuerdos, la discreción también llevaría a la duda sobre quién ostentaba la titularidad de esas islas del golfo guineano. El asunto es que fueron barcos ingleses los que comenzaron a visitarlas con la idea de crear asentamientos, sobre todo en la isla grande de Fernando Poo, viendo que allí los ibéricos no hacían acto de presencia. Pero la idea británica de asentamiento iba a ser la opuesta a la, en principio, idea española de establecer un apostadero naval y un enclave esclavista. Pensaron en crear una estación de vigilancia contra la trata negrera, pues desde el 25 de marzo de 1807 el Parlamento de Londres había emitido el «Acta para la Abolición del Comercio de Esclavos». Pronto se arrogaron la función de «policía internacional» contra esa trata esclavista, a pesar de que el acta se ceñía a sus territorios. También es verdad que buscaron a los pocos años de promulgada su abolición, firmar acuerdos de actas similares con el resto de las potencias más implicadas en este comercio. Así lo hicieron con España, que aceptó firmar desde 1817 (acabadas las guerras napoleónicas) una serie de tratados buscando la cooperación anglo-hispana en la vigilancia del ahora ilegal comercio de esclavos. Hacer una apreciación, lo que pasaba a ser ilegal era el comercio, llamado «La trata», pues la esclavitud como condición social y laboral a la que una persona se podía ver obligada continuaba siendo «legal». Véase la compraventa de esclavos que se seguía haciendo legalmente en territorios británicos, Jamaica donde más, hasta la supresión total de la esclavitud que fue paulatina, con la Acta de Abolición del Parlamento de Londres en 1833.

Cuando se habla de la abolición de la esclavitud, parece que en cierta bibliografía acerca del tema se entra en una competición moral por ver qué país colonizador lo hizo antes. Como la iniciativa fue británica y encima crearon tribunales que la vigilaron, enseguida astutos moralistas destacan ese dato para hacer olvidar el descarado monopolio inglés de la esclavitud durante casi siglo y medio (1713-1834). Además de evitar matices tan evidentes como la persistencia del tráfico esclavista, a pesar de llevar ahora la etiqueta de ilegal, protagonizado por tratantes de todas las nacionalidades (incluyan a los árabes) y con los británicos aún en papeles principales. Si, además, eres de los países como España que se mostró ambigua y poco determinante en la abolición completa de la esclavitud, hasta la tardía fecha en Cuba de 1880 (o en 1886 para los autores más rigurosos); pues en esa competición moralista quedas en muy mal lugar.

Asimismo, estas recurrentes «competiciones morales» sirven de abono en el cansino combate entre hispanofobia e hispanofilia; batallas que en el terreno de la esclavitud siempre ganará la fobia. Apartándonos del verdadero y profundo debate moral sobre el esclavismo, algo que curiosamente no ocurría en esa época contemporánea donde las controversias en asociaciones (Ateneo de Madrid) y parlamentos no fueron tan maniqueas. En el relato antiesclavista se ha dado un injusto protagonismo al cambio —extrañamente repentino— de actitud del gobierno de Londres respecto al tráfico de esclavos africanos. Financiaron la revolución industrial, la primera a nivel mundial, gracias a su poderoso comercio marítimo donde destacaba el lucrativo negocio de esclavos. Mercado que tuvieron en monopolio todo el siglo XVIII y el control en el XIX, como el de las materias primas conseguidas con mano de obra barata. Aun así, el Reino Unido decide a comienzos del siglo XIX abolir la esclavitud.

Intentando explicar esa paradoja algunos autores, como el padre Amador Martín referenciado unas líneas más abajo, acuden precisamente al cuestionamiento moral. Una cuestión de remordimiento que pasaría una actitud de un extremo a otro, de ser los principales esclavistas a ser los abolicionistas más recalcitrantes. La bondad en el argumento del padre Amador se puede entender aún sabiendo que no es suficiente explicación. Otras teorías ya clásicas de la historiografía marxista, de autores que han profundizado en la historia económica de esa época, nos sugieren que resultó más una hábil maniobra para seguir controlando a una gran mano de obra barata. Si a nivel cultural y, sobre todo, socioeconómico se imponía el abolicionismo, que suponía liberar a esas personas y pagarles un salario, lo mejor era controlar directamente todo ese proceso.

En fin, puestos a hacer juicios morales, si la abolición de la esclavitud fue excesivamente tardía en España, el debate abolicionista sería muy temprano, de los más tempranos de la historia. Y el lector avezado no vaya a dar un respingo pensando que me refiero a Bartolomé de las Casas y su defensa de los indios del siglo XVI; qué va. Me refiero a la postura abolicionista que a la par del activismo británico surgió en España; actitud demostrada también temprana en el envío de dos funcionarios españoles, un juez y un árbitro, al Tribunal Mixto anglo-español contra la trata de Freetown en 1819, el año de su apertura. Son datos muy anteriores a la mejor época del abolicionismo español, liderado por el que debería ser nuestro abolicionista más famoso, don Rafael Mª de Labra. Digo debería porque la fama al abolicionista Labra le duró en la historia española en comparación con otros personajes relacionados con la polémica cuestión esclavista, lo mismo que duraría en la prensa de la época el impacto de la noticia del intento de asesinarlo. Los partidarios de mantener la esclavitud en el Caribe, con grandes intereses económicos en torno a ella, pusieron precio a su cabeza. Pero es una historia que veremos más adelante, la apreciación hecha sobre la esclavitud está haciéndose larga y debemos volver al «asunto principal», a Guinea española.

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Autor: Gustavo Adolfo Ordoño. Título: Guinea española. Editorial: Almadía. Venta: Todos tus libros.

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