El escritor peruano Gustavo Rodríguez no necesitó inventar apenas para crear algunos de los personajes de su nueva novela. Cada miércoles almuerza con su madre y con sus dos hermanos, y ellos tres fueron el germen de Madrugada, una tragicomedia en la que retrata la compleja realidad del Perú actual y refleja el machismo y los prejuicios existentes en el que considera “el país más conservador de América Latina, al menos a nivel oficial”. Es una novela que parece escrita a pie de calle, quizá porque a su autor le ha gustado siempre “desacralizar la cultura”, cada vez que le ha tocado intervenir en ella con sus artículos, sus conferencias o sus ideas como comunicador.
“Dejemos los altares para la religión. La cultura no debe ser vista como el feudo de unos pocos. La cultura es de todos y más en el Perú, donde el principal producto cultural del país es la comida y es consumido a diario por la población. Yo le apuesto a lo popular con todo el respeto debido”, afirma Rodríguez (Lima, 1968) en una entrevista con Zenda, con motivo de la publicación en España de Madrugada, editada por Alfaguara, el mismo sello que también sacó en su día otras novelas de este autor como La furia de Aquiles o La risa de tu madre y el volumen de relatos Trece mentiras cortas.
La ausencia del padre es uno de los temas esenciales de Madrugada, protagonizada por Trinidad Ríos, un personaje de los que calan hondo en el lector; una mujer curtida en la lucha, quien, tras la muerte de su madre, tuvo que abandonar la jungla de Madre de Dios, en la selva sur del Perú, huyendo de la minería ilegal y de los tratantes de mujeres. En aquel “paraíso de la naturaleza, donde lo más hermoso convive con lo más ruin”, Trinidad trabajó de niña separando el oro del mercurio, quemando la amalgama resultante de la mezcla de ambos elementos. Ese humo “si no te mata, te deja loco”, explica en un momento dado la protagonista, que logra salir adelante en Lima a pesar del machismo y del racismo imperantes.
Contaminada por el mercurio, Trinidad se ve obligada a los treinta años a buscar a su padre, que era la única persona en el mundo que la podía salvar mediante un trasplante.
El padre de Trinidad, el otro protagonista de Madrugada, es el cantante Danny de los Ríos, un tipo inmaduro, bipolar y desconcertante; un apasionado de los Bee Gees y un mujeriego incorregible, cuya “pinga sufría de lo mismo que su país: una inflación galopante”, como decía su hermano Germán, quizá el único con un trabajo serio en una familia compuesta también por Ronald, el tercer hermano, y por doña Blanca, la madre, a la que le encanta cocinar y que “viene de toda una vertiente machista donde la mujer solo cocina o es ama de casa, mientras Trinidad personifica la nueva peruana”, dice Gustavo Rodríguez, que ha sido publicista de éxito en su país y trabaja también como comunicador. Con La risa de tu madre quedó finalista del Premio Herralde y con La semana tiene siete mujeres fue finalista del Premio Planeta-Casamérica.
Del libro y de su vida habla el escritor con Zenda, en la sede del grupo editorial Random House:
—¿Cuál es el origen de esta novela que tiene personajes tan logrados como el de Trinidad o el del cantante Danny de los Ríos?
—El germen está en mi deseo de retratar mis almuerzos familiares, porque las personas en las que se basan Danny de los Ríos, Ronald y Blanca, son mi familia en realidad. Un día, observando a mi hermano mayor, que tiene sesenta años, que ha sido músico toda su vida, machista, bipolar, le pregunté si quería ser personaje de una novela y aceptó encantado. Lo empecé a entrevistar, y fruto de eso es que nace el primer borrador de la novela. Pero cuando ya lo tenía hecho y existía Trinidad como personaje, mi agente me aconsejó que la hiciera crecer. Entonces, me dediqué a llenarla de vicisitudes y creo que a volcar en ella la cantidad de observaciones, reflexiones y sentimientos que he tenido al crecer en un país tan machista como el Perú.
—Madrugada es una novela muy urbana, pero también te haces eco de otras zonas de tu país, como la Amazonía Sur.
—En realidad, Madre de Dios es un paraíso de la naturaleza, donde, por esas cosas que pasan en los países latinoamericanos, lo más hermoso convive con lo más ruin. Hay minería ilegal en un rincón de esa selva maravillosa. Entonces, esta minería ilegal que ahora ha explotado y que es una fuente de preocupación constante entre los ambientalistas, en la época en la que yo creo el universo infantil de Trinidad era todavía un campamento con algunos colonos mineros, y es ahí donde se me ocurrió ubicarla. Y lo hice porque me provocaba hacer una novela que fuera transversal a la realidad peruana. Nunca lo va a ser, porque mi país es muy complejo y muy diverso, pero no quería hacerla exactamente limeña y urbana. Además, Lima, al ser la capital, ha acogido a gente de todo el Perú, de toda condición. Yo mismo soy un producto de la migración interna. Mi padre es de los Andes, mi madre es de la Amazonía. Entonces, yo quería un poco procesar mis orígenes para crear a través de los personajes esa multiprocedencia.
—¿Tu hermano el músico se parece a Danny de los Ríos?
—Probablemente, mi hermano el músico sea mucho más complejo que el personaje que yo pongo en la novela, pero, sí, es así. Es hermano de madre y llegó a vivir un tiempo con nosotros. Yo tendría ocho o diez años cuando lo veía a él, de dieciocho, guapísimo, hermoso, con una melena tremenda, cantando en su colegio, las chicas de su edad muriéndose por él. Era un triunfador. Lo recuerdo así y yo admiraba esa versión de mi hermano. Con el tiempo, se fue quedando en esa versión de sí mismo, un poco como Mickey Rourke en El luchador, dedicándose a lo mismo que de joven porque es su pasión. Siempre me pareció un personaje de novela y nunca me atrevía a proponérselo o a hacerlo a escondidas, hasta que me dije: «Voy a inventarme un personaje basándome en una persona de verdad». Y de ahí es que nace. Y mi otro hermano, el menor, es un pan de bondadoso. Ha pasado por varias crisis, pero es la persona más buena que conozco, la de mejor corazón. Yo creo que ninguno de ellos ha leído la novela. Vamos a ver qué sentimientos les genera.
—¿Y tú serías como Germán, el hermano al que parece irle mejor en la vida?
—Vengo a ser una especie de balanza entre ellos. Sí, mi rol es el que pongo en ese personaje, el supuestamente responsable, el que lleva una vida más tradicional y más aburrida también, si quieres.
—No creo que tu trayectoria sea aburrida porque, además de escritor, has hecho publicidad, eres comunicador y has llevado campañas presidenciales.
—He hecho de todo: he trabajado de niño en farmacias. He vendido dólares, he sido comunicador, y, de adulto, he llevado campañas presidenciales. He conocido a gente muy interesante en mi vida, desde artistas encumbrados hasta políticos que hoy están en la cárcel o buscados por la Justicia. Es una vida interesante, si la ves desde esa perspectiva. Pero soy un tipo aburrido, si quieres. Mis hermanos son unos personajes que los ves en un salón y te cautivan de inmediato.
—¿Y a tu madre le gusta tanto la cocina como al personaje de Doña Blanca?
—Sí, le encanta. Ella viene de una tradición. Uno sin querer termina inyectándole a su novela preocupaciones y vivencias que no sabías que querías sacar al aire. Entonces, yo creo que hay dos personajes que son antagónicos generacionalmente: Trinidad y Blanca, la abuela, y personifican distintas maneras de ser en el Perú. Y el personaje de Blanca, como mi madre, viene de toda una vertiente machista donde la mujer solamente cocina o es ama de casa, mientras Trinidad personifica la nueva peruana, que es una mujer que sale a mostrarse en los últimos treinta años con más firmeza.
—¿La ausencia del padre sería el tema principal de esta novela?
—Probablemente lo sea, y yo creo que tiene que ver bastante con que en las sociedades latinoamericanas la ausencia del padre es notoria. De hecho, en los últimos censos que se dieron en el país queda claro que, por más que nominalmente se llama jefe de familia al hombre, quien carga emocionalmente e incluso monetariamente con el sustento de la familia es la mujer. Y, de manera simbólica, también diría que somos países quizás en busca del padre simbólico. O sea, los países latinoamericanos anhelan el caudillismo. En Perú, ahora mismo se ve al entrenador de la selección peruana de fútbol, el argentino Ricardo Gareca, como a una especie de caudillo, de padre. De pronto, este entrenador encarna los valores que todos buscan en un padre ideal. Es decir, simbólicamente estamos en busca de un padre como sociedad, y funcionalmente en la vida real, también. Y como en la última literatura peruana hay una abundancia de la novela del padre, del hijo que habla del padre, me parecía interesante la aproximación desde la hija que no lo tiene y que lo busca.
—De hecho, Trinidad busca al padre porque se ve enferma y lo necesita. De lo contrario, puede que jamás lo hubiera buscado.
—Exactamente, si no llega a ser por su enfermedad no pasaba por su cabeza buscarlo. En la novela quise poner en evidencia que, a veces, son estos hechos fortuitos los que destapan algo que estaba latente ahí. Nadie puede vivir sin un padre en la vida, desde mi punto de vista. Nadie vive totalmente tranquilo sabiendo que nunca conoció a su padre o, por lo menos, siempre va a estar persiguiendo la narrativa relacionada con su padre. Y me acabo de dar cuenta de otra cosa: mi madre ha vivido toda su vida inventándose un padre, ya que no conoció al suyo porque murió. Él era muy mayor. Mi madre es hija ilegítima de un potentado de la selva, de la época del caucho, y ella sólo conoció a su padre a través de los mitos, de lo que se hablaba de él, y por eso está en busca de un padre y no se da cuenta.
—A través de algunos personajes, también planteas en la novela el tema de la bisexualidad.
—Yo creo que otra de las ideas de la novela es hasta qué punto sociedades como la peruana, la latinoamericana y, probablemente, la española, tratan de matar el lado femenino que habita en todo hombre, porque pasa incluso con Germán, que se siente mal por sentir ese lado femenino. Entonces, somos una sociedad que busca eliminar el lado femenino que tenemos, a la mujer que nos habita.
—Y una sociedad que no perdona la diferencia, el que uno se salga de la norma.
—Eso también. Lo que pasa es que esta novela está inmersa en una sociedad muy conservadora. Mi país debe de ser el más conservador de América Latina, al menos a nivel oficial. Yo no sé si a nivel de la juventud de la calle, pero a nivel oficial lo es porque, si bien por Constitución el Estado es laico, en la vida cotidiana se nota la injerencia de la iglesia católica en los actos oficiales, en el espacio que se les da en los medios, en la legislación de muchos parlamentarios que son financiados abiertamente por iglesias evangélicas… Todo este conservadurismo tiene que verse reflejado en una novela que trata de retratar la actualidad de una sociedad como la peruana.
—Supongo que la homosexualidad no está bien vista en un país tan conservador como el Perú.
—Yo trato de no caer en la trampa del algoritmo, o sea, cuando yo reviso mi Facebook, mis redes sociales, la homosexualidad está permitida, tolerada en todo caso. Pero no me debo olvidar de que yo pertenezco, probablemente, a un círculo privilegiado, intelectual y culturalmente. Basta con salir de esa burbuja para darte cuenta de que las cosas no son tan fáciles. Hay una frase que a mí me parece muy ilustrativa sobre la situación en el Perú sobre eso y, probablemente, en América Latina: «El Perú está en sus comentarios». Cuando alguien famoso lanza algo y ves cómo lo comenta la gente en las redes sociales, ahí están el prejuicio, la homofobia, el machismo. Vengo a España, un país que ha tenido conquistas sociales importantes desde hace más tiempo, pero, de pronto, te topas con noticias como la del juicio de La Manada, y la sentencia de los jueces al respecto, y compruebas que este proceso es lento, que hay retrocesos y nos parecemos en ciertos aspectos.
—¿Cómo definirías el personaje de Trinidad Ríos?
—Trinidad Ríos es más que nada una sobreviviente, y creo que su principal rasgo es la resiliencia. De verdad que se ha forjado en contra de cualquier tipo de contrariedad, vicisitud, y en ella es cierto ese refrán de que «lo que no te mata te fortalece». Pero, por otro lado, es la vocera de un sentimiento relativamente nuevo en la sociedad peruana acerca del empoderamiento de la mujer. Es decir, la noción de que una mujer se basta a sí misma para valerse sola es relativamente reciente en el Perú y Trinidad lo encarna, como muchas otras en realidad. Y se hace evidente cuando, incluso, para satisfacerse sexualmente prefiere contratar los servicios de un hombre y tener el control de la transacción. Un poco por empoderamiento y un poco por temor a ser herida obviamente, porque ella también ha crecido con la noción de que los hombres están ahí para herirte.
—¿Se sigue haciendo en la actualidad esa práctica tan perniciosa de separar el mercurio del oro?
—Ahora es mucho peor que en la época en la que yo sitúo la infancia de Trinidad. Desde hace quince o veinte años hasta ahora toda esa parte de la selva está desforestada, es terrible, es un desastre… Yo no encuentro el adjetivo. Quién sabe el alcance global que esto va a tener, porque una de las pocas selvas vírgenes del mundo está al lado de este desastre generado por el ser humano, por la codicia. Pero, ¿qué puedo decir? Es gente pobre que no tenía otra opción, gente que emigra de los Andes, donde vivían de la agricultura, y que ven que en la minería tienen su sostén. A alguien que se muere de hambre, ¿te vas a poner a hablarle del planeta cuando tu estómago cruje? Hay que ver el problema desde todas las perspectivas posibles.
—¿Las autoridades hacen la vista gorda hacia esas prácticas con mercurio?
—Lo que ocurre es que, sencillamente, no hay autoridades locales, todo está corrompido y a nivel nacional, claro, hay otros temas que generan mayores activos políticos. No olvidemos que dos tercios del Perú son selva amazónica y vive muy poca gente en ella. La selva es un gigante invisible y eso no da réditos, obviamente. Es más una agenda ambientalista, pero, caramba, nos va a pasar factura en algún momento. No podemos cargarnos la selva amazónica ni los océanos y todo eso. No me voy a poner barato filosóficamente, pero el otro día estaba yo en Bélgica, me pedí unos mejillones deliciosos, y en la noche leo una nota en la que decía que el mar nos está devolviendo el plástico y que están encontrando micropartículas de plástico en los mejillones. ¡Yo mismo he estado comiendo plástico a través de los mejillones! La naturaleza te la devuelve con más elegancia.
—La música es un elemento fundamental en tu novela y “suena” continuamente en sus páginas. ¿Los gustos musicales de Danny de los Ríos coinciden con los tuyos?
—No necesariamente. Creo que tiene que ver más que nada con la vida real de la persona en que se basa el personaje. Y, por otro lado, también tiene que ver con que Lima es una ciudad anclada en el tiempo musicalmente. Las emisoras tienen muchos programas de recuerdos, es como si nos hubiéramos quedado trabados en los setenta u ochenta y parte de los noventa. Entonces, me parecía natural y hasta curioso que gran parte de la banda sonora de esta novela estuviera anclada ahí. Lo hace más tragicómico.
—El trasfondo de la novela es duro, pero hay bastante humor en ella.
—Una de las aspiraciones que yo tenía era, jugando con el humor negro, que la gente no supiera si entristecerse o reír de lo que está leyendo. O que se sintiera un poquito culpable al reírse de algo tan fuerte, tan tremendo.
—El lenguaje, tan coloquial y tan vivo, es otro de los elementos importantes de la novela. Como dice Alberto Fuguet, a veces da la sensación en tus libros de que, más que escribir, lo que haces es conversar. ¿Te gusta recoger el lenguaje de la calle?
—Sí me gusta. Yo, para empezar, no soy un escritor que viene de la vertiente académica. Soy un escritor que ha leído mucho y lee mucho, pero a quien le gusta más vivir porque si no, no tendría de qué escribir. Entonces, me fascina la creatividad, la originalidad con la cual el lenguaje se reproduce a sí mismo, y me parece que una obra literaria que quiere apelar a la verosimilitud tiene que ser verosímil también con la forma de hablar de la gente.
—¿Cuándo empezaste a escribir?
—Yo escribía de niño. Tengo unos cuentos mecanografiados que escribí a los 16 años y que están guardados. Son muy malos, son pésimos, cursis, terribles, quería hacer una mezcla de Cortázar y de Felisberto Hernández. La vida me llevó a estudiar comunicación y, de pronto, encontré en la publicidad un medio de subsistencia mientras también ponía mis dotes narrativas, como un mercenario, al servicio de quien quisiera pagarlo. Pero me cansó muy pronto, a pesar de que me fue muy bien, y la tripa volvió a decirme: «Regresa a escribir así como lo hacías de joven y de niño». Y es por eso que de los autores de mi generación, en Perú, yo soy el que ha publicado mucho después.
—Te fue muy bien con la publicidad.
—Sí, me fue bastante bien, empecé a ganar cierto dinero y cierto prestigio dentro de ese círculo. Incluso llegué a ser conocido en mi país por esa faceta, lo cual ha sido un punto en contra a la hora de sentarme a escribir, porque esa actividad no está bien vista, sobre todo en los círculos intelectuales. O sea, todo el mundo critica la publicidad hasta que tiene que vender su propio auto y escribe su propio anuncio.
—¿La publicidad te sirve para contar buenas historias?
—En absoluto. Son mundos muy distintos y con reglas muy diferentes. Además, la publicidad tiene que ser panfletaria, tiene que darte mensajes clarísimos, y la buena literatura te deja preguntas, no certezas. La publicidad apuesta a la certeza.
—¿Te gusta que tus novelas planteen más preguntas que respuestas?
—Sí, totalmente. Para los mensajes están los mensajeros o las fábulas. La buena literatura es la que te deja preguntas en forma de bombas de tiempo.
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