Gula

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, LXIII: GULA

A Mariana le fascinaba el cine. Había ido por primera vez siendo apenas una criatura, recién cumplidos los tres años. Su madre, que sufría frecuentes migrañas, la dejó una tarde a cargo del autor de sus días, Don Damián, uno de esos señores de cariño distraído y muy pocas ocurrencias. Completamente despistado sobre los gustos y requerimientos de aquella hija a la que apenas conocía, el buen hombre optó por llevarla al Lisboa, donde, al menos, la chiquilla pasaría un par de horas entretenida y sin dar guerra. La película era lo de menos, y Mariana, de hecho, nunca sería capaz de recordar gran cosa acerca de la trama y sus detalles. Conservó el resto de su vida una vaga idea en blanco y negro sobre una mujer muy triste porque un hombre parecía quererla, pero no. En cualquier caso, disfrutó como una loca de los gestos melodramáticos, la música ensordecedora, los suspiros del público, el crujido de los caramelos de menta y, sobre todo, del ambiente del Lisboa, que se le antojó un disparate de lujo y riqueza sin parangón, con sus mullidas alfombras rojas, su ancha escalinata y la lámpara de araña del recibidor.

Quedó deslumbrada por la experiencia. Tanto que ni siquiera se percató de que, a escasos cinco minutos del comienzo de la sesión, su padre se había escabullido al bar anexo al cine, para poder fumar y charlar de política con otros sufridos acompañantes que huían de esposas e hijas. El cine del sábado pasó a ser una tradición familiar en la que Damián se vio enredado sin voz ni voto, y a la que no tuvo el cuajo de oponerse, porque le parecía un tanto miserable privar a su esposa de sus dos únicas horas semanales de paz.

A Mariana no le importó nunca quedarse a solas. En realidad, lo prefería. Sus películas favoritas eran aquellas en las que la tragedia no daba un respiro al espectador, y la ausencia de su padre le permitía llorar a sus anchas, gozando de cada escena. Sólo era inflexible en una cuestión: tanto si su padre se quedaba como si abandonaba el barco, unos dulces eran indispensables, así que a Don Damián le tocaba rascarse el bolsillo, se pusiera como se pusiera. Un día, cuando Mariana contaba doce años, el chico de las golosinas no se limitó a entregar la mercancía y cobrarla en aburrido silencio, como de costumbre.

—¿De verdad te gustan las garrapiñadas? —le susurró junto a la oreja.

Aquel aliento inesperado le erizó la piel en un sobresalto.

—Sí —admitió, notando cómo enrojecía en la oscuridad—. ¡Están muy ricas!

—Si tú lo dices… —replicó él, haciendo una mueca traviesa—. Pero no comas muchas, ¿eh? Se te van a estropear los dientes y te pondrás gorda. Si te pones gorda, ya no me vas a gustar.

No le supieron tan bien como otras veces. Tampoco la película. Abandonó el cine un tanto cohibida, incapaz de entender la causa de su descontento. Al bajar las escaleras, el chico de las golosinas le hizo un guiño, y ella notó mariposas extrañas encogiéndole la tripa.

Se llamaba Ramiro, y era más hablador que los anteriores. Descarado, incluso, pero quizá por eso mismo le caía bien a la gente. A Damián se lo ganó en apenas un par de semanas.

—Usted tranquilo, Don —exclamaba el mozo, muy airoso—, que a esta joya suya se la cuido como si fuera mi hermana. Vaya, vaya usted a tomarse algo, despreocúpese.

El aludido le reía las gracias y se iba al bar, ansioso por librarse de aquella tortura. Jamás le había visto la gracia a aquel invento del cine.

Fue en verano, poco después de San Juan. Hacía calor aquel año. Mucho. Las tardes pasaban ociosas en el patio, sacudiendo el abanico y recibiendo visitas que parecían eternas. La perspectiva del cine era su único consuelo. Había leído en el periódico que estrenaban una comedia con muchos enredos. No podía esperar para verla.

La sombra de Ramiro se cernió sobre ella, mientras los acomodadores se afanaban con las señoras más torpes.

—Garrapiñadas, por favor —ordenó Mariana, incapaz de renunciar a un placer con el que llevaba una semana soñando.

—¿Otra vez? —le espetó el chico, con guasa—. Verás lo gorda que te vas a poner…

Se sintió disgustada. Insultada, en realidad, y también furiosa. Masticó las almendras casi con rabia, haciendo tanto ruido que la señora de al lado terminó por regañarla.

Seguramente fue por culpa de la limonada. Pese a las advertencias de su madre, se había bebido cuatro vasos. Naturalmente, los efectos no tardaron en hacerse notar y, cuando aún faltaba bastante para el intermedio, tuvo que salir discretamente rumbo al cuarto de baño. No había ni un alma allí. La señora que les ofrecía toallas y jabón debía andar en otros quehaceres a aquella hora temprana. Concluido el trámite, Mariana abandonó el estrecho cubículo, dispuesta a lavarse las manos. No hubo tiempo. Algo le saltó encima, aplastándola contra la pared y tapándole la boca con fuerza. Tampoco aquello fue capaz de entenderlo. No comprendió el apremio de la voz que le repetía que no gritara, ni la mano que la asfixiaba escamoteándole el aire. No entendió el forcejeo con su falda, ni los gruñidos extraños. Ni el dolor que siguió a todo eso. El alma se le salió del cuerpo de algún modo, o eso supuso que había ocurrido, porque dejó de estar allí, se negó a participar en aquella escena tan fea. Tal vez voló por los pasillos enmoquetados, y puede que se colara de vuelta en la sala, donde los violines de fondo alcanzaban un clímax conmovedor y el público rompía a aplaudir, extasiado. “La escena del beso”, pensó. Y todo se volvió negro.

La señora de las toallas la hizo volver en sí, con un zarandeo preocupado.

—Niña, ¿qué te ha pasado? —inquirió, mirándola con el ceño fruncido.

—Un mareo… —balbuceó Mariana, esquivando los ojos de la mujer—. No es nada, ya estoy bien…

Su padre la esperaba, inquieto, al otro lado de las puertas dobles. Tuvo que atravesar el recibidor, ignorando el sudor que le caía por la espalda y la quemadura que latía allí abajo.

—¿Dónde estabas? —increpó Damián, asomándose desde la calle.

Mientras ella farfullaba excusas, Ramiro se materializó a su lado, ofreciéndole su mano, solícito. Bajó con él la escalera, notando las piernas de gelatina.

—Gracias, chaval, gracias —dijo Damián, ausente, dejando una moneda en la palma del chico—. Jesús, qué horas… vamos a coger un taxi, que tu madre nos mata…

Se estremeció de pies a cabeza al salir a la calle. Tanto que le castañetearon los dientes. No quiso hacerlo, pero al final fue incapaz de evitarlo y giró la cabeza. Tras la cristalera, Ramiro charlaba tan tranquilo con los acomodadores y la chica rubia que vendía cigarrillos. Todos se reían, como si nada. Mariana se dobló en dos y vomitó, salpicando los impolutos zapatos de su padre. Él ni siquiera pareció molesto. Le tocó la frente, le puso su propio abrigo sobre los hombros, redobló sus aspavientos tratando de detener algún coche.

Nunca volvieron al cine. Mariana se negó en redondo, desde aquel sábado funesto y por el resto de sus días. Sólo en una ocasión lo intentó, ya adulta, tratando de complacer a su prima Deli, y el olor de la moqueta le dio tales náuseas que tuvo que salir corriendo. Lo más extraño es que, desde entonces, se sintió invadida por una tristeza rara e inmensa que tenía algo que ver con las malogradas almendras. Empezó a comerlas de un modo compulsivo, casi maníaco. Al hacerlo, la pena menguaba un poco. Por un tiempo. Cuando no había garrapiñadas, servían otras cosas. Bombones, caramelos, canutillos de crema.

—Te estás poniendo enorme —exclamó su padre un día, alarmado.

—Hija, por Dios —insistía la madre—. Modérate. ¿Quién va a querer casarse contigo si sigues engordando así? ¡No le vas a gustar a nadie!

Tales augurios la llenaban de una curiosa paz, de un alivio inexplicable. Siguió comiendo, sin freno y sin descanso, desoyendo a familiares y médicos. Cualquier cosa que cayera en sus manos, mejor cuanto más dulce. Sólo masticando se acallaban aquellos gruñidos. Sólo así la pena encogía. A medida que ella crecía, el recuerdo se hacía más y más pequeño. Se convirtió en un ser casi mitológico. Nunca salía de casa. Recibía a las visitas sentada en su cama gigantesca, entre almohadones.

—Mariana, eso es pecado de gula —le repetía Deli, tan flaca y tan virtuosa.

—Lo sé —asentía ella, engullendo otra porción de chocolate con avellanas—. Pero los hay peores, prima. Los hay peores.

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