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Habana para un tiempo difunto

Siempre nos quedará Casablanca. O al menos esa es la impresión que nos dejan algunas películas en las que el rastro del perfume de pasados comunes, compromisos esquivados pero inevitables, política y vida privada, corrupción y amistad, nos conducen a ese borgesiano jardín de destinos que se cruzan entre Rick, Ilsa, Renault, Victor Laszlo, unos visados macguffin, un avión al atardecer o al amanecer y un París en un tiempo, Lubitsch dixit, en el que una sirena no era el aviso de un bombardeo. La película con el final perfecto, u odioso, o simplemente una película sin final, para que se lo pongamos nosotros mismos especulando con nuestros deseos o sueños más antiguos o más inconfesables.

Habana (Havana, 1990) va de todo eso, aunque ya no estamos en Casablanca en el fragor de la Segunda Guerra Mundial sino en La Habana, diciembre de 1958, la mera víspera en la que los barbudos de Sierra Maestra lleguen a la ciudad y derroquen al dictador Fulgencio Batista. Ese momento en el que el comandante mandara parar. Por cierto que es Navidad, pero claro que la Navidad en el Caribe es cualquier cosa menos nieve, Santa Claus y canciones repletas de nostalgia. Y menos esa Navidad. Trajes claros, calor, frenesí nocturno, son y boleros, mujeres hermosas, tipos a lo suyo, revolucionarios burgueses, policías crueles y torturas, juego, mafia, turistas en busca de excitación de cualquier tipo, noches interminables…

"Mientras el mundo se derrumba, Jack y Roberta esquivan compromisos de todo tipo y evalúan las vidas camino de recuerdos futuros. Es hora de decidir cómo jugar la partida de la vida, acariciando la joya bajo el antebrazo"

Toda buena película es un tablero de ajedrez en el que se juega con reglas propias o un mapa del tesoro que hay que descifrar con imágenes emocionales. Habana consigue matrícula de honor en ambos horizontes. Sydney Pollack y David Rayfield, su guionista de cámara, escriben y filman esta historia de amor, amistad, política, pérdidas y ganancias, desencantos e ilusiones, con la fluidez sentimental e inolvidable de un poema escrito a vuela pluma en el dorso de un sobre ajetreado, sobre un velador de mármol deslucido, entre la última copa de café, un trago de ron que se te queda en el alma y un habano que humea desafiante esperando su destino de puro humo.

Jack Veil (un Robert Redford secreto, tan sentimental como escueto en un aparente estoicismo vital) puede que tenga pasado: al fin y al cabo es un jugador profesional. De póker. Pero en todo caso, sea resto de un naufragio o visado para una necesidad, lleva cosido, bajo la carne, en el antebrazo, una joya. Veil tiene un plan para esa Navidad en La Habana; jugar la partida de su vida y, quizás, y a su albur, retirarse para siempre. Como es jugador avezado debería saber que el Destino siempre dispone de la baza de una cita en Samarra. Cherchez la femme. Ilsa es, en este caso, Roberta (Lena Olin), la esposa del doctor Arturo Durán (Raúl Juliá), miembro activo de la resistencia castrista. Esa y no otra será la partida que deba jugar Jack Veil, una partida plagada de improvisaciones, transacciones, giros sentimentales, euforia y depresión. Mientras el mundo se derrumba, Jack y Roberta esquivan compromisos de todo tipo y evalúan las vidas camino de recuerdos futuros. Es hora de decidir cómo jugar la partida de la vida, acariciando la joya bajo el antebrazo.

La película cuenta con dos despedidas memorables. La primera es en La Habana. Un paseo nocturno de Jack con el Profesor (memorable Richard Farnsworth) por una desierta Habana en esas inciertas horas de la noche en las que cualquier confidencia, cualquier recuerdo compartido, cualquier consejo que quizás no se siga se recuerdan siempre.

La otra discurre en silencio, con una voz en off y Jack Veil, mirando el Caribe desde una playa de Florida, recordando que esa es zona de huracanes y que quizás en la turbulencia de uno de ellos, quizás… Pero vean la película y entenderán mejor la suave melancolía de las dulces prendas mal halladas del soneto de Garcilaso de la Vega.

***

Habana (Havana, 1990). Producida por Sydney Pollack, Richard Roth y Ronald L. Schwary. Dirigida por Sydney Pollack. Guión de Judith Rascoe y David Rayfiel sobre un argumento de Judit Rascoe. Fotografía de Owen Roizman en Technicolor y Panavision. Música de Dave Grusin. Montaje de Fredric y William Steinkamp. Vestuario, Bernie Pollack. Diseño de producción, Terence Marsh. Interpretada por Robert Redford, Lena Olin, Alan Arkin, Raul Julia, Richard Farnsworth, Tomás Milián. Daniel Davis, Tony Plana, Betsy Brantley, Lise Cutter, Mark Rydell. Duración: 144 minutos.

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