El desprecio (Jean-Luc Godard, 1963).
Querido Adrián:
Treinta años después, Philippe Garrel invocó dicha imagen con un tono más desolador. No la reprodujo tal cual, sino que se encargó de verbalizarla y ampliarla en su contexto de derrota y desconsuelo. Las primeras palabras que se pronuncian en J’entends plus la guitare son «hombre» y «mar». Garrel, perteneciente a una “generación” de cineastas nacidos después de la Segunda Guerra Mundial, una generación descolgada de la Nouvelle Vague que se encargó de revertir uno de sus preceptos —“el cine salva a la vida”— y que pronto sufrió el desencanto —como demuestran el fracaso y posterior suicidio de Eustache o los problemas comerciales y psicológicos de Chantal Akerman—, revisaba así el conflicto universal entre el hombre y el mar, que no es sino el conflicto entre el hombre y sus ambiciones, o entre los ideales y sus límites, como en La Odisea, como en La educación sentimental.
Hace ya mucho tiempo que perdí el interés ante el anuncio de una nueva película de Philippe Garrel. El tono melancólico y pesado de sus últimas películas, filmadas todas en blanco y negro y con guion de Carrère, más que un síntoma de madurez se revela como un indicio de infantilismo burgués, con esos personajes que se mueven por el París contemporáneo como si no encontraran nunca su lugar, ajenos a casi todo lo que no figure dentro de su reducido marco de conflictos psicológicos, embobados e insulsos, subordinando todo el espacio a sus intereses. Sin embargo, toda la etapa anterior a Los amantes regulares, la película que marca un cisma en su filmografía y que hace evidente el derrotismo político del autor, sigue pareciéndome lúcida. El tema es recurrente: el fracaso de los ideales, el naufragio de una generación perdida en su ensimismamiento ideológico, el peso de lo que se cree histórico y no es más que anodino. Al final de esta larga etapa se enmarca J’entends plus la guitare, una de sus cintas más autobiográficas. Si Jacquot de Nantes —película de la que ya hablé y que también reproduce un romance real ante el evidente fin de una vida— representa un fiel ejemplo de búsqueda de lo perpetuo a través de la imagen, con la cinta de Garrel sucede lo contrario: es una película marcada por el peso de una muerte que ya ha sucedido, y que se retrotrae a los momentos previos no para entender la pérdida ni para anularla, sino para asumirla. Sin excesiva nostalgia, con un tono más opresivo que melancólico, Garrel recompone su tortuosa ruptura con Nico a través de cuatro personajes que, como siempre, hablan de amor y de la muerte mientras suena una fastidiosa e incongruente música de fondo. Y se desesperan y se pierden y se encuentran y discuten y pasean sin rumbo hasta que, en un fabuloso corte, la vida se impone: Nico ha muerto y deja de oírse la guitarra. Toda la película se dirige a la noticia inesperada y a ese llanto ante lo definitivo que la acompaña y que pasa por encima de la distancia, el odio y el desencuentro: Nico desaparece para siempre, como lo hace Bardot al final de El desprecio; desaparece tiempo después de la ruptura, una desaparición definitiva que activa los recuerdos e impulsa la película, que se resuelve precipitadamente, al vacío. Como si realizase un remake desesperanzado de El desprecio, Garrel sustituye los espacios vacíos de aquella por espacios apretados y agónicos, los colores primarios por tonos oscuros; si aquella película mostraba un choque entre ambición y realidad que no se resolvía y dejaba el conflicto latente —ahí quedaba Ulises con los brazos en alto, aunque fuera un rodaje, aunque no fuera real—, en esta todos parecen haber agotado las posibilidades del amor; había en El desprecio una disolución del amor en los espacios y los tiempos muertos, había una evolución clara de la caricia al desdén que la película de Garrel asume ya clausurada, como si todos los gestos estuvieran ya vedados y toda voluntad fuese en vano.
La llegada del digital a la fotografía y el cine ha cambiado el imaginario de la relación entre el individuo y el mar: una búsqueda en Flickr de las palabras “sunset sea” da por resultado más de tres millones de imágenes de atardeceres sobre el mar —en algunas, incluso, aparecen sujetos emulando el gesto de Ulises—. Asimismo, fue una cámara digital lo que le permitió a Godard (Eloge de l’amour, 2001) renovar el mito y producir una de las imágenes más bellas que ha dado el cine contemporáneo: un hombre viaja desde Bretaña, donde se ha enamorado de una mujer con un abrigo amarillo, hasta París, donde vive, sabiendo que no la volverá a ver. El horizonte, el mar y la puesta de sol lo ahogan en una composición imposible, una vuelta a lo pictórico que apuesta por lo inverosímil.
Un abrazo,
Pablo.
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